Lectura de la Carta del Apóstol San Pablo a los Romanos
Hermanos,
    Utilizo lenguaje humano,
adaptado a tu debilidad.
Habías puesto los miembros de tu cuerpo
al servicio de la impureza y el desorden,
lo que conduce al desorden;
De la misma manera, pónganlos ahora al servicio de la justicia,
que conduce a la santidad.
    Cuando erais esclavos del pecado,
Estabas libre de las exigencias de la justicia.
    ¿Qué cosechaste entonces?
¿Cometer actos de los que ahora te avergüenzas?
De hecho, estos actos tienen como resultado la muerte.
    Pero ahora que habéis sido liberados del pecado,
y que os habéis hecho siervos de Dios,
Cosechas lo que conduce a la santidad,
y esto resulta en vida eterna.
    Por la paga del pecado,
es la muerte;
pero el don gratuito de Dios,
es la vida eterna
en Cristo Jesús nuestro Señor.
– Palabra del Señor.
La libertad paradójica: hacerse esclavo de Dios para vivir plenamente.
Entendiendo el llamado de San Pablo a elegir a nuestro verdadero maestro para acceder a la santidad y a la vida eterna
En su carta a los Romanos, San Pablo nos confronta con una paradoja desconcertante: la verdadera libertad se alcanza al convertirse en "esclavo de Dios". Esta afirmación, que choca con nuestras concepciones modernas de autonomía e independencia, revela, sin embargo, una verdad esencial sobre la condición humana y el camino hacia la vida eterna. Dirigido a quienes buscan el auténtico sentido de su libertad, este artículo explora cómo la esclavitud a Dios resulta ser la forma más alta de liberación, transformando radicalmente nuestra relación con el pecado, la santidad y nuestra vocación última.
Primera parte: El contexto de la carta de Pablo y el uso del lenguaje de la esclavitud en la antigüedad romana.
Segunda parte: Análisis de la paradoja central: cómo la esclavitud se convierte en libertad.
Parte tres: Las tres dimensiones de esta transformación: el paso del desorden a la santidad, de la vergüenza a la dignidad, de la muerte a la vida eterna.
Parte cuatro: Ecos de esta doctrina en la tradición y espiritualidad cristiana.

Contexto
El extracto de Romanos 6:19-23 forma parte de la principal sección doctrinal de la carta de Pablo a las comunidades cristianas de Roma alrededor del año 57-58. Esta epístola, considerada el testamento teológico del apóstol, aborda la cuestión fundamental de la justificación por la fe y sus implicaciones para la vida cristiana. Pablo escribe a una comunidad que no fundó, compuesta por cristianos judíos y gentiles, buscando establecer una enseñanza sólida sobre la salvación.
El capítulo 6 constituye una unidad teológica dedicada al bautismo y a la nueva vida que inaugura. Pablo acaba de explicar que el bautismo une al cristiano con la muerte y resurrección de Cristo. A continuación, responde a una posible objeción: si la gracia abunda donde abunda el pecado, ¿por qué no seguir pecando? El apóstol rechaza categóricamente esta lógica. La libertad cristiana no es una licencia para el mal, sino una liberación del poder tiránico del pecado.
En el mundo grecorromano del siglo I, la esclavitud era una realidad cotidiana y generalizada. Aproximadamente un tercio de la población del Imperio romano estaba compuesta por esclavos. Pablo, ciudadano romano libre, utiliza esta imagen familiar para sus contemporáneos, aunque reconoce explícitamente que está usando «un lenguaje humano, adaptado a vuestra debilidad». Esta precaución retórica demuestra que Pablo es consciente de las limitaciones de la metáfora: Dios no es un amo despótico, y el servicio divino trasciende infinitamente la servidumbre humana.
El pasaje se estructura en torno a una oposición binaria: esclavitud al pecado versus esclavitud a Dios, con sus respectivas consecuencias. Pablo usa el vocabulario de la retribución («cosecha», «salario», «don») para describir los resultados de estas dos servidumbres. La imagen agrícola de la cosecha sugiere una lógica implacable de causa y efecto: cosechamos lo que sembramos.
La expresión «poner los miembros del propio cuerpo al servicio» evoca una entrega total de uno mismo. En la antropología paulina, el «cuerpo» no se opone al alma, sino que designa a la persona entera en su dimensión concreta, relacional e histórica. Poner el cuerpo al servicio significa orientar toda la existencia, todas las facultades, hacia un fin específico.
El texto culmina con una fórmula lapidaria y memorable: «Porque la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro». Esta antítesis final concentra toda la enseñanza: por un lado, el pecado paga un salario merecido: la muerte; por otro, Dios ofrece gratuitamente: la vida eterna. La asimetría es significativa: el pecado paga según la justicia (un salario), mientras que Dios da según su generosidad (un don gratuito).

Análisis
La idea rectora de este pasaje paulino reside en la demostración de una verdad antropológica fundamental: Los seres humanos no pueden existir sin pertenencia, sin lealtad a un amo.La cuestión no es si seremos esclavos o libres en términos absolutos, sino a qué amo elegiremos servir. Esta tesis revoluciona nuestras representaciones contemporáneas de la libertad como pura autonomía, como la ausencia de restricciones o compromisos.
Pablo estructura su argumento en torno a una aparente paradoja: quien se declara libre del servicio a Dios sigue siendo, en realidad, esclavo del pecado. En cambio, quien se reconoce esclavo de Dios alcanza la verdadera libertad. Esta paradoja no es un juego retórico, sino la expresión de una profunda dinámica espiritual. El apóstol revela que la neutralidad no existe en el orden moral y espiritual: no elegir a Dios significa automáticamente servir a las fuerzas del desorden y la muerte.
El poder de este análisis reside en que expone la ilusión de la libertad absoluta. Cuando los romanos se creían «libres de las exigencias de la justicia», en realidad estaban completamente esclavizados por el pecado. Esta falsa libertad solo produce actos «de los que ahora te avergüenzas». La vergüenza, aquí, no es principalmente un sentimiento psicológico, sino el reconocimiento lúcido de la alienación, del despojo de uno mismo. El pecado no libera; destruye la integridad de la persona y la conduce a la muerte.
Por el contrario, la esclavitud a Dios se revela como el camino hacia la santidad y la vida eterna. Esta santidad (en griego hagiasmos) designa menos un estado de perfección moral que un proceso de consagración, de apartamiento para Dios. Ser santo es pertenecer a Dios, configurarse con su naturaleza, participar en su vida. La esclavitud divina, por lo tanto, no es una disminución, sino una elevación; no es una mutilación, sino un logro.
El alcance existencial de esta doctrina es considerable. Nos invita a examinar nuestros verdaderos apegos, a identificar qué rige realmente nuestras decisiones. ¿Qué guía concretamente nuestras vidas? ¿Las pasiones desordenadas, la búsqueda del placer inmediato, el afán de poder o reconocimiento? ¿O es la voluntad de Dios, su llamado a la santidad, su plan de vida eterna para nosotros? Pablo nos presenta una alternativa radical.
Teológicamente, este texto ilumina la naturaleza de la salvación cristiana. La salvación no es una huida del mundo ni una mera mejora moral. Es una transferencia de pertenencia, un cambio de señorío. Mediante el bautismo, el cristiano muere al antiguo régimen de pecado y nace a una nueva vida bajo el señorío de Cristo. Este nuevo nacimiento implica una reconfiguración total de la existencia.
La asimetría final entre el "salario" y el "don gratuito" revela la abismal diferencia entre ambos regímenes. El pecado paga lo que uno merece: la muerte, consecuencia natural de la separación de la Fuente de la vida. Dios, en cambio, da infinitamente más allá de todo mérito: la vida eterna, la participación en su propia vida divina. Esta gratuidad del don divino es el fundamento de la gratitud cristiana y dinamiza el impulso hacia la santidad.
Del desorden a la santidad: transformación radical
La primera dimensión de este pasaje se refiere a la transformación radical de las orientaciones de vida. Pablo contrasta la «impureza y el desorden» con la «rectitud» y la «santidad». Esta oposición estructura toda la antropología cristiana y merece un análisis exhaustivo.
Impureza (acatharsia) en el vocabulario paulino no se limita a los pecados sexuales, aunque los incluye. Más bien, designa un estado general de impureza moral y espiritual, una contaminación que afecta a toda la persona. Esta impureza proviene del hecho de que el hombre, separado de Dios, se deja dominar por sus impulsos desordenados. Sin una orientación hacia Dios, los deseos humanos se vacían, se extravían y se vuelven tiránicos.
El "desorden" (anomia, literalmente "sin ley") evoca un estado de anarquía interna y externa. Lejos de Dios y su ley, el hombre se desorienta, ya no sabe distinguir el bien del mal y multiplica las transgresiones. Este desorden no es creativo, sino destructivo; no libera, sino que aliena. Pablo enfatiza que este desorden "conduce al desorden", en una espiral descendente. El pecado engendra pecado, la transgresión engendra transgresión. El hombre que se entrega al desorden se hunde gradualmente en el caos.
A este estado se opone el servicio de la justicia. Justicia (dikaiosunè) en la Biblia no designa principalmente la virtud que otorga a cada persona lo que le corresponde, sino la conformidad con la voluntad de Dios, la adaptación a su plan. Ser justo es ser recto ante Dios, andar según sus caminos. Poner los miembros del propio cuerpo al servicio de la justicia es, por tanto, orientar toda la existencia hacia la realización del plan divino para la humanidad.
Esta justicia conduce a la santidad. Santidad (hagiasmos) representa tanto un proceso como un resultado. Es el proceso de santificación mediante el cual Dios transforma progresivamente al creyente, lo configura con Cristo y lo llena de su Espíritu. Es también el estado de quien pertenece a Dios, quien está consagrado a su servicio, apartado para cumplir su misión. La santidad no es principalmente cuestión de un esfuerzo moral heroico, sino de docilidad a la acción transformadora de Dios.
Esta transformación no es mágica ni instantánea. Pablo usa el imperativo: «Pongan los miembros de su cuerpo al servicio de la justicia». La cooperación humana es necesaria. El bautismo inicia un proceso que el cristiano debe actualizar diariamente mediante sus decisiones concretas. Cada decisión, cada acción, cada pensamiento puede orientarse hacia la justicia o hacia el desorden. La vida cristiana es una lucha espiritual constante por mantener y profundizar esta orientación fundamental hacia Dios.
Las implicaciones prácticas son inmensas. En una cultura contemporánea que valora la espontaneidad, la autenticidad definida como la expresión pura de todos los deseos, Pablo nos recuerda que existen deseos ordenados y deseos desordenados. No todos los deseos son igualmente legítimos. Algunos conducen a la vida, otros a la muerte. El discernimiento espiritual consiste precisamente en distinguir estas orientaciones y elegir deliberadamente el camino de la santidad, incluso cuando contradice las exigencias del mundo.
De la vergüenza a la dignidad: restaurar la identidad
La segunda dimensión del texto se refiere a la cuestión de la identidad y la dignidad humana. Pablo plantea una pregunta retórica mordaz: "¿Qué provecho obtuvieron, pues, cometiendo actos de los cuales ahora se avergüenzan?". Esta pregunta resalta la relación entre el pecado y la vergüenza.
La vergüenza de la que habla Pablo no es la culpa mórbida ni los escrúpulos excesivos que la psicología moderna denuncia con razón. Es una vergüenza sana y lúcida, que reconoce objetivamente la indignidad de ciertos actos. Esta vergüenza, paradójicamente, da testimonio de la persistencia de la conciencia moral incluso en quienes han pecado. Avergonzarse de las acciones pasadas significa que se ha conservado la capacidad de percibir el bien y el mal, que no se está completamente cegado por el pecado.
Pablo sugiere que esta vergüenza revela, en retrospectiva, la indignidad de la esclavitud del pecado. En aquel momento, los actos cometidos pudieron parecer atractivos, gratificantes y liberadores. Pero en retrospectiva, la mirada purificada por la conversión nos permite ver su verdadera naturaleza: fueron actos de esclavitud, comportamientos indignos de la vocación humana. La vergüenza sana es, por tanto, un instrumento de verdad que nos ayuda a desprendernos definitivamente de la antigua forma de vida.
Esta vergüenza contrasta con la nueva dignidad del cristiano «esclavo de Dios». Este título, lejos de ser degradante, es en realidad el más noble que existe. En el Antiguo Testamento, las figuras más importantes (Moisés, David, los profetas) son honradas con el título de «siervos de Dios». Jesús mismo toma la forma de esclavo mediante su encarnación (Fil 2,7). Ser esclavo de Dios es participar en la misión misma de Cristo, estar asociado a la obra divina en la historia.
Esta nueva identidad confiere una dignidad inalienable. El cristiano ya no se define por sus faltas, fracasos ni debilidades pasadas. Se define por su pertenencia a Dios, por su participación en el cuerpo de Cristo, por su vocación a la santidad. Esta redefinición de la identidad conlleva una profunda liberación psicológica y espiritual. El pasado vergonzoso ya no determina el futuro; un nuevo comienzo es posible.
Pablo evoca este paso de la vergüenza a la dignidad con la palabra «ahora». Este término temporal marca la ruptura decisiva introducida por el bautismo. Hay un antes y un después. El antes se caracteriza por la esclavitud del pecado y la vergüenza. El ahora se caracteriza por la libertad de un hijo de Dios y la dignidad de un siervo del Altísimo. Esta dimensión temporal de la conversión es esencial: la salvación no es solo una promesa futura, sino una realidad ya inaugurada.
Esta restauración de la dignidad tiene repercusiones concretas en la autoestima y las relaciones sociales. Los cristianos ya no se definen por su desempeño, sus éxitos, su estatus social ni sus posesiones. Su valor reside en un fundamento inquebrantable: el amor gratuito de Dios manifestado en Cristo. Esta nueva base de identidad nos libera de la competencia ansiosa, la búsqueda desesperada de reconocimiento y las comparaciones destructivas. Nos permite aceptar con serenidad nuestras limitaciones y abrirnos a la transformación progresiva que trae la gracia.
En un mundo marcado por la crisis de identidad, la fragmentación del yo y la incertidumbre sobre el sentido de la existencia, el mensaje paulino ofrece un ancla sólida. La identidad cristiana no fluctúa según las circunstancias, las emociones ni las opiniones ajenas. Se basa en la fidelidad inquebrantable de Dios, que llama a cada persona por su nombre y le confía una misión única. Esta estabilidad de identidad nos permite afrontar las pruebas, los fracasos y las crisis sin perder nuestra orientación fundamental.

De la muerte a la vida eterna: el sentido último de la existencia
La tercera dimensión esencial del texto se refiere al propósito último de la existencia humana. Pablo presenta dos destinos opuestos: la muerte y la vida eterna. Esta oposición estructura toda la teología paulina y da sentido a todo el argumento.
La muerte de la que habla Pablo no es simplemente el cese biológico de la vida terrenal. Es una realidad espiritual: la separación definitiva de Dios, fuente de toda vida. El pecado "paga" esta muerte como un pago lógico e inevitable. Hay una coherencia implacable: quien se separa de la fuente de la vida solo puede morir. Esta muerte se presenta como el "pago" (opsonión), término que se refería a la paga de los soldados romanos. El pecado recompensa exactamente lo que uno merece, según la justicia estricta. Sin sorpresas ni engaños: se cosecha lo que se siembra.
Esta muerte comienza ahora, incluso antes del fin de la vida biológica. El pecador que persiste en su rechazo a Dios ya experimenta una forma de muerte espiritual: vacío interior, falta de sentido, incapacidad de amar auténticamente, egocentrismo. Las «obras de las que ahora te avergüenzas» llevaban en sí las semillas de la muerte, destruyendo gradualmente la capacidad de vivir auténticamente. Pablo sugiere así que la muerte eterna es el resultado lógico de un proceso que comenzó aquí abajo.
Esta lógica mortal se opone radicalmente al don gratuito de Dios: la vida eterna en Cristo Jesús. La expresión "vida eterna" (zôè aiônios) no designa principalmente una duración infinita, sino una cualidad de vida, la vida misma de Dios. Es participación en la existencia divina, entrada en la comunión trinitaria, la plenitud del ser y del amor que caracteriza a Dios mismo.
Es crucial la precisión "en Cristo Jesús, nuestro Señor". La vida eterna no es una recompensa externa, un premio otorgado por la buena conducta. Es vida en Cristo, comunión con él, participación en su misterio pascual. Porque Cristo venció la muerte mediante su resurrección, podemos entrar en esta vida eterna. Es mediante nuestra unión bautismal con Cristo que accedemos a esta realidad.
El contraste entre "salario" y "regalo gratuito" (carisma) es fundamental. El pecado opera según una lógica de mérito: uno se gana la muerte. Dios opera según una lógica de gracia: ofrece la vida libremente. Esta asimetría revela la naturaleza misma de Dios como amor gratuito, generosidad sobreabundante. La vida eterna no se puede merecer, ganar ni conquistar con nuestros esfuerzos. Solo se puede recibir con gratitud como un don puro.
Esta perspectiva sobre el propósito último transforma radicalmente el sentido de la existencia presente. La vida ya no es una serie de sucesos aleatorios sin rumbo ni sentido. Es una peregrinación hacia la plenitud de la vida eterna, un tiempo de maduración donde se decide el rumbo fundamental de nuestra libertad. Cada día, cada decisión, cada acción, contribuye a orientarnos hacia la vida o hacia la muerte.
Pablo establece así una teología de la historia personal. La existencia humana se despliega a lo largo del tiempo hacia un fin último. Este fin no se impone arbitrariamente desde fuera, sino que resulta orgánicamente de las decisiones libres de la persona. Dios respeta infinitamente nuestra libertad, incluso cuando se aleja de él. Pero constantemente ofrece su gracia para guiarnos hacia la vida. La tensión entre la libertad humana y la gracia divina encuentra su expresión aquí: Dios desea nuestra vida eterna y lo da todo para hacerla posible, pero nunca la fuerza.
Las implicaciones prácticas de esta visión escatológica son inmensas. Si la vida eterna es el verdadero objetivo de la existencia, entonces las realidades temporales deben relativizarse sin despreciarse. Los bienes materiales, el éxito social y el placer sensorial no son buenos ni malos en sí mismos, sino que deben ordenarse hacia un fin último. Se vuelven destructivos cuando se absolutizan, cuando se buscan como fines en sí mismos. Se vuelven beneficiosos cuando se reciben como medios al servicio de la vida eterna.
Tradición
La doctrina paulina de la libertad como esclavitud de Dios ha marcado profundamente la tradición cristiana y encuentra numerosos ecos en la patrística, la teología medieval y la espiritualidad.
San Agustín, en su Confesiones, desarrolla extensamente este tema de la esclavitud paradójica. Describe su propia experiencia de falsa libertad antes de su conversión: «Creía ser libre al no servirte, pero solo era esclavo de mis pasiones». El obispo de Hipona muestra cómo la voluntad humana, alejada de Dios, está dividida contra sí misma, incapaz de realizar el bien que desea. Solo mediante la gracia liberadora la voluntad recupera su unidad y verdadera libertad. Para Agustín, la libertad cristiana es... mayores libertades ", la libertad superior que no consiste en poder pecar, sino en no poder pecar más por amor a Dios.
Tomás de Aquino, en el Suma TeológicaArticula filosóficamente esta intuición paulina. Distingue entre la libertad de la indiferencia (poder elegir entre el bien y el mal) y la libertad de la cualidad (estar establecido en el bien). La primera es imperfecta, porque implica la posibilidad de caer. La segunda es perfecta, porque realiza plenamente la naturaleza racional creada para el bien. Servir a Dios es acceder a esta libertad superior donde la voluntad humana se une armoniosamente con la voluntad divina, encontrando en esta unión su plenitud natural y sobrenatural.
La tradición monástica ha hecho suyo el concepto de "siervo de Dios" (Servus Dei) un título de honor. San Benito, en su GobernantePresenta la vida monástica como una «escuela del servicio del Señor». Los monjes se comprometen mediante votos a una obediencia total que, lejos de restringir su libertad, la libera de la esclavitud de las pasiones e ilusiones del mundo. Esta obediencia monástica concreta la esclavitud paulina de Dios.
La espiritualidad ignaciana retoma este tema en el ejercicios espiritualesSan Ignacio de Loyola ofrece una meditación sobre las "Dos Banderas", donde Cristo y Satanás se enfrentan, cada uno llamando a su servicio. El "Principio y Fundamento" establece que el hombre fue creado para servir a Dios, y que todas las criaturas deben ser utilizadas en la medida en que contribuyan a este fin. La noción ignaciana de "indiferencia" se asemeja paradójicamente a la esclavitud paulina: estar tan apegado a Dios que uno se libera de todo lo demás.
Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, doctores místicos de la Iglesia, describen la unión transformadora con Dios como una liberación total de uno mismo que, paradójicamente, realiza plenamente a la persona. Juan de la Cruz escribe: «Para llegar a ser todo, desea ser nada». Esta lógica kenótica evoca la enseñanza paulina: es vaciándose, haciéndose esclavo de Dios, como se alcanza la plenitud.
La liturgia cristiana celebra constantemente esta dialéctica de libertad y servicio. En la Plegaria Eucarística, el sacerdote dice: «Servir a Dios es reinar». Esta fórmula condensada expresa la convicción de que el servicio divino confiere la verdadera realeza, la que asocia al cristiano con el señorío de Cristo. Los bautizados son «linaje escogido, sacerdocio real, nación santa», precisamente porque son siervos de Dios.
EL Catecismo de la Iglesia Católica Enseña que «la libertad alcanza su perfección cuando se ordena a Dios, nuestra bienaventuranza» (CIC 1731). Especifica que «cuanto más bien se hace, más libre se llega a ser» (CIC 1733). Estas formulaciones retoman la intuición paulina: la auténtica libertad no consiste en hacer lo que se quiere, sino en querer el verdadero bien, es decir, en unirse a la voluntad divina.
Meditaciones
Para encarnar concretamente este mensaje en la vida diaria, he aquí un viaje espiritual en siete pasos:
1. Examen lúcido de las formas actuales de esclavitud: Tómate un momento de silencio para identificar honestamente qué es lo que realmente gobierna mi vida. ¿A qué "ídolos" modernos sacrifico mi tiempo, mi energía y mis recursos? ¿El dinero, la mirada de los demás, las redes sociales, los placeres inmediatos?
2. Reconocimiento de la falsa libertad: Meditar sobre los momentos en que creí ser libre al seguir mis deseos desordenados y ver los amargos frutos de estas decisiones. Acoger la vergüenza sana como la luz de la verdad.
3. Acto de confianza en Dios: Cada mañana, formula explícitamente una oración de ofrenda: «Señor, pongo mi día en tus manos. Que todas mis acciones estén al servicio de tu justicia y tu santidad».
4. Decisiones de orientación concretas: Identificar un hábito o comportamiento específico que me mantiene atado al pecado y tomar la firme decisión de ponerlo al servicio de Dios. Por ejemplo, transformar el tiempo frente a la pantalla en lectura espiritual o servicio a los demás.
5. Asistencia a los sacramentos: Reciba regularmente el sacramento de la reconciliación para ser purificado de la esclavitud del pecado y la Eucaristía para fortalecerse en el servicio a Dios. Estos sacramentos actualizan la gracia del bautismo.
6. Meditación sobre la vida eterna: Dedica diez minutos al día a contemplar la promesa de la vida eterna. Lee despacio Romanos 6:23: «Este es el don de Dios: la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro». Deja que esta palabra penetre en tu corazón.
7. Compromiso con el servicio concreto: Elegir una obra de caridad, un humilde acto de servicio a un ser querido, un acto de solidaridad. Comprender que servir a los demás con caridad es servir a Dios mismo y experimentar la verdadera libertad.
Este camino no debe vivirse como una ley nueva y vinculante, sino como un camino de libertad progresiva. La gracia de Dios precede, acompaña y completa todos nuestros esfuerzos. Lo importante es mantener la dirección fundamental: poner nuestras vidas cada día más al servicio de Dios.

Conclusión
El mensaje de San Pablo en Romanos 6:19-23 tiene un inmenso poder transformador para nuestro tiempo. En una sociedad obsesionada con la autonomía individual, con la libertad concebida como la ausencia de restricciones, el apóstol nos recuerda una verdad inquietante pero liberadora: los seres humanos no pueden existir sin pertenencia. La única pregunta es: ¿a quién pertenecemos?
La esclavitud a Dios, lejos de ser alienación, se revela como el logro más alto de nuestra humanidad. Al ponernos al servicio de la justicia y la santidad, no nos disminuimos, sino que nos realizamos. Al renunciar a la falsa libertad del pecado, alcanzamos la verdadera libertad de los hijos de Dios. Al aceptar morir a nosotros mismos, nacemos a la vida eterna.
Esta doctrina paulina exige una verdadera revolución interior. Nos invita a invertir radicalmente nuestras prioridades, a invertir nuestra escala de valores. Lo que parecía importante (placeres inmediatos, comodidad, éxito mundano) pierde su atractivo cuando contemplamos el don gratuito de la vida eterna. Lo que parecía restrictivo (obediencia a Dios, observancia de los mandamientos, servicio al prójimo) resulta ser el camino hacia la auténtica alegría.
El llamado de Pablo resuena hoy con particular urgencia. Nuestros contemporáneos experimentan masivamente los amargos frutos de la esclavitud del pecado: adicciones de todo tipo, vacío existencial, relaciones rotas, una búsqueda desesperada de sentido. El mensaje cristiano no es una moral represiva, sino una oferta de liberación. Dios se acerca y nos propone: «Ven, conviértete en mi siervo, y descubrirás quién eres realmente».
Todos están invitados a dar el paso, a experimentar esta conversión fundamental. No mediante un esfuerzo heroico y voluntario, sino mediante un acto de humilde confianza en la gracia divina. Dios ya ha realizado lo esencial a través de Cristo. Solo necesitamos aceptar este don gratuito, liberarnos de nuestras cadenas y dejarnos transformar por su amor. El bautismo inauguró esta liberación; la vida diaria debe actualizarla continuamente.
Que todos escuchen el llamado de Pablo y respondan con generosidad: «Ahora, liberados del pecado, conviértanse en siervos de Dios, cosechen lo que conduce a la santidad, y esto tendrá como resultado la vida eterna».
Práctico
- Medita diariamente en Romanos 6:23 permitiendo que el contraste entre salario y don gratuito penetre en el corazón y renueve la gratitud a Dios.
 - Identificar una esclavitud concreta al pecado (ira, calumnia, pereza, codicia) y tomar la firme decisión de convertirse con la ayuda de la gracia sacramental.
 - Ofrece tu día a Dios cada mañana con una breve pero sincera oración, pidiendo que todas las acciones se dirijan a su gloria.
 - Asistir regularmente al sacramento de la reconciliación (idealmente mensual) para mantener viva la conciencia de la liberación bautismal y el progreso en la santidad.
 - Leer y meditar sobre las grandes figuras de siervos de Dios (Moisés, María, los santos) para inspirarse en su libertad en la obediencia amorosa.
 - Dedicar tiempo al servicio concreto a los demás (visitar a los enfermos, sostener a los pobres, escuchar a los afligidos) para experimentar la alegría del servicio divino.
 - Cultivar una visión escatológica de la existencia recordando regularmente que la vida eterna es el verdadero fin y que las realidades temporales deben ordenarse a este fin.
 
Referencias
- La Biblia de Jerusalén, edición completa, Cerf, 2000. Para el texto de Romanos 6, 19-23 y su contexto en el conjunto de la epístola paulina.
 - San Agustín, ConfesionesLibros VII-VIII, traducción de Pierre de Labriolle, Les Belles Lettres. Sobre la experiencia personal de liberación del pecado y el acceso a la verdadera libertad.
 - Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, preguntas 1-5 (en el último extremo) y preguntas 6-21 (sobre la libertad humana). Para la síntesis filosófica y teológica de la libertad cristiana.
 - San Ignacio de Loyola, ejercicios espirituales, en particular el Principio y Fundamento y la meditación de los Dos Estándares. Sobre la elección del maestro al que servir.
 - Catecismo de la Iglesia Católica, párrafos 1730-1748 (sobre la libertad humana) y 1987-2005 (sobre la justificación). Para la enseñanza oficial sobre estas cuestiones.
 - Romano Penna, Carta a los Romanos, Comentario Bíblico del Nuevo Testamento, Cerf, 2015. Para una exégesis en profundidad del contexto histórico y teológico.
 - Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret, volumen 1Capítulo sobre la libertad. Para una reflexión contemporánea sobre la verdadera naturaleza de la libertad cristiana.
 - Charles Journet, La Iglesia del Verbo Encarnado, volumen 2Sobre la gracia y la libertad. Para una teología sistemática de la interacción entre la gracia divina y la libertad humana en el orden de la salvación.
 


