“Dios le dijo a Moisés: ‘YO SOY EL QUE SOY’. Así dirás a los hijos de Israel: ‘YO SOY me ha enviado a vosotros’” (Éxodo 3:13-20)

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Lectura del libro del Éxodo

En aquellos días,
Moisés había oído la voz del Señor
del arbusto.
    Él respondió a Dios:
“Iré, pues, a los hijos de Israel y les diré:
“El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros.”
Me preguntarán cuál es su nombre;
¿Qué les responderé?
    Dios le dijo a Moisés:
“Yo soy quien soy.
Así hablarás a los hijos de Israel:
“El que me envió a vosotros es YO SOY.”
    Dios le dijo nuevamente a Moisés:
“Así hablarás a los hijos de Israel:
“El que me envió a vosotros,
Es EL SEÑOR,
el Dios de tus padres,
el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob.”
Este es mi nombre para siempre,
Es por medio de él que me recordaréis de generación en generación.
    Ve, reúne a los ancianos de Israel. Diles:
“El Señor, el Dios de vuestros padres,
el Dios de Abraham, Isaac y Jacob,
se me apareció.
Él me dijo:
Te visité y así vi
Cómo te tratan en Egipto.
    Dije: te haré subir
de la miseria que te agobia en Egipto
a la tierra de los cananeos, de los hititas,
del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo,
la tierra que fluye leche y miel.”
    Ellos escucharán tu voz;
Entonces irás con los ancianos de Israel,
al rey de Egipto, y le dirás:
“El Señor, el Dios de los hebreos,
vino a buscarnos.
Y ahora vamos
en el desierto, tres días de caminata,
para ofrecer un sacrificio al Señor nuestro Dios.”
    Ahora sé que el rey de Egipto no te dejará ir.
Si no está obligado a ello.
    Extenderé, pues, mi mano,
Heriré a Egipto con toda clase de maravillas.
que yo realizaré en medio de ella.
Después de eso te permitirá irte."

            – Palabra del Señor.

“Yo Soy Quien Soy”: Descubriendo el Nombre que Transforma tu Relación con Dios

Éxodo 3,14 revela mucho más que un nombre misterioso: es la invitación a encontrar al Dios eternamente presente, libre y comprometido en tu historia personal.

Imaginemos a Moisés, descalzo ante una zarza ardiente que no se consume, atreviéndose a preguntarle a Dios su identidad. La respuesta que recibe —«Yo soy el que soy»— ha resonado durante más de tres milenios como una de las palabras más enigmáticas y poderosas de toda la Escritura. Este versículo de Éxodo 3:14 no revela simplemente un nombre divino entre otros: abre una ventana a la naturaleza misma de Dios, a su ser absoluto, a su presencia inalterable. Para cualquier creyente en busca de profundidad espiritual, para cualquiera que desee comprender quién es realmente el Dios de la Biblia, esta revelación constituye un tesoro teológico y existencial inagotable.

En este artículo, exploraremos primero el contexto histórico y espiritual de esta revelación en la zarza ardiente, antes de analizar la riqueza del nombre divino «Yo soy». A continuación, desarrollaremos tres dimensiones esenciales: la trascendencia absoluta de Dios, su presencia liberadora en la historia humana y su compromiso personal con cada persona. Forjaremos vínculos con la gran tradición espiritual cristiana y propondremos maneras concretas de hacer de esta revelación una fuente viva de transformación interior.

“Dios le dijo a Moisés: ‘YO SOY EL QUE SOY’. Así dirás a los hijos de Israel: ‘YO SOY me ha enviado a vosotros’” (Éxodo 3:13-20)

Contexto

El desierto de Madián y la zarza ardiente

El episodio de la zarza ardiente ocurre en un punto de inflexión decisivo en la historia de Israel. Moisés, quien había huido de Egipto cuarenta años antes tras matar a un capataz egipcio, ahora lleva una modesta existencia como pastor al servicio de su suegro Jetro, sacerdote de Madián. El texto nos lleva al monte Horeb, también conocido como el monte de Dios, en el Sinaí. Es allí, en la soledad del desierto, donde tiene lugar una de las teofanías más impactantes del Antiguo Testamento.

La historia de Éxodo 3 comienza con una escena misteriosa: una zarza arde sin consumirse. Esta imagen paradójica cautiva a Moisés y ya simboliza algo de la naturaleza divina: un poder que se manifiesta sin ser destruido, una presencia que actúa sin agotarse. Cuando Moisés se acerca, Dios lo llama por su nombre y le ordena que se quite las sandalias, pues el lugar es sagrado. La tierra ordinaria se convierte en espacio sagrado gracias a la presencia divina. Dios se presenta primero como «el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob», estableciendo así una continuidad con los patriarcas y la alianza ancestral.

Pero lo que está en juego en este encuentro va más allá de la simple confirmación de un linaje espiritual. Dios le revela a Moisés que ha visto la miseria de su pueblo en Egipto, que ha escuchado sus clamores bajo los golpes de sus opresores. Declara que ha descendido para liberar a Israel y guiarlo a una tierra que mana leche y miel. Moisés es entonces elegido como instrumento de esta liberación. Ante esta abrumadora misión, Moisés formula una pregunta natural pero de gran alcance: «He aquí, iré a los hijos de Israel y les diré: El Dios de sus padres me ha enviado a ustedes. Pero si me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé?».

La revelación del Nombre

Aquí es donde ocurre la revelación central. Dios responde a Moisés en hebreo: «Ehyeh Asher Ehyeh», tradicionalmente traducido como «Yo soy el que soy». Esta enigmática fórmula deriva del verbo hebreo «hayah», que significa «ser», «existir», «llegar a ser». La traducción clásica al español, «Yo soy el que soy», sugiere ser absoluto, autoexistencia y permanencia eterna. Otras traducciones ofrecen «Yo seré el que seré», enfatizando la dimensión dinámica y futura del nombre, o «Yo soy el que soy», expresando la autodeterminación divina.

Esta ambigüedad no es una debilidad del texto, sino su fortaleza. El nombre revelado resiste cualquier definición reductiva. Dios añade: «Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me ha enviado a vosotros». Luego continúa: «El Señor, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre, este es mi memorial por todas las generaciones». El tetragrámaton YHWH, que la tradición judía no pronuncia por respeto, está, pues, directamente vinculado a esta revelación del «YO SOY».

Esta revelación no ocurre en un templo ni durante una ceremonia solemne, sino en el desierto, ante un hombre que duda de sus capacidades. Inaugura un nuevo capítulo en la relación entre Dios y su pueblo, fundada no en un ídolo visible y manipulable, sino en un Nombre que expresa presencia viva y fidelidad inquebrantable. En la liturgia católica, este pasaje se proclama durante ciertas celebraciones vinculadas a la vocación y la misión, recordando a los creyentes que Dios llama a cada persona por su nombre y se revela en la intimidad del encuentro personal.

“Dios le dijo a Moisés: ‘YO SOY EL QUE SOY’. Así dirás a los hijos de Israel: ‘YO SOY me ha enviado a vosotros’” (Éxodo 3:13-20)

Análisis

El ser absoluto frente a la nada de los ídolos

La idea rectora de «Yo soy el que soy» reside en la afirmación del ser absoluto de Dios frente a la nada ontológica de los ídolos. Al revelar su nombre de esta manera, Dios establece una distinción radical entre sí mismo y todas las deidades artificiales que adoraban los pueblos antiguos. Los dioses egipcios, babilónicos o cananeos tenían nombres vinculados a fuerzas naturales, ubicaciones geográficas o funciones específicas. Pero el Dios de Israel se define por su propio ser, por su existencia pura e incondicional.

Esta revelación encierra una paradoja fecunda: por un lado, afirma que Dios ES, absolutamente, sin depender de nada ni de nadie; por otro, se niega a reducir a Dios a una esencia fija que la inteligencia humana pueda captar y confinar en una definición. «Soy lo que soy» significa a la vez «Soy el Ser mismo, la fuente de toda existencia» y «Soy lo que elijo ser para ti; no me permito ser confinado en tus categorías». Es una revelación que a la vez da y roba, que ilumina y preserva el misterio.

Tanto San Agustín como Santo Tomás de Aquino meditaron profundamente en este versículo. Para Santo Tomás de Aquino, Éxodo 3:14 constituye el fundamento bíblico de su metafísica del ser. Dios es «Ipsum Esse Subsistens», el Ser Autosubsistente, Aquel cuya esencia es existir. Todas las criaturas reciben el ser de Dios, pero Dios ES ser. Esta distinción crucial explica por qué Dios no cambia, por qué es eterno, por qué es perfecto: su ser no depende de ninguna causa externa; es la plenitud misma de la existencia.

El alcance existencial de esta revelación es inmenso. Significa que Dios no es una construcción humana, una proyección de nuestros deseos o miedos. No es una idea abstracta ni una fuerza impersonal. Él ES, en la plenitud y densidad de su ser. Esta afirmación establece la confianza del creyente: quien confía en el «Yo soy» no confía en la arena, sino en la roca del ser mismo. Cuando todo se tambalea, cuando las certezas humanas se derrumban, cuando los proyectos fracasan y las esperanzas se hacen añicos, el «Yo soy» permanece inquebrantable, fuente de toda estabilidad y de toda esperanza.

La dinámica de la presencia y la promesa

El análisis del nombre divino no puede limitarse a una metafísica estática del ser. El hebreo «Ehyeh Asher Ehyeh» también permite la traducción «Seré quien seré», abriendo una dimensión temporal y dinámica esencial. Dios no se limita a afirmar su existencia eterna fuera del tiempo; se compromete a estar presente en el tiempo, en la historia concreta de su pueblo. El «Seré» expresa una promesa: «Estaré contigo, estaré ahí cuando me necesites, seré fiel a mi alianza».

Esta lectura dinámica ilumina todo el contexto de la revelación. Moisés no pide una exposición teológica de la naturaleza divina, sino más bien una garantía práctica para su misión imposible: ¿cómo convencer a un pueblo esclavizado y a un faraón todopoderoso? La respuesta de Dios no es: «Esto es lo que soy en mí mismo», sino: «Estoy contigo, estaré presente en cada paso del camino, puedes contar conmigo». El nombre divino se convierte así en garantía de una presencia activa y liberadora.

Este dinamismo del "Yo soy" recorre toda la historia de la salvación. Dios acompaña a Israel en su éxodo de Egipto, en el cruce del Mar Rojo, en el desierto, en la conquista de la tierra prometida. A cada generación, el nombre revelado en la zarza ardiente nos recuerda que Dios no es solo el creador distante que impulsó el mundo como un mecanismo autónomo, sino el Dios cercano y comprometido, que interviene para salvar y liberar. Esta proximidad no anula su trascendencia: Dios sigue siendo el Totalmente Otro, el Santo ante quien Moisés vela su rostro. Pero esta trascendencia no significa indiferencia; al contrario, significa una capacidad infinita de presencia y acción.

En el Nuevo Testamento, Jesús retoma esta fórmula del «Yo soy» en el Evangelio de Juan, afirmando repetidamente «Ego eimi» («Yo soy»), especialmente en Juan 8:58: «Antes que Abraham fuese, yo soy». Esta afirmación provoca la indignación de los fariseos, pues comprenden que Jesús se identifica con el Dios de Éxodo 3:14. El eterno «Yo soy» se hizo carne, entró en nuestra historia y plantó su tienda entre nosotros. La encarnación se convierte así en la máxima extensión de la revelación de la zarza ardiente: Dios no deja de ser el «Yo soy» absoluto y trascendente, sino que elige hacerse presente de la manera más íntima y vulnerable posible.

La trascendencia que libera de toda idolatría

La revelación del «Yo soy el que soy» constituye una liberación radical de la idolatría en todas sus formas. En el antiguo Egipto, donde Moisés creció, los dioses estaban por todas partes: Ra el sol, Osiris el rey de los muertos, Apis el toro sagrado, Horus el halcón celestial. Toda fuerza natural, todo animal imponente, todo fenómeno cósmico podía convertirse en objeto de adoración. Estas deidades eran representadas por estatuas que se podían ver, tocar y transportar. Daban la ilusión de control: se les ofrecían sacrificios para obtener sus favores y se les manipulaba mediante ritos mágicos.

El Dios que se revela a Moisés rompe esta lógica. Al negarse a dar un nombre descriptivo o naturalista, al afirmar simplemente «Yo soy», escapa a todo intento de manipulación. No puede ser reducido a una función, encerrado en un templo ni representado por una imagen. El segundo mandamiento del Decálogo, recibido unos capítulos después en el Monte Sinaí, prohíbe específicamente la creación de imágenes divinas. Esta prohibición no es arbitraria: emana directamente de la naturaleza del «Yo soy». ¿Cómo se puede representar el ser mismo? ¿Cómo se puede esculpir la existencia pura? ¿Cómo se puede pintar a aquel que está más allá de toda forma?

Esta trascendencia divina libera al hombre de la ansiedad mágica. En las religiones idólatras, el hombre vive con el temor constante de ofender a los dioses caprichosos, de perderse un rito, de descuidar una ofrenda. Se convierte en esclavo de sus propias creaciones religiosas. El «Yo soy» invierte esta relación: el hombre no tiene que inventar a Dios ni controlarlo, sino responder a su iniciativa, acoger su presencia, confiar en su fidelidad. La religión se convierte en un diálogo con un Dios personal en lugar de una técnica para manipular lo sagrado.

Esta liberación de la idolatría sigue siendo de una relevancia candente hoy en día. Nuestros ídolos modernos ya no son estatuas de piedra o madera, pero no por ello son menos reales: el dinero, el poder, el éxito social, la autoimagen, la tecnología, la opinión pública. Buscamos nuestra seguridad, nuestra identidad, nuestro significado en estas realidades que, como los ídolos antiguos, no pueden ver, ni oír, ni salvar. El «Yo soy» de Éxodo 3:14 resuena como un llamado a reconocer la única fuente verdadera de ser y significado. Solo Dios ES verdaderamente; todo lo demás recibe su ser de él y regresa a la nada sin él.

La tradición de los Padres de la Iglesia, en particular San Atanasio en su lucha contra el arrianismo, desarrolló esta teología del ser divino. Si Dios es «el que es», entonces Cristo, el Verbo encarnado, participa plenamente de este ser divino. No es una criatura, por muy elevada que sea, sino el «Yo soy» mismo hecho hombre. Esta afirmación protege la fe cristiana de una recaída en el politeísmo o en una sutil forma de idolatría que convertiría a Cristo en un simple héroe religioso. El «Yo soy» de la zarza ardiente garantiza la singularidad y la trascendencia de Dios, a la vez que abre la posibilidad de una verdadera encarnación.

La presencia que acompaña y libera

Si la trascendencia del «Yo soy» libera de la idolatría, su presencia libera de la opresión. El contexto inmediato de la revelación del nombre divino es el sufrimiento de Israel en Egipto. Dios declara haber visto la miseria de su pueblo, haber escuchado su clamor y conocer su sufrimiento. Esta triple afirmación —ver, oír y conocer— expresa una empatía divina activa. El «Yo soy» no es un principio filosófico abstracto, indiferente al destino de la humanidad, sino un Dios que se involucra personalmente en la historia para liberar a los oprimidos.

Esta dimensión liberadora del nombre divino recorre toda la Escritura. Tras la revelación de la zarza ardiente, Moisés regresa a Egipto y, en nombre del «Yo soy», se enfrenta al faraón. Las diez plagas que caen sobre Egipto demuestran la superioridad del Dios de Israel sobre todas las deidades egipcias. La décima plaga, la muerte de los primogénitos, culmina con la institución de la Pascua, un memorial perpetuo de liberación. El cruce del Mar Rojo completa la liberación: las aguas que envuelven al ejército egipcio se abren para dejar pasar al pueblo de Dios. En todos estos acontecimientos, la presencia del «Yo soy» se manifiesta como el poder de la vida contra las fuerzas de la muerte y la esclavitud.

Esta presencia liberadora no se detiene en el Éxodo histórico. Continúa en la nube y la columna de fuego que guían a Israel en el desierto, en el maná que nutre cada día, en el agua que brota de la roca. El «Yo soy» acompaña concretamente a su pueblo en todas las pruebas del camino. Cuando más tarde el pueblo se establezca en la tierra prometida, el templo de Jerusalén se convertirá en el lugar simbólico de esta presencia, pero los profetas nunca dejarán de recordarnos que Dios no puede confinarse en un edificio de piedra: su presencia lo inunda todo, su ser llena cielo y tierra.

Esta teología de la presencia liberadora encuentra su plenitud en Cristo. El nombre «Emmanuel», dado a Jesús en el Evangelio de Mateo, significa «Dios con nosotros». El eterno «Yo soy» se encarna en presencia, compartiendo nuestra condición, asumiendo nuestro sufrimiento, muriendo para liberarnos de él. La resurrección de Cristo manifiesta la victoria definitiva del «Yo soy» sobre todos los poderes de la opresión y la muerte. Y la promesa del Resucitado: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo», nos extiende la presencia del Dios de la zarza ardiente.

En nuestra vida espiritual personal, esta presencia del «Yo soy» nos libera de la soledad existencial, del sentimiento de abandono, de la desesperación ante las pruebas. Nunca estamos solos: Aquel que ES está con nosotros, en nosotros, para nosotros. Esta certeza no nos exime de esfuerzos ni luchas, sino que nos da una fuerza interior inagotable. Santa Teresa de Ávila expresó magníficamente esta conciencia de la presencia divina: «Solo Dios basta». Cuando poseemos el «Yo soy», cuando somos poseídos por él, nada puede realmente faltarnos ni destruirnos.

El compromiso personal que establece la alianza

El tercer eje de la comprensión de "Yo soy el que soy" se refiere al compromiso personal de Dios con una relación de alianza. El nombre revelado en la zarza ardiente no es una información neutral sobre la naturaleza divina, sino la introducción a una relación. Dios no dice simplemente: "Esto es lo que soy", sino: "Esto es lo que soy para ti, esto es lo que seré contigo". El teólogo Bruce Waltke resume bien esta dimensión: "Yo soy quien soy para ti". El nombre divino expresa una presencia orientada hacia nosotros, un ser para el otro que define el amor mismo de Dios.

Esta personalización del nombre divino se manifiesta inmediatamente después de la revelación. Dios no dice simplemente «Yo soy», sino que añade: «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». Se define por sus relaciones, por los pactos que hizo con los patriarcas, por la historia que compartió con ellos. Esta definición relacional complementa la definición ontológica. Dios es el ser absoluto, pero este ser absoluto elige entablar relaciones, vincularse mediante promesas, participar en una historia común con personas concretas.

La alianza hecha en el Sinaí, pocas semanas después de la revelación de la zarza ardiente, selló este compromiso mutuo. Dios ofreció su protección, su presencia, su ley de vida; el pueblo se comprometió a adorarlo solo a él y a seguir sus mandamientos. Esta alianza no fue un contrato comercial entre iguales, sino un pacto de fidelidad en el que Dios tomó la iniciativa y el hombre respondió libremente. El «Yo soy» se convirtió en «Yo soy tu Dios», e Israel respondió: «Tú eres nuestro Dios». Esta reciprocidad fundó la identidad de Israel y, en general, la identidad de cada creyente.

El compromiso personal del "Yo soy" culmina en la encarnación y la cruz. San Juan, en su prólogo, afirma que el Verbo "estaba con Dios y el Verbo era Dios", adoptando el lenguaje del ser absoluto. Pero este Verbo "se hizo carne y habitó entre nosotros". El ser divino se compromete hasta hacerse humano, hasta sufrir y morir por amor. La cruz revela la insondable profundidad del compromiso del "Yo soy": Dios no solo está con nosotros en los buenos momentos, sino también en el abismo del sufrimiento y la muerte. Transforma estas realidades desde dentro en caminos de vida y resurrección.

Para nuestra vida de fe, esta dimensión relacional del "Yo soy" lo cambia todo. Dios no es un principio filosófico para contemplar desde lejos, sino una persona viva a la que amar y a la que hablar. La oración se convierte en un diálogo con el "Yo soy", no en un monólogo angustiado ante el vacío. La obediencia a los mandamientos se convierte en una respuesta amorosa a quien nos amó primero. Los sacramentos se convierten en verdaderos encuentros con la presencia del "Yo soy" en nuestra carne y en nuestra historia. Toda nuestra existencia puede desplegarse bajo la mirada benévola de quien nos llama por nuestro nombre y dice: "Estoy contigo".

“Dios le dijo a Moisés: ‘YO SOY EL QUE SOY’. Así dirás a los hijos de Israel: ‘YO SOY me ha enviado a vosotros’” (Éxodo 3:13-20)

Tradición

Los Padres de la Iglesia y la metafísica del Éxodo

La tradición patrística ha hecho de Éxodo 3:14 un pilar de la teología cristiana. San Agustín, en sus obras principales como "La Ciudad de Dios" y "Las Confesiones", medita extensamente sobre el "Yo soy el que soy". Para él, este versículo revela que Dios es el ser inmutable por excelencia, aquel que no sufre cambio, alteración ni corrupción. Todo lo que existe en el tiempo está sujeto al cambio y, por lo tanto, participa de la nada, hasta el punto de pasar del no ser al ser y luego volver al no ser. Solo Dios ES verdaderamente, en una permanencia eterna que trasciende el tiempo.

Esta meditación agustiniana establece una «teología apofática», es decir, una teología que reconoce la incapacidad del lenguaje humano para comprender plenamente el misterio divino. Agustín afirma que, si bien podemos decir lo que Dios no es —no es mortal, mutable, compuesto ni limitado—, nunca podremos decir adecuadamente lo que ES. El «Yo soy» siempre permanece más allá de nuestros conceptos, imágenes y formulaciones. Esta humildad intelectual protege la fe del peligro de la idolatría mental, que consistiría en confundir nuestras ideas sobre Dios con Dios mismo.

Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, sistematizó esta reflexión en su "Suma Teológica". Dedicó varias preguntas al nombre divino y al ser de Dios. Para Tomás, Éxodo 3:14 revela que la esencia de Dios es existir. En cada criatura, se puede distinguir la esencia (lo que es) de la existencia (el hecho de que es); solo en Dios, esencia y existencia coinciden perfectamente. Dios no recibe la existencia de una fuente externa; él ES la existencia misma, subsistiendo por sí mismo. De esta intuición fundamental, Tomás deduce todos los atributos divinos: simplicidad, perfección, infinitud, inmutabilidad, eternidad, unidad.

Esta «metafísica del Éxodo», en palabras de Étienne Gilson, ha influido profundamente en la teología occidental. Establece que la filosofía cristiana no se construye contra la revelación bíblica, sino a partir de ella. La razón humana, iluminada por la fe, puede meditar sobre el «Yo soy» y desenvolver sus implicaciones metafísicas sin traicionar el misterio revelado. Esta armonía entre fe y razón, entre revelación y filosofía, caracteriza la gran tradición católica y distingue al cristianismo de un fideísmo que desdeñaría la inteligencia o de un racionalismo que pretendería agotar el misterio.

El misticismo del nombre en la espiritualidad cristiana

Más allá de la teología especulativa, el "Yo soy" ha nutrido una rica tradición mística y espiritual. La Filocalia, una colección de textos espirituales del Oriente cristiano, enseña la "Oración de Jesús" u "oración del corazón": "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador". Esta oración incesante, repetida al ritmo de la respiración, busca anclar la conciencia en la presencia del "Yo soy" encarnado en Jesús. Transforma gradualmente a la persona que ora, purificando su corazón y uniéndola a Cristo.

Santa Catalina de Siena, en sus escritos místicos, habla constantemente de Dios como «El que es», en contraste con ella misma, que es solo «la que no es». Esta profunda conciencia de la desproporción ontológica entre Dios y la criatura no genera desesperación, sino asombro. Si Dios, que ES plenamente, se inclina hacia quien no es nada, lo hace por puro amor gratuito. Esta humildad mística nos abre a la experiencia del amor divino en su gratuidad más radical.

Los grandes carmelitas españoles del siglo XVI, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila, desarrollaron una espiritualidad de unión con Dios que presupone la liberación de toda imagen, concepto y consuelo sensorial. Para unirse con el «Yo soy», hay que aceptar atravesar la «noche oscura», ese purgatorio interior donde Dios parece ausente, pero donde en realidad obra en lo más profundo del alma. La experiencia mística suprema, que Juan de la Cruz llama «matrimonio espiritual», es una participación en el ser mismo de Dios, una comunión tan íntima que el alma puede decir con San Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí». El divino «Yo soy» se comunica al alma, que se convierte, por la gracia, en partícipe de la naturaleza divina.

Esta tradición mística no está reservada a una élite de contemplativos apartados del mundo. Llama a todo bautizado a cultivar una profunda vida interior, a buscar la presencia del «Yo soy» en el silencio y la oración, y a no contentarse con una fe superficial o puramente intelectual. Los sacramentos, en particular la Eucaristía, son los lugares privilegiados donde el «Yo soy» se nos entrega bajo las especies del pan y el vino. La Misa se convierte así en la zarza ardiente diaria donde Cristo, la presencia real del «Yo soy», se revela y se entrega como alimento.

“Dios le dijo a Moisés: ‘YO SOY EL QUE SOY’. Así dirás a los hijos de Israel: ‘YO SOY me ha enviado a vosotros’” (Éxodo 3:13-20)

Meditacións

¿Cómo podemos hacer que la revelación de Éxodo 3:14 no sea solo un objeto de estudio teológico, sino una fuente de transformación espiritual? Aquí tienes siete pasos concretos para encarnar el mensaje del "Yo soy" en tu vida diaria.

Primer paso Comienza cada día con un momento de silencio donde tomes consciencia de la presencia del "Yo soy". Antes de comenzar tus actividades, siéntate en silencio, cierra los ojos y repítete: "Estoy contigo". Deja que esta palabra divina more en tu corazón. Recibe la presencia de Dios no como una idea abstracta, sino como una realidad viva que te rodea y te penetra. Cinco minutos son suficientes para anclar tu día en esta consciencia fundamental.

Segundo paso Identifica tus ídolos personales. ¿Qué en tu vida reemplaza al "Yo Soy"? ¿El dinero, la percepción que los demás tienen de nosotros, el éxito profesional, la salud, la familia? Todas estas realidades son buenas en sí mismas, pero se convierten en ídolos cuando les damos el poder de definir nuestra identidad y valor. Escribe una lista de tus posibles ídolos y luego pídele al "Yo Soy" la gracia de poner estos apegos en perspectiva y depositar tu seguridad definitiva solo en ellos.

Tercer paso Practica la lectio divina sobre Éxodo 3:1-15. Lee lentamente el texto de la zarza ardiente, dejando que resuene en tu interior. Imagínate en el lugar de Moisés, escuchando a Dios llamarte por tu nombre. ¿Qué te dice hoy el "Yo soy"? ¿A qué misión te envía? ¿Cuáles son tus miedos y objeciones, como Moisés? Dialoga con Dios en oración, con total franqueza y sencillez. Observa las reflexiones que surgen de esta meditación.

Cuarto paso En momentos de prueba o ansiedad, aférrate al "Yo soy". Cuando te sientas abrumado por las circunstancias, cuando te preocupes por el futuro, cuando dudes de ti mismo, repítete a ti mismo o en silencio: "Yo soy el que soy". Esta afirmación no es un mantra mágico, sino un acto de fe: reconoces que Dios ES, que permanece estable cuando todo lo demás flaquea, que es tu roca y tu fortaleza. Esta práctica sencilla pero poderosa puede transformar tu relación con la ansiedad.

Quinto paso Comprométete concretamente con una obra de liberación. El «Yo Soy» se reveló a Moisés para liberar a un pueblo oprimido. Continúa hoy trabajando por la liberación de toda forma de esclavitud. Elige una causa donde la injusticia clame al cielo: las personas sin hogar, los migrantes, las víctimas de la violencia, los pobres, los enfermos aislados. Dona tu tiempo, tus habilidades, tus recursos. Al convertirte en un instrumento de liberación para otros, participas en la misión misma del «Yo Soy».

Sexto paso Cultiva una profunda práctica eucarística. Si eres católico, acércate a la Eucaristía con una renovada conciencia de que Cristo, el "Yo Soy" encarnado, se entrega verdaderamente a ti. Antes de comulgar, abre tu corazón para recibir a Aquel que ES. Después de comulgar, permanece en silencio de acción de gracias, permitiendo que la presencia del "Yo Soy" te transforme desde dentro. Si no puedes recibir la Comunión sacramental, practica la Comunión espiritual, pidiendo a Cristo que venga y more en ti.

Séptimo paso Termina cada día con un examen de conciencia centrado en la presencia del "Yo soy". Relee tu día no principalmente desde una perspectiva moral (¿qué he hecho bien o mal?), sino desde la perspectiva de la presencia: ¿dónde reconocí hoy al "Yo soy"? ¿En qué personas, en qué situaciones, en qué acontecimientos? ¿Dónde no lo reconocí? ¿Dónde lo ignoré o lo rechacé? Agradece a Dios su fiel presencia, pide perdón por tu ceguera, renueva tu deseo de vivir en comunión con él. Luego, entrégate a sus manos para pasar la noche.

Conclusión

La revelación de Éxodo 3:14 —«Yo soy el que soy»— es una de las cumbres de la Escritura y la teología. Nos revela a un Dios que trasciende infinitamente todas nuestras categorías, que ES en la plenitud absoluta del ser, que escapa a todo intento de manipulación o idolatría. Al mismo tiempo, este Dios infinitamente trascendente se revela infinitamente cercano, comprometido con nuestra historia, presente en nuestras luchas, fiel a sus promesas. El «Yo soy» no es una abstracción filosófica, sino una persona viva que nos ama, nos llama y nos envía.

Esta revelación posee una fuerza transformadora revolucionaria. Nos libera de la angustia existencial al anclarnos en la esencia misma de Dios. Nos libera de la idolatría al desprendernos de toda falsa seguridad y conectarnos con la única fuente verdadera de vida. Nos libera de la soledad al asegurarnos una presencia incondicional e inalterable. Nos compromete con una misión de liberación para todos los oprimidos, como el Dios que escuchó el clamor de los esclavos en Egipto.

Vivir desde el "Yo soy" es aceptar una transformación radical de nuestra visión de Dios, de nosotros mismos y del mundo. Es renunciar a la ilusión de una autonomía absoluta y reconocernos como criaturas totalmente dependientes de Aquel que ES. Es abandonar la búsqueda ansiosa de sentido y seguridad en lo perecedero y descansar solo en Dios. Es convertirnos en testigos e instrumentos de su presencia liberadora en un mundo sediento de absoluto y hambriento de sentido.

El llamado final de Éxodo 3:14 resuena hoy en cada uno de nosotros. Como Moisés en el desierto, estamos invitados a quitarnos las sandalias de los pies porque el lugar donde nos encontramos —aquí y ahora— puede convertirse en tierra santa mediante la presencia del «Yo Soy». Estamos llamados a no huir del mundo, sino a reconocer y servir al Dios vivo en él. Que, día a día, aprendamos a vivir con la maravillosa consciencia de que el eterno «Yo Soy» está con nosotros, en nosotros y para nosotros. De esta consciencia brotarán la paz interior, el amor fraternal y la valentía de la misión. Porque quien nos envía ha dicho: «Yo estaré con vosotros».

Práctico

  • Meditación matutina diaria :Dedica cinco minutos cada mañana a dar la bienvenida a la presencia del “Yo soy” en silencio, antes de cualquier actividad o distracción.
  • Identificación y desidealización :Enumera tus ídolos personales y pide la gracia de depositar tu máxima seguridad sólo en Dios, la fuente de todo ser.
  • Lectio Divina semanal Medita en Éxodo 3:1-15 una vez a la semana, imaginando que Dios te llama personalmente y te revela Su nombre.
  • Anclaje en la prueba :Cuando la ansiedad o la duda te asalten, repite interiormente “Yo soy el que soy” como un acto de fe en la permanencia divina.
  • Compromiso solidario concreto :Elige una obra de liberación de los oprimidos en la que invertirás regularmente, participando así en la misión del “Yo soy” liberador.
  • Profundización Eucarística :Acérquense a la Eucaristía con la renovada conciencia de que Cristo, “Yo Soy” encarnado, se entrega verdaderamente a ustedes bajo la especie del pan.
  • Examen de asistencia nocturna :Cada noche, revisa tu día, identificando dónde reconociste la presencia del “Yo soy” y dónde la ignoraste, y concluye con un agradecimiento.

Referencias

  • Texto bíblico :Éxodo 3:1-15, particularmente el versículo 14 en sus diversas traducciones al francés (Biblia de Jerusalén, TOB, Nueva Biblia Segond).
  • Patrístico :San Agustín, De la Trinidad Y La ciudad de Dios, para la teología del ser inmutable y eterno de Dios.
  • Teología medieval :Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica Yo, preguntas 2-13, sobre la existencia y naturaleza de Dios de Éxodo 3:14.
  • Espiritualidad mística :Santa Catalina de Siena, El diálogo, sobre el contraste entre “Él que es” y “ella que no es”.
  • Tradición oriental : Filocalia, una recopilación de textos sobre la oración del corazón y la conciencia continua de la presencia divina.
  • Mística carmelita :San Juan de la Cruz, La subida al Carmelo Y La noche oscura, en la unión transformadora con el “Yo soy”.
  • Exégesis contemporánea :Bruce Waltke y otros comentaristas bíblicos sobre el significado relacional del nombre divino: “Yo soy quien soy para ti”.
  • filosofía cristiana : Étienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval, sobre la “metafísica del Éxodo” y la influencia de Éxodo 3:14 en el pensamiento occidental.

Vía Equipo Bíblico
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