Evangelio de Jesucristo según san Mateo
En ese tiempo,
Los fariseos,
Al enterarse de que Jesús había silenciado a los saduceos,
se reunieron,
Y uno de ellos, un abogado, le hizo una pregunta a Jesús.
para ponerlo a prueba:
«Profesor, en Derecho,
¿Cuál es el gran mandamiento?»
Jesús le respondió:
«"« Amarás al Señor tu Dios
Con todo tu corazón,
con toda tu alma y toda tu mente.
Este es el gran mandamiento, el primero.
Y el segundo es similar:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Toda la Ley se basa en estos dos mandamientos.,
así como los profetas.»
– Aclamamos la Palabra de Dios.
Amar plenamente: cuando el doble mandamiento se convierte en un estilo de vida.
Cómo experimentar el amor de Dios y del prójimo como un único aliento espiritual transformador.
En el corazón del Evangelio, unas pocas palabras resumen toda la Ley y los Profetas: amar a Dios con todo el ser y al prójimo como a uno mismo. Jesús no contrapone dos deberes: revela una unidad esencial entre la fuente del amor y su manifestación. La verdad de toda vida espiritual y humana reside en esta conexión. Este artículo se dirige a quienes buscan unir oración y acción, fe y relación, contemplación y responsabilidad.
- El contexto del Evangelio: la sabiduría de Jesús al enfrentarse a la Ley.
- El análisis del doble mandamiento: la unidad del amor vertical y horizontal.
- Los ejes del despliegue: corazón, alma, mente – y el siguiente.
- Aplicaciones prácticas: vida interior, familias, comunidades.
- Una tradición milenaria: desde los Salmos hasta los santos contemporáneos.
- Sugerencias para la práctica y la oración final: amar en acción.
Contexto
El pasaje del Evangelio de Mateo (22:34-40) se desarrolla en un clima de controversia. Jesús acaba de responder a los saduceos que dudaban de la resurrección; ahora los fariseos, devotos de la Ley, intentan tenderle una trampa. Su pregunta parece inocua: «¿Cuál es el mandamiento más importante?». Pero en el judaísmo del siglo I, la Ley contenía 613 preceptos. Elegir uno suponía el riesgo de reducir el conjunto. La respuesta de Jesús es decisiva, no por exclusión, sino por cumplimiento: no rechaza nada, establece una jerarquía a la vez que lo unifica todo.
Jesús cita Deuteronomio (6:5): «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente». El amor a Dios se vuelve omnipresente: corazón: emociones y voluntad; alma: la fuerza vital; mente: el intelecto abierto a la verdad divina. Luego añade: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19:18). Al vincular ambos versículos, no solo yuxtapone dos amores, sino que muestra su reciprocidad. Uno fluye del otro, como la llama de una misma vela.
Este pasaje constituye la esencia del mensaje evangélico: resume la Ley y los Profetas, es decir, toda la pedagogía divina desde Moisés hasta Jesús. Este resumen no es una simplificación moral, sino una condensación teológica. El amor se convierte en el eje estructurador de la Revelación; es a la vez el mandamiento y la respuesta, la fuente y la meta.
El Aleluya del Salmo 24, incluido en la liturgia de hoy («Muéstrame tus caminos, oh Dios; guíame en tu verdad»), ilumina todo. Amar a Dios es caminar en sus caminos; amar al prójimo es alinearse con su verdad. La Palabra y la Vida son una: quien camina en el amor descubre la verdad, y quien busca la verdad aprende a amar.
Así pues, el texto no enuncia una directiva distante; ofrece una pedagogía de transformación interior. El doble mandamiento, tomado en serio, redefine nuestras prioridades, destruye la separación entre lo sagrado y lo cotidiano, y convierte cada encuentro en un lugar de revelación.
Unidad del amor vertical y horizontal
A primera vista, dos amores: uno dirigido a Dios, fuente invisible de todo bien; el otro al prójimo, imagen visible de Dios. Jesús los une tan íntimamente que separarlos equivale a negar la realidad misma del amor. Amar a Dios sin amar a la humanidad conduce a la ilusión espiritual; amar a la humanidad sin tener en cuenta a Dios se convierte en un humanismo vacío.
Esta unidad no es simétrica: el primer amor es el fundamento del segundo. El amor a Dios nutre y purifica el amor al prójimo, que se convierte en su signo y confirmación. La relación vertical nutre la horizontal. Podría decirse: el primero es la raíz, el segundo la flor; juntos, forman el árbol vivo del Reino.
El orden de las palabras en la respuesta de Jesús es importante: primero, «con todo tu corazón», luego «con toda tu alma» y, finalmente, «con toda tu mente». Es un movimiento de lo más íntimo a lo más consciente. El amor comienza en la profundidad del sentimiento (el corazón), se extiende al dinamismo vital (el alma) y culmina en la luz del pensamiento (la mente). Luego viene el llamado a amar a los demás «como a uno mismo»: no de forma idéntica, sino con la misma calidad de respeto y esperanza que Dios tiene para nosotros.
Así pues, el amor no es un sentimiento, sino un acto deliberado y estructurador. Presupone una conversión de perspectiva: ver en uno mismo y en los demás la imagen de Dios. La caridad se convierte en comprensión de la realidad. Por eso Jesús concluye: «De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas». En otras palabras, constituyen el fundamento de toda moral, toda sabiduría, toda justicia.
Este doble eje transforma la vida espiritual en una arquitectura coherente: la oración, la escucha, el servicio y la justicia ya no son compartimentos estancos, sino expresiones de un mismo amor total. Desde esta perspectiva, los cristianos ya no tienen que elegir entre interioridad y acción: están invitados a vivirlas en un flujo continuo y circular.
El mensaje de este versículo resume el humanismo evangélico: amar a Dios no implica huir del mundo, sino recorrerlo para difundir su luz. Amar al prójimo no implica relativizar a Dios, sino encontrarlo en cada rostro.
Amar con todo el corazón: la fuente de la vida
En la Biblia, el corazón no es simplemente la sede de las emociones. Es el centro de la persona, el lugar donde se forja la fidelidad. «Del corazón mana la vida» (Proverbios 4:23). Amar a Dios con todo el corazón significa comprometer la voluntad, los deseos y el valor para permanecer orientados hacia Él.
Este amor del corazón presupone una purificación gradual. Implica trascender los apegos fragmentados, los amores parciales y las lealtades divididas. Esta es la tarea de toda oración: permitir que Dios unifique lo que permanece disperso en nuestro interior. Desde esta perspectiva, la oración diaria se convierte en el sustento de la vida cristiana: no una evasión, sino un respiro interior que permite la renovación del amor.
Amar con todo el corazón también implica resistir el cinismo y el cansancio espiritual. Cuando la fe se enfría, el corazón se cierra; el primer enemigo del amor no es el odio, sino la indiferencia. Y amar a Dios es mantener un corazón vulnerable y abierto, receptivo a la gratitud.
En la práctica, esta dimensión se expresa recordando las bendiciones recibidas, dando gracias y mostrando gratitud a diario. El amor del corazón es atento: se manifiesta en la forma en que hablamos con los demás, en cómo cultivamos la oración y en los actos de bondad. Es este amor el que hace tangible la presencia de Dios, incluso en los momentos más difíciles.
Amar a Dios con todo el corazón no es, por lo tanto, una emoción pasajera, sino una decisión constante: la de permanecer conectados a la Fuente. Ahí reside la capacidad de amar al prójimo, ya no por interés propio ni por compasión, sino por el poder mismo que proviene de lo alto. El amor del corazón, convertido en canal de la caridad divina, se extiende entonces al mundo entero.
Amar con toda el alma y toda la mente
Amar con toda el alma es amar con aquello que nos da vida, con aquello que respira dentro de nosotros. El alma no es un fragmento separado del cuerpo: es su vida interior. Por eso, Jesús nos pide que todo nuestro dinamismo, nuestra energía, nuestros impulsos, nuestras luchas se dirijan hacia Dios. Amar con toda el alma es negarse a dividir la vida en áreas de interés, es dejar que la fe inspire todas nuestras actividades, incluso las más cotidianas.
En la tradición bíblica, el alma es a veces escenario de lucha. Allí experimentamos deseo y temor, alegría y cansancio. Amar a Dios con el alma es aceptar esta mezcla y ofrecerla. Dios no pide un amor perfecto, sino un amor verdadero: aquel que reconoce su propia fragilidad y se entrega a algo superior. Es en esta verdad donde se fortalece la relación.
Amar con toda la mente añade otra dimensión. Aquí, «mente» se refiere al pensamiento, la razón, la memoria: toda la parte consciente y reflexiva del ser humano. Con demasiada frecuencia, la fe y la inteligencia se separan: creer por un lado, reflexionar por el otro. Jesús, en cambio, nos invita a amar también con la mente: amar a Dios es querer comprenderlo más profundamente, buscar su verdad, estudiar su Palabra, acoger la luz de la razón.
En la vida cotidiana, este amor por la mente se manifiesta en la lectura, el aprendizaje y la búsqueda de la verdad. Quienes aman a Dios con su intelecto trascienden la pereza intelectual y la ideología. Se atreven a cuestionar sus certezas, a leer, escuchar, meditar, comparar y discernir. El amor se convierte entonces en lucidez. La fe no es ceguera; es una ampliación de la perspectiva.
Al unir el alma y el espíritu, Jesús establece una unidad coherente: el amor del corazón (voluntad y afecto), del alma (vitalidad y deseo) y del espíritu (inteligencia y discernimiento) forman un tríptico armonioso. Los cristianos no estamos llamados a menoscabar ninguno de estos aspectos, sino a unirlos. Dios desea ser amado en la totalidad de nuestro ser; no solo a través de la oración, sino también mediante el estudio, el trabajo, la creatividad y nuestra manera de comprender el mundo.
Ama a tu prójimo como a ti mismo.
El segundo mandamiento es similar al primero. Jesús no añade ningún añadido moral; muestra la extensión natural del primer amor. Amar a Dios conduce necesariamente a amar su imagen en cada ser humano. De hecho, no existe el amor a Dios sin amor al prójimo. Y, a la inversa, el amor al prójimo sin la luz divina se agota.
Amar al prójimo como a uno mismo implica, ante todo, reconocer la dignidad que hemos recibido. Este mandamiento presupone que es posible un amor propio sano y equilibrado. Odiarse o despreciarse a uno mismo contradice la palabra de Dios: quienes saben que son amados aprenden a amarse con justicia, sin orgullo ni desprecio. Este respeto propio se convierte entonces en el fundamento del respeto hacia los demás.
Amar como a uno mismo implica cierta bondad: lo que deseo para mí, lo deseo también para mi hermano. Esto presupone escuchar, estar atento y rechazar la indiferencia. Nuestro prójimo no es solo alguien cercano o similar, sino toda persona que la vida pone en nuestro camino. Jesús, en la parábola del Buen Samaritano, nos da la clave: nuestro prójimo no es alguien que se parece a nosotros, sino alguien que se acerca a nosotros.
Este amor no es principalmente un sentimiento, sino una decisión. Muchas relaciones humanas oscilan entre la simpatía y el hastío; el amor evangélico va más allá: elige ver en el otro una promesa en lugar de una amenaza. Es ahí, en la fidelidad de las acciones cotidianas, donde se mide la calidad de la fe.
En la sociedad contemporánea, saturada de ostentación y distanciamiento, este mandamiento ha recobrado una relevancia crucial: amar a pesar de las divisiones, las opiniones, las injusticias y los malentendidos. El amor se convierte entonces en resistencia espiritual, un acto de libertad. No niega la verdad ni los desacuerdos; los trasciende mediante la fraternidad.
Amar al prójimo como a uno mismo es, por lo tanto, participar de la reciprocidad del Reino: recibo del otro tanto como doy. El prójimo no es un objeto de bondad, sino un sujeto de encuentro. En él, Dios me habla de una manera diferente. Desde entonces, el doble mandamiento se convierte en un solo aliento: amar a Dios en cada rostro humano.

Aplicaciones prácticas
Este doble mandamiento florece en varias esferas de la vida: personal, familiar, comunitaria y social.
En la vida interior, Nos invita a la reconciliación interior. Amar a Dios y al prójimo significa no vivir en contra de uno mismo. Significa aceptar las propias limitaciones como un lugar donde se puede encontrar la gracia. La oración diaria, el examen de conciencia y la gratitud nos permiten regenerar esta unidad.
En la familia, Esto se traduce en atención hacia aquellos con quienes compartimos nuestra vida diaria: paciencia, escucha y perdón concreto. La caridad más auténtica suele comenzar en torno a la mesa o en el tranquilo cansancio del atardecer. Es allí donde el amor de Dios se convierte en una realidad tangible.
En el trabajo y el compromiso social, El mandamiento exige justicia y servicio. Respetar a los demás, tratarlos con equidad y ser fiel a la palabra dada: todo esto forma parte del amor evangélico. La ética profesional, por lo tanto, se fundamenta en la espiritualidad: ya no es una obligación, sino una vocación.
En la vida comunitaria y eclesial, El amor se transforma en discernimiento. Amar al prójimo no implica aprobarlo todo, sino buscar la verdad y la santidad junto a él. Las tensiones, las diferencias y las heridas encuentran entonces su resolución en la oración y el diálogo.
Finalmente, en la ciudad, Este mandamiento arroja luz sobre la política y la cultura: en lugar de contraponer el interés individual al bien común, nos invita a concebir la sociedad como un lugar de alianza. El amor se convierte en una fuerza cívica. El cristiano no está al margen del mundo, sino en el centro de su lenta transformación.
resonancias tradicionales
Desde Deuteronomio y Levítico hasta las cartas de Juan y Pablo, la historia bíblica narra la unión del amor recibido y el amor dado. «Nosotros amamos porque Dios nos amó primero» (1 Juan 4:19). Esta frase resume la esencia de la salvación.
Agustín, en sus sermones, insistía: «Ama y haz lo que quieras». Esto no es una autorización para la anarquía, sino una regla de unidad: si el verdadero amor inspira el corazón, las acciones seguirán la luz. Tomás de Aquino, por su parte, ve en la caridad la forma de todas las virtudes: les da dirección. Sin ella, la fe y la esperanza se vuelven inertes.
En la tradición espiritual moderna, Teresa de Lisieux resume esta intuición: el amor lo es todo. Ella escribe: «En el corazón de la Iglesia, seré amor». No busca hazañas heroicas, sino fidelidad en los pequeños gestos. Cada sonrisa, cada acto de abnegación, cada servicio se convierte en un acto de amor. Así, el mandamiento se hace posible: no porque sea fácil, sino porque Dios lo vive en nosotros.
Finalmente, la liturgia extiende esta sabiduría. Cada misa resuena con estas palabras: «Ámense los unos a los otros como yo los he amado». El antiguo mandamiento se renueva en Cristo, pues se fundamenta en el modo en que él mismo amó: hasta el punto de entregarse por completo. La cruz se convierte en prueba de que el amor no es una teoría, sino una vida ofrecida.
Así, desde el Salmo 24 hasta el Evangelio, desde Moisés hasta Jesús, se escribe una línea continua: el amor es el movimiento mismo de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios. Es el aliento de la salvación.
Pista de meditación
Pasos cortos:
- Repasando su día buscando dónde se ha manifestado el amor, aunque sea fugazmente.
- Identificar un encuentro difícil y orar para reconocer en él un rostro que Dios nos confía.
- Reaviva el amor de Dios recitando el salmo: "Muéstrame tu camino, Señor".
- Tomar medidas concretas Al día siguiente: un mensaje de perdón, un discreto acto de servicio.
- Da las gracias al final del día. para la circulación del amor recibido y dado.
Esta sencilla meditación abre un camino hacia la coherencia. Transforma la oración en acción y la acción en oración. Poco a poco, la persona descubre que amar no es esfuerzo, sino receptividad; que el verdadero amor no impone, sino que se despliega.
Temas actuales
El doble mandamiento plantea profundas preguntas sobre nuestra época. ¿Cómo podemos amar cuando prevalecen el miedo o la desconfianza? ¿Cómo podemos conciliar la verdad y la bondad? ¿Cómo podemos evitar reducir el amor a mera tolerancia?
El desafío de la coherencia: El riesgo reside en fragmentar nuestro amor: amar a Dios en privado, a nuestro prójimo en teoría, pero vivir separados interiormente. El mandamiento exige una unificación paciente, fruto de conversiones diarias.
Desafío de distancia: En un mundo digital, el amor se expresa mal. Las pantallas eliminan la cercanía real. Sin embargo, amar al prójimo requiere presencia: voz, mirada, gestos. Redescubrir la conversación genuina se convierte en un acto espiritual.
Desafío a la justicia: Amar no significa negar las desigualdades ni las injusticias; significa amar con lucidez. La caridad cristiana exige responsabilidad: apoyar a los pobres, defender la verdad, construir la paz.
Desafío interno: Muchos dicen: «Ya no sé amar». El mandamiento se convierte entonces en una promesa: este don no depende de nuestra fuerza, sino de la gracia. Es la gracia la que restaura nuestra capacidad de dar y recibir.
Estos desafíos no invalidan el mandamiento; revelan su profundidad. Amar con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo, en 2025, sigue siendo revolucionario: es rechazar la indiferencia, creer que toda relación puede ser un lugar por donde Dios se manifiesta.
Oración
Caballero,
Tú que eres Amor por encima de todo,
Hagamos de nuestros corazones lugares de morada.
Enséñanos a amarte con todo nuestro ser:
que nuestro corazón arda sin consumirse,
que nuestra alma pueda respirar tu Aliento,
Que nuestro espíritu busque incansablemente tu luz.
Concédenos también amar a nuestro prójimo:
los seres queridos que nos confías,
desconocidos encontrados por casualidad,
Los pobres, los lejanos, los heridos por la vida.
Enséñanos a reconocer en cada rostro
Tu imagen y tu presencia oculta.
Líbranos del miedo a dar,
de indiferencia que se seca,
de la herida que aprisiona.
Que nuestros actos sean semillas de paz.,
y de nuestras palabras un eco de tu verdad.
Porque tú eres el camino y el destino,
La verdad que ilumina,
Amor que une.
Amén.
Conclusión
El doble mandamiento solo se comprende viviéndolo. Jesús no transmitió un concepto moral, sino que abrió un camino. Amar a Dios y al prójimo es unir el cielo y la tierra en uno mismo. Esta unidad da a la vida cristiana su ímpetu y coherencia.
En el ajetreo de la vida moderna, este texto se convierte en una brújula: nos devuelve al centro. Cada vez que el corazón se desvía, nos recuerda lo esencial: el amor es el criterio de la verdad. Cada vez que la fe se endurece, restaura la ternura. Cada vez que la caridad se enfría, reaviva la llama.
Vivir según este mandamiento es dejar que el amor se convierta en nuestro lenguaje común. Sin importar la posición, la cultura o el lugar, quien ama de verdad ya habla el lenguaje de Dios. Esta es la promesa más hermosa del Evangelio: el nuevo mundo comienza donde alguien elige amar.
Práctico
- Comienza el día con una breve oración de ofrenda: "Señor, hazme amar como tú amas".«
- Lee Mateo 22:34-40 con atención y medita en él en silencio durante tres minutos.
- Realiza un acto desinteresado cada día, invisible si es posible.
- Examina la noche en que el amor fluyó, la noche en que estuvo ausente, y ofrece ambas.
- Elige a una persona difícil y ora por ella durante toda una semana.
- Uniendo la oración y el servicio: toda oración encuentra su plenitud en un acto.
- Relee cada semana un pasaje de San Juan o de Teresa para alimentar tu fuerza interior.
Referencias
- Evangelio según Mateo 22:34-40.
- Deuteronomio 6:5 y Levítico 19:18.
- Salmo 24, 4-5 – Aleluya litúrgica.
- 1 Juan 4:19 – El amor se recibe antes de darlo.
- Agustín, Homilías sobre la Primera Epístola de Juan.
- Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q.23.
- Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos.
- Benedicto XVI, Deus Caritas Est.


