Evangelio de Jesucristo según san Mateo
En aquel tiempo, Jesús entró en el templo, y mientras enseñaba, los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo se acercaron a él y le preguntaron: «¿Con qué autoridad haces estas cosas y quién te dio esta autoridad?». Jesús les respondió: «Les haré una pregunta, y si me la responden, les diré con qué autoridad hago estas cosas: el bautismo de Juan, ¿de dónde vino? ¿Del cielo o de los hombres?». Comentaban esto entre ellos: «Si decimos: «Del cielo», nos dirá: «¿Por qué, entonces, no le creyeron?». Pero si decimos: «De los hombres», tememos a la multitud, porque todos tienen a Juan por profeta». Así que le respondieron a Jesús: «No lo sabemos». Él les dijo: «Yo tampoco les diré con qué autoridad hago estas cosas».»
Cuando la autoridad divina desenmascara los cálculos humanos
Cómo Jesús transforma la cuestión de la legitimidad para revelar la verdad de los corazones y llamar a un discernimiento auténtico.
¿Alguna vez te sientes atrapado entre lo que sabes que es correcto y lo que parece políticamente viable? Esta tensión ha persistido a lo largo de los siglos desde aquel día en que, en el Templo de Jerusalén, las autoridades religiosas intentaron tenderle una trampa a Jesús con una pregunta aparentemente simple sobre su legitimidad. Su trampa fracasó, revelando no solo la sabiduría divina de Cristo, sino también nuestra propia dificultad para elegir la verdad cuando amenaza nuestras posturas establecidas. Esta historia nos habla de autoridad, valentía, discernimiento y el formidable arte de hacer las preguntas correctas.
Los fundamentos bíblicos de la verdadera autoridad espiritual, distinta del poder institucional • La estrategia retórica de Jesús frente a la mala fe y su enseñanza sobre el discernimiento • Las implicaciones concretas para nuestras elecciones diarias entre autenticidad y compromiso • Una meditación práctica para reconocer y seguir la autoridad que viene del cielo.
El enfrentamiento en el Templo: descifrando un duelo teológico
El Evangelio de Mateo nos sitúa en el capítulo 21, durante los últimos días del ministerio público de Jesús en Jerusalén. El contexto inmediato es explosivo: apenas unos versículos antes, Jesús había expulsado a los mercaderes del Templo y maldecido la higuera estéril, dos poderosos actos proféticos que desafiaron la gestión del culto religioso por parte de las autoridades establecidas. Mateo sitúa este intercambio después de la entrada triunfal en Jerusalén, un momento en que la popularidad de Jesús estaba en su apogeo mientras la hostilidad de los líderes religiosos se afianzaba.
El contexto espacial es crucial: Jesús enseña en el Templo, el corazón espiritual de Israel, el lugar donde se cree que mora la Presencia divina. Este es su territorio, su ámbito de autoridad legítima. Los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo representan la clase religiosa, quienes oficialmente ostentan el poder de enseñar y dirigir el culto. Su pregunta no es neutral: "¿Con qué autoridad haces esto y quién te dio esta autoridad?". Presupone un sistema de delegación humana, una cadena jerárquica de la que son garantes. Intentan tenderle una trampa: o Jesús se atribuye la autoridad divina (lo cual sería una blasfemia a sus ojos), o admite actuar sin mandato legítimo (lo cual desacreditaría su enseñanza).
La respuesta de Jesús revela una maestría retórica excepcional. En lugar de responder directamente, plantea una contrapregunta que expone su dilema moral: «El bautismo de Juan, ¿de dónde venía? ¿Del cielo o de los hombres?». Esta pregunta no es una evasión, sino una trampa simétrica que revela su hipocresía. Juan el Bautista gozaba de inmensa popularidad como profeta genuino, pero las autoridades nunca lo habían reconocido oficialmente, esperando con cautela el desarrollo de su movimiento. Mateo nos permite acceder a sus pensamientos más íntimos, revelando su cálculo político más que su búsqueda de la verdad: «Si decimos: ‘Del cielo’, nos dirá: ‘¿Por qué, pues, no le creísteis?’. Pero si decimos: ‘De los hombres’, tememos a la multitud».»
Su respuesta final —«No lo sabemos»— constituye una admisión inconsciente de incompetencia espiritual. ¿Cómo pueden pretender juzgar la autoridad de Jesús si son incapaces de discernir la de Juan, que es claramente profética? Jesús entonces les devuelve la pregunta sin respuesta: «Yo tampoco les diré con qué autoridad hago estas cosas». Este aparente silencio es en realidad una respuesta rotunda: su autoridad proviene de la misma fuente que la de Juan, del cielo, pero ellos están espiritualmente ciegos. El relato de Mateo subraya así que la verdadera autoridad no se reconoce por los certificados institucionales, sino por los frutos espirituales y la coherencia profética.
Autoridad celestial versus poder terrenal: un análisis de un conflicto fundacional
Un análisis exhaustivo de este pasaje revela una oposición fundamental entre dos concepciones de autoridad que se extienden a lo largo de la historia de la salvación. Por un lado, la autoridad institucional de los sumos sacerdotes y ancianos se basa en la sucesión, la función oficial y el control del aparato cultual. Por otro lado, la autoridad profética de Juan y Jesús proviene de una llamada directa de Dios, atestiguada por señales, una palabra poderosa y el reconocimiento espontáneo del pueblo.
Esta tensión no es nueva en las Escrituras. Profetas del Antiguo Testamento como Amós, Jeremías y Ezequiel a menudo se enfrentaron a la oposición de sacerdotes oficiales y falsos profetas de la corte. A Amós, un simple pastor llamado por Dios, el sacerdote Amasías le prohibió profetizar en Betel y le ordenó regresar a Judá para ganarse la vida (Amós 7:10-17). Jeremías enfrentó una feroz resistencia por parte de las autoridades del Templo, quienes lo amenazaron de muerte por anunciar su destrucción (Jeremías 26). El conflicto en el Evangelio de Mateo forma parte, por lo tanto, de una larga tradición bíblica en la que la auténtica palabra de Dios perturba a quienes han institucionalizado la religión.
La brillantez de la estrategia de Jesús reside en su capacidad de trasladar el debate del terreno legal-formal al terreno de la discernimiento espiritual. Sus interlocutores piden documentos, credenciales, validación burocrática. Jesús los remite a una cuestión de fe: ¿han reconocido en Juan al precursor predicho por Malaquías? Su incapacidad para responder con franqueza delata su falta de libertad interior y su sumisión al cálculo político. Mateo usa el verbo «dialogizomai» para describir su razonamiento interno, un término que en otras partes del Evangelio suele denotar duda, perplejidad ansiosa, vacilación paralizante (Mt 16:7-8; 21:25).
Lo que resulta particularmente llamativo es el miedo que rige su deliberación: «debemos temer a la multitud» (phoboumetha ton ochlon). No temen a Dios, sino a la opinión pública. Su posición de poder los ha vuelto cautivos de la popularidad, incapaces de arriesgarse a la verdad. Esta dinámica ilumina un mecanismo espiritual crucial: cuando se elige el poder institucional como un fin en sí mismo en lugar de como un servicio a la verdad, se pierde gradualmente la capacidad de discernirla. La verdadera autoridad libera; el poder esclavizado al cálculo humano aprisiona incluso a quienes lo ejercen. Jesús, por el contrario, manifiesta una libertad radical: enseña con autoridad (exousia), no como los escribas que citan autoridades anteriores.Monte 7,29), porque su palabra procede directamente de su comunión con el Padre.
Las tres dimensiones de la autoridad auténtica
Reconociendo la fuente: del cielo o de los hombres
La pregunta que Jesús plantea sobre el bautismo de Juan —«¿De dónde vino? ¿Del cielo o de los hombres?»— establece una dicotomía fundamental que estructura toda la vida espiritual. Esta alternativa no es metafórica, sino ontológica: existen dos fuentes radicalmente diferentes de autoridad, legitimidad y acción. Lo que viene «del cielo» (ek ouranou) procede de Dios, participa en su iniciativa salvífica y forma parte de su plan. Lo que viene «de los hombres» (ex anthrôpôn) es una construcción humana, quizás legítima a su manera, pero fundamentalmente diferente.
Esta distinción se encuentra a lo largo de toda la Biblia. Ya en Deuteronomio, Moisés advierte contra los falsos profetas que hablan sin haber sido enviados por Dios (Dt 18:20-22). ¿El criterio de verificación? El cumplimiento de lo anunciado, la coherencia con la revelación previa y, sobre todo, el hecho de que la palabra apunta a Dios y no al hombre que la pronuncia. Juan el Bautista encarnó a la perfección esta autoridad celestial: toda su predicación apuntaba al «que viene después de mí», se disminuyó a sí mismo para que Cristo creciera.Juan 3,30). Su bautismo de conversión no fue un ritual autoinstituido, sino una respuesta obediente al llamado divino, preparando el camino del Señor.
Sin embargo, reconocer esta fuente divina requiere un discernimiento activo y valiente. Los sumos sacerdotes y ancianos poseían todas las herramientas intelectuales y bíblicas para identificar a un profeta auténtico. Conocían los criterios, los textos, las profecías mesiánicas. Pero su voluntad estaba corrompida por el interés propio. Mateo nos muestra su cálculo: sopesaron las consecuencias políticas de cada posible respuesta en lugar de simplemente buscar la verdad. Aquí radica la tragedia espiritual: la fuente celestial de autoridad no se impone por la fuerza, sino que se revela a través de... fe. Se requiere un corazón libre, recto, capaz de poner a Dios por delante de los propios intereses.
Esta dinámica nos concierne directamente hoy. En nuestras iglesias, comunidades y decisiones personales, nos enfrentamos constantemente a esta pregunta: ¿cuál es el origen de lo que hacemos, decimos y decidimos? ¿Actuamos por conformidad social, hábito religioso o interés institucional? ¿O nuestras acciones surgen de una escucha genuina de la voluntad divina, de una vocación interior verificada por el discernimiento comunitario y la coherencia con el Evangelio? Siempre está presente la tentación de etiquetar nuestros proyectos humanos como «la voluntad de Dios», cuando en realidad están impulsados por el deseo de comodidad, prestigio o seguridad. La historia de la Iglesia está plagada de decisiones tomadas «en nombre de Dios» que, en realidad, sirvieron a ambiciones terrenales. La pregunta planteada por Jesús sigue siendo nuestro constante examen de conciencia.
Aceptando el riesgo de la verdad
El contraste entre la actitud de Jesús y la de las autoridades religiosas revela una segunda dimensión de la autoridad auténtica: la valentía de la verdad frente al cálculo de la prudencia. Los sumos sacerdotes y los ancianos son prisioneros de sus miedos: miedo a quedar mal, miedo a la reacción popular, miedo a la coherencia que los obligaría a cambiar. Su respuesta, «No lo sabemos», es una mentira evidente. Saben perfectamente lo que piensan de Juan el Bautista; simplemente temen las consecuencias de ser francos.
Jesús, por el contrario, manifiesta una libertad radical. No busca complacer, evitar ofender a nadie ni preservar su propia seguridad. Su respuesta, una contrapregunta, no es una floritura retórica vacía, sino un profundo método pedagógico: remite a sus interlocutores a su propia conciencia, obligándolos a confrontar su inconsistencia. Este método socrático, que Jesús emplea a menudo en los Evangelios (pensemos en la mujer adúltera, el joven rico, Pedro tras su negación), siempre apunta a la verdad interior más que a la victoria dialéctica. Podría fácilmente aplastar a sus adversarios con una demostración de su divinidad; en cambio, prefiere remitirlos a su propio juicio, respetando dramáticamente su libertad incluso cuando la abusan.
Esta actitud nos enseña algo esencial sobre el ejercicio de la autoridad espiritual. Nunca es una dominación que oprime, sino una invitación que libera. Jesús no dice: «Soy el Hijo de Dios, inclínense», aunque sea cierto. Sienta las bases para un auténtico discernimiento: si reconociste a Juan, puedes reconocer a aquel a quien él predijo. La verdadera autoridad crea espacio para el libre reconocimiento; no se impone mediante la violencia. San Pablo desarrolla esta idea: «No nos enseñoreamos de su fe, sino que colaboramos con ustedes para su alegría» (2 Corintios 1:24).
El riesgo que Jesús corrió fue absoluto. Pocos días después de este enfrentamiento, las mismas autoridades orquestarían su sentencia de muerte. Él lo sabía, y aun así no cedió ante la verdad. Esta postura inflexible no era orgullo, sino amor: amar de verdad a las personas es decirles la verdad, incluso cuando sea incómoda, negarse a dejar que caigan en la trampa de sus cómodas mentiras. El enfoque pastoral fácil que evita las preguntas difíciles, la enseñanza diluida que nunca corre el riesgo de ofender, la guía espiritual complaciente que refuerza la ilusión: todo esto no proviene del amor, sino de la cobardía. Jesús nos muestra otro camino, más exigente, más peligroso, pero infinitamente más liberador.
Para mostrar resultados reconocibles
La tercera dimensión de la autoridad auténtica, implícita en nuestro pasaje, se refiere a los frutos observables. Jesús no pide a sus oyentes que crean ciegamente en su autoridad; los remite a la experiencia verificable de Juan el Bautista. «Todos tienen a Juan por profeta», señala Mateo. Este reconocimiento popular no es mera demagogia; refleja una sólida percepción espiritual que las élites han perdido. El pueblo llano reconoció la autenticidad profética de Juan porque vio sus frutos: una vida ascética coherente con su mensaje, una palabra que convertía corazones, una integridad que no temía denunciar incluso al rey Herodes.
Jesús mismo aplica este criterio de frutos a la valoración de los profetas: «Por sus frutos los conoceréis» (Monte 7,(págs. 16-20). Un buen árbol produce buenos frutos; un mal árbol produce malos frutos. Esta simple pero formidable verdad se aplica a toda forma de autoridad, incluida la eclesiástica. La autoridad que verdaderamente proviene de Dios producirá frutos de conversión, liberación, crecimiento espiritual y caridad Auténtica. Una autoridad que procede únicamente de mecanismos humanos producirá, en el mejor de los casos, conformidad externa; en el peor, opresión, hipocresía y legalismo estéril.
Los Padres de la Iglesia reflexionaron extensamente sobre la cuestión de los frutos de la autoridad espiritual. San Juan Crisóstomo, en sus homilías sobre Mateo, insiste en que la autoridad pastoral se verifica por la santidad La vida del pastor y la construcción misma de la comunidad. San Gregorio Magno, en su Regla Pastoral, desarrolla la idea de que quien ejerce la autoridad debe primero gobernarse a sí mismo, manifestando las virtudes que enseña; de lo contrario, sus palabras son vacías. Esta tradición patrística se alinea con la sabiduría bíblica: la autoridad espiritual no es principalmente funcional (ostentar un título), sino existencial (encarnar la verdad que se proclama).
Para nosotros hoy, esto significa que debemos examinar constantemente los frutos de nuestras acciones, nuestras comunidades y nuestros compromisos. Una actividad religiosa intensa que no produce crecimiento en caridad, paz, justicia, merced, Esto debería hacernos reflexionar. Una enseñanza que multiplica discípulos dependientes en lugar de libres y espiritualmente maduros revela una autoridad distorsionada. Una estructura eclesial que protege la institución a expensas de sus víctimas, que acalla las voces proféticas en aras de la tranquilidad, que prefiere las apariencias a la verdad, ha perdido el contacto con su fuente celestial. Examinar los frutos de esta fe es una disciplina exigente pero esencial para mantener la autenticidad de nuestra vida de fe.

Discernir y elegir la verdadera autoridad en nuestra vida concreta
¿Cómo se traduce esta reflexión teológica sobre la autoridad en nuestra vida cotidiana? La pregunta no es meramente académica, sino vital. A diario, nos enfrentamos a voces que pretenden decirnos cómo vivir, creer y actuar. Algunas vienen del cielo, otras de la humanidad; algunas liberan, otras esclavizan. Aprender a discernir se convierte en una habilidad espiritual esencial.
En el ámbito de nuestra fe personal, debemos distinguir entre la obediencia mecánica a las normas religiosas y la respuesta libre al llamado de Dios. Los sumos sacerdotes y ancianos conocían la Ley a la perfección, observaban escrupulosamente sus reglas y ocupaban posiciones legítimas dentro del sistema religioso. Sin embargo, se perdieron por completo la llegada del Mesías. ¿Por qué? Porque su práctica religiosa había sido vaciada de su esencia relacional con Dios, reducida a la mera administración ritual y a la preservación del poder. Corremos el mismo riesgo: la práctica sacramental regular, un sólido conocimiento doctrinal y la participación activa en la vida parroquial pueden coexistir con una profunda sordera a lo que el Espíritu dice hoy. ¿El criterio de verificación? La auténtica fecundidad espiritual: ¿mi práctica me hace más amoroso, más libre, más atento a los pobres y más unido interiormente?
En nuestras relaciones y comunidades, la cuestión de la autoridad surge de forma diferente, pero con la misma urgencia. Cuando alguien afirma ejercer autoridad sobre nosotros —un pastor, un director espiritual, un líder comunitario, un padre o madre—, debemos discernir el origen de esa autoridad. ¿Proviene de un servicio genuino que busca nuestro bienestar y libertad? ¿O se trata de dominación encubierta, manipulación emocional, una necesidad de control en la otra persona? abusos Los conflictos espirituales dentro de la Iglesia y las comunidades cristianas a menudo surgen de una confusión entre autoridad y poder, entre guía y dominio. Una autoridad espiritual sana amplía nuestra libertad, nos ayuda a escuchar la voz de Dios por nosotros mismos y nos reconduce a nuestra propia conciencia iluminada. La falsa autoridad nos infantiliza, nos hace dependientes y reemplaza nuestro discernimiento personal.
En la esfera pública y cívica, la lección de nuestro pasaje evangélico sigue siendo relevante. Vivimos en sociedades donde las autoridades políticas, mediáticas y económicas compiten por captar nuestro apoyo, guiar nuestras decisiones y moldear nuestras opiniones. Al igual que los sumos sacerdotes frente a Juan y Jesús, estas autoridades pueden verse tentadas a priorizar la gestión de su imagen y la preservación de su posición por encima de la búsqueda honesta del bien común. Nuestra fe nos llama a un discernimiento crítico y valiente: ¿qué voces merecen nuestra confianza? ¿Cuáles nos manipulan? ¿Con qué criterios juzgamos: popularidad, coherencia, los frutos concretos de la justicia y la paz? El miedo a desagradar o a ser marginados puede paralizarnos como paralizó a las autoridades judías. Pero lealtad En realidad, a veces es necesario nadar contra corriente, denunciando lo que es injusto incluso cuando tiene un coste social.
Finalmente, en nuestro propio ejercicio de influencia y responsabilidad, debemos examinarnos con la misma claridad. Padres, maestros, líderes profesionales, líderes de la iglesia: todos ejercemos algún tipo de autoridad sobre los demás. ¿De dónde proviene? ¿Servimos a nuestro ego, a nuestra necesidad de reconocimiento, a nuestra comodidad? ¿O buscamos verdaderamente el bien de quienes nos han sido confiados, a riesgo de desagradar a otros, perder popularidad o encontrar resistencia? La tentación de "no saber" para evitar las consecuencias de una postura clara nos acecha a todos. Pero el ejemplo de Jesús nos recuerda que la autoridad que viene del cielo acepta el riesgo de la verdad, incluso cuando conduce a la cruz.
Cuando la tradición cristiana reflexiona sobre la autoridad y el discernimiento
Los Padres de la Iglesia contemplaron este pasaje de Mateo 21 con especial atención, descubriendo en él riquezas teológicas que aún nutren nuestra reflexión. San Juan Crisóstomo, en sus homilías sobre Mateo, se maravilla de la sabiduría pedagógica de Cristo, quien no responde directamente, sino que guía a sus interlocutores a reconocer su propia ceguera. Para Crisóstomo, este método revela la filantropía divina: Dios nunca nos aplasta con su poder, sino que busca pacientemente despertar nuestra libertad. El Doctor de Antioquía también señala la diferencia entre el miedo que paraliza a las autoridades («debemos temer a la multitud») y la confianza filial que anima a Jesús en su relación con el Padre.
San Agustín, En sus comentarios sobre los Evangelios, medita extensamente sobre el «no sabemos» de los sumos sacerdotes y ancianos. Para el obispo de Hipona, esta falsa admisión de ignorancia ilustra la mentira fundamental del pecado: preferir las tinieblas a la luz porque nuestras obras son malas.Juan 3,(p. 19-20). Agustín ve en esta escena una prefiguración del juicio: ante Cristo, todas las evasiones desaparecerán, todas las justificaciones hipócritas se disolverán. Pero también enfatiza merced Esto está presente en la contrapregunta de Jesús: hasta el final, el Señor ofrece una salida, una posibilidad de conversión. Si hubieran tenido el valor de decir: «El bautismo de Juan vino del cielo», habrían podido reconocer: «Y tú también vienes del cielo».»
La tradición monástica, particularmente a través de los escritos de San Benito y Juan Casiano, hicieron del discernimiento de espíritus y de la obediencia a la autoridad legítima dos pilares de la vida espiritual. Pero esta es siempre una obediencia libre e iluminada, no una sumisión ciega. La Regla de San Benito Insiste: el abad debe enseñar más con el ejemplo que con las palabras, y su autoridad se verifica por su conformidad con Cristo, el Buen Pastor. Esta tradición espiritual se hace eco de nuestro pasaje evangélico: la auténtica autoridad espiritual se reconoce por su fuente (arraigada en el Evangelio y la vida sacramental), por sus frutos (santidad de vida, edificación de la comunidad), y a su finalidad (conducir a Cristo, no a uno mismo).
En el magisterio moderno, la Concilio Vaticano II Renovó la teología de la autoridad en la Iglesia recordando que toda autoridad eclesiástica es un servicio (diaconía) y no una dominación. La Constitución Lumen Gentium insiste en que pastores deben desempeñar sus funciones "siguiendo el ejemplo del Buen Pastor", en el«humildad y servicio. Esta visión conciliar se hace eco de nuestro pasaje: Jesús no reivindica una autoridad que aplaste o domine, sino que invita al discernimiento y al libre reconocimiento. papa François, En Evangelii Gaudium, denuncia las «estructuras eclesiásticas que pueden fomentar un espíritu de Iglesia desencarnado», donde la autoridad se vuelve autorreferencial en lugar de servir a la misión. Esta crítica extiende directamente la confrontación de Jesús con los sumos sacerdotes y ancianos, quienes habían perdido de vista el propósito profético de su oficio.
La teología contemporánea, en particular con autores como Hans Urs von Balthasar o Joseph Ratzinger (Benedicto XVIRatzinger, en su obra *Jesús de Nazaret*, profundizó en la distinción entre poder y autoridad. El poder puede mantenerse mediante la coerción, la manipulación y la habilidad política; la autoridad, en sentido teológico, surge de la verdad libremente reconocida y apreciada. Esta distinción ilumina nuestro pasaje: los sumos sacerdotes ostentan el poder institucional, pero han perdido la autoridad espiritual que el pueblo reconoce espontáneamente en Juan y Jesús. En *Jesús de Nazaret*, Ratzinger analiza extensamente las controversias de Jesús en el Templo, demostrando cómo Cristo revela una nueva forma de autoridad, arraigada no en la sucesión institucional, sino en la comunión inmediata con el Padre, atestiguada por signos y enseñanzas.
Una meditación de cuatro movimientos para dar la bienvenida a la autoridad de Cristo.
Primer paso: Situarse en el Templo de la propia vida
Comienza con un momento de silencio, imagínate dentro del Templo de Jerusalén, ese lugar de oración que también se convirtió en un lugar de comercio y poder. Identifica los "templos" de tu vida: esos espacios, relaciones y actividades que consideras sagrados, importantes y estructurantes. Luego, hazte la pregunta que Jesús implícitamente plantea: ¿quién enseña realmente allí? ¿Qué voces, influencias y autoridades guían tus decisiones en estas áreas cruciales? Anota mentalmente (o por escrito) estas diferentes voces sin juzgarlas todavía, simplemente nombrándolas: la opinión familiar, los estándares profesionales, las expectativas de la iglesia, los medios de comunicación, tus propios deseos, la Palabra de Dios...
Segundo movimiento: Discernir la fuente (del cielo o de los hombres)
Toma cada una de las voces identificadas y pregúntales la pregunta de Jesús: "¿De dónde viene esta autoridad? ¿Del cielo o de los hombres?". Específicamente, para cada influencia en tu vida, pregúntate: ¿Produce frutos de paz, libertad y...? caridad ¿Es auténtico (señales del cielo)? ¿O genera ansiedad, dependencia y egoísmo (señales de origen puramente humano)? Presta especial atención a las áreas donde "no sabes", donde prefieres no preguntar porque la respuesta implicaría cambiar algo. Al igual que los sumos sacerdotes, todos tenemos áreas de ceguera voluntaria donde evitamos la lucidez por miedo a las consecuencias.
Tercer movimiento: Enfrentar los propios miedos y cálculos
Las autoridades del Templo razonaron: «Si decimos… entonces sucederá…». Identifica en tu propia vida estos cálculos que te impiden reconocer la verdad o actuar en consecuencia. ¿A qué le temes específicamente? ¿Al juicio de los demás, a perder la seguridad, a romper un equilibrio frágil, a enfrentar el sufrimiento? Nombra estos miedos ante el Señor, sin minimizarlos, pero tampoco dándoles el poder de paralizarte. Jesús mismo experimentó miedo en Getsemaní, pero lo superó entregándose al Padre. Pregunta. gracia preferir la verdad que libera a la falsa paz de la mentira o del compromiso.
Cuarto movimiento: Elegir la obediencia libre
Concluye con un acto concreto de obediencia a la autoridad que has reconocido como proveniente del cielo. No tienen que ser necesariamente decisiones drásticas, sino pequeñas decisiones cotidianas que alineen tu vida con la voluntad divina percibida a través de la oración, el discernimiento comunitario y las Escrituras. Quizás confesar una verdad incómoda, renunciar a una falsa sensación de seguridad, abrazar un llamado al que te has resistido. Pide al Espíritu Santo la valentía para decir "sí" a lo que verdaderamente viene de Dios y "no" —con respeto pero con firmeza— a lo que solo surge de las convenciones o el miedo humano. Termina confiando a Cristo tu deseo de autenticidad y tu necesidad de ayuda para vivirla.

Abordar los desafíos contemporáneos de la autoridad y el discernimiento
Nuestra época atraviesa una profunda crisis de autoridad en todas sus formas: política, moral, religiosa e intelectual. Esta crisis tiene aspectos positivos —un bienvenido rechazo del autoritarismo, una legítima afirmación de la libertad y la dignidad de cada persona—, pero también excesos preocupantes: un relativismo que imposibilita todo discernimiento, un individualismo que rechaza toda voz externa, un escepticismo que socava la posibilidad misma de la verdad. ¿Cómo ilumina nuestro pasaje evangélico estas tensiones?
En primer lugar, el relato de Mateo valida la legitimidad del cuestionamiento. Jesús no reprocha a las autoridades preguntar "¿Con qué autoridad?"; reprocha su mala fe, su incapacidad para buscar verdaderamente la respuesta. En una sociedad pluralista donde mil voces compiten por poseer la verdad, no solo es legítimo sino necesario preguntar sobre la fuente y la legitimidad de la información. El problema surge cuando esta pregunta se vuelve puramente retórica, un juego cínico que no busca genuinamente una respuesta. Nuestro tiempo padece menos por un exceso de preguntas que por una falta de rigor en la búsqueda de respuestas, por una pereza intelectual y espiritual que se conforma con un "no sabemos" sin siquiera intentar averiguarlo.
A continuación, el episodio nos advierte contra dos tentaciones simétricas. Por un lado, el fundamentalismo, que absolutiza las autoridades humanas (textos, instituciones, líderes) al afirmar que provienen directamente del cielo, evitando así cualquier examen crítico. Esta actitud refleja la de los sumos sacerdotes, quienes se creían dueños de la legitimidad religiosa y se negaban a reconocer cualquier palabra profética ajena a su sistema. Por otro lado, el relativismo, que rechaza toda autoridad trascendente y reduce toda pretensión de verdad a meros constructos humanos equivalentes. Esta postura incluso se niega a plantear la pregunta "¿del cielo o de los hombres?", al afirmar a priori que todo proviene de la humanidad. Entre estas dos trampas, el Evangelio propone una tercera vía: un discernimiento paciente y humilde, atento a los frutos, abierto a la sorpresa de Dios, que puede hablar de maneras inesperadas (como Juan en el desierto), pero también capaz de reconocer la autenticidad cuando se manifiesta.
Un desafío particular se refiere a la relación entre la autoridad institucional de la Iglesia y la libertad de conciencia de los fieles. El episodio de Mateo 21 nos recuerda que estas dos realidades no son necesariamente opuestas: la autoridad legítima (la de los sumos sacerdotes y ancianos tenía una base objetiva en la Ley de Moisés) debe verificarse y renovarse constantemente mediante su fidelidad a su fuente divina y a través de los frutos que produce. Cuando una autoridad eclesiástica ejerce auténticamente su servicio, en el’humildad Y en su búsqueda del bien de las almas, ayuda a las conciencias a formarse y discernir; no las oprime. Pero cuando esta autoridad se vuelve autorreferencial, preocupada sobre todo por su propia preservación, pierde credibilidad y fecundidad. Los escándalos que han sacudido a la Iglesia en las últimas décadas se derivan, en gran medida, de una autoridad ejercida para proteger la institución en lugar de servir a la verdad y a las víctimas. Nuestro pasaje evangélico es un recordatorio profético dirigido a todas las autoridades eclesiásticas: serán juzgadas por su capacidad de reconocer los signos de los tiempos, de acoger incluso los pronunciamientos proféticos más inquietantes y de priorizar la verdad sobre el cálculo político.
Finalmente, la dificultad contemporánea del discernimiento en un mundo saturado de información contradictoria resuena con nuestra historia. Los sumos sacerdotes y ancianos están paralizados no por falta de información, sino por un exceso de consideraciones: «Si decimos esto… si decimos aquello…». Nuestra era multiplica los «si» hasta el infinito, produciendo una parálisis en la toma de decisiones. La sabiduría de Jesús nos enseña a simplificar: ¿cuál es la pregunta verdaderamente importante? ¿Cuál es la verdad fundamental que guía todo lo demás? Para él, la pregunta central no es «¿Cómo conservo mi poder?», sino «¿De dónde viene la autoridad de Juan?», una pregunta que finalmente nos lleva de vuelta a «¿Quién es el enviado de Dios?». Redescubrir esta capacidad de priorizar las preguntas, de identificar el criterio decisivo, se convierte en una disciplina espiritual vital en nuestro contexto de sobrecarga de información y creciente complejidad.
Oración para acoger la autoridad de Cristo en nuestras vidas
Señor Jesús, Palabra viva del Padre,
tú que enseñabas en el templo con autoridad del cielo,
Te reconocemos como nuestro único Maestro y Señor.
En un mundo donde tantas voces dicen guiarnos,
Danos el discernimiento para reconocer tu voz.,
La sabiduría para distinguir lo que viene de ti
de aquello que resulta únicamente de construcciones humanas.
Perdónanos cuando, como los sumos sacerdotes y los ancianos,
Calculamos las consecuencias antes de buscar la verdad.,
Cuando preferimos la comodidad de la ignorancia voluntaria
con el exigente riesgo de la lucidez.
Perdónanos por todas las veces que hemos dicho "no sabemos".«
Aunque sabíamos muy bien pero nos faltó coraje
asumir las implicaciones de nuestro conocimiento.
Libéranos del miedo que paraliza nuestra fe:
miedo a ser juzgados por los demás, miedo a perder nuestra seguridad,
miedo a alterar nuestros hábitos, miedo a afrontar nuestra verdad.
Danos el coraje de Juan el Bautista
quien anunció tu venida sin buscar su propia gloria,
que dio testimonio de la verdad incluso frente al poder,
que iba disminuyendo para que tú pudieras crecer.
Enséñanos a practicar con precisión
cualquier autoridad que pudiéramos tener sobre los demás:
en nuestras familias, nuestras comunidades, nuestras responsabilidades profesionales.
Que nunca busquemos dominar sino siempre servir,
que nunca manipulamos sino que liberamos,
que nunca nos impongamos, sino que humildemente demos testimonio
de la verdad que nos supera infinitamente.
Fortalecer nuestra capacidad de discernir espíritus:
reconocer lo que viene de ti y lo que es contrario a ti,
para distinguir la autoridad genuina del poder ilegítimo,
para identificar a los verdaderos profetas y a los falsos mesías.
Concédenos buscar los frutos más que las apariencias,
consistencia más que popularidad,
allá santidad En lugar del éxito mundano.
Señor, oramos por todos aquellos que ejercen autoridad:
en vuestra Iglesia, en nuestras sociedades, en nuestras familias.
Que reconozcan que toda autoridad viene de ti.
y debe ejercitarse según su Espíritu de servicio y de verdad.
Convierte los corazones endurecidos, ilumina las mentes oscurecidas,
Fortalece a quienes resisten valientemente la presión.
permanecer fiel a tu voluntad.
Te confiamos especialmente a aquellos que sufren.
abuso de autoridad espiritual, manipulación religiosa,
dominación disfrazada de servicio pastoral.
Consuélalos, libéralos, sana sus heridas.
Dales la oportunidad de conocer testigos auténticos de tu amor.
que les reveles tu verdadero rostro.,
tan diferentes de las caricaturas que se les impusieron.
Que tu Espíritu Santo nos haga dóciles a tu palabra,
libre de los poderes de este mundo,
valientes al dar testimonio de la verdad,
misericordioso con aquellos que buscan sinceramente,
pacientes con nuestra propia lentitud y resistencia.
Haznos verdaderos discípulos,
que reconocen tu autoridad no por la fuerza
pero por amor gozoso a tu verdad liberadora.
Para que demos frutos dignos de tu vida en nosotros:
amar, alegría, paz, paciencia, amabilidad,
amabilidad, lealtad, dulzura, autocontrol.
Por tu intercesión, Casado, Tú que dijiste "sí"«
a la autoridad de la Palabra divina transmitida por el ángel,
Enséñanos la obediencia libre y fructífera
que da a luz a Cristo en nuestras vidas y en nuestro mundo.
Amén.

Convertirnos en discípulos de la auténtica autoridad
El diálogo en el Templo entre Jesús y las autoridades religiosas nos plantea una pregunta candente: ¿de qué lado estamos? ¿Buscamos realmente reconocer lo que viene del cielo o sopesamos cuidadosamente los pros y los contras de cada postura? La cuestión va mucho más allá de un debate teológico abstracto; involucra toda nuestra forma de vida. fe, ejercer nuestras responsabilidades, situarnos en el mundo.
Esta historia nos llama a una triple conversión. Primero, una conversión intelectual: aceptar que la verdad existe, que puede ser conocida, que nos juzga en lugar de que nosotros la juzguemos. En un clima Desde una perspectiva cultural relativista, afirmar que existe verdad y falsedad, justicia e injusticia, autoridad legítima y poder ilegítimo, ya constituye un acto de resistencia. Pero esta afirmación no es arrogante si va acompañada de’humildad :Reconocemos la verdad, no la creamos; la servimos, no la poseemos.
A continuación, una conversión del corazón: elegir la libertad de la verdad sobre la esclavitud del cálculo. Los sumos sacerdotes y los ancianos son prisioneros de sus miedos, su posición y la opinión pública. Todos lo somos, en distintos grados. Fe La fe cristiana ofrece una liberación gradual de estas ataduras: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Juan 8:32). Esta libertad no se conquista de golpe, sino que se cultiva día a día, en pequeñas decisiones donde aceptamos perder algo para ganar autenticidad, donde nos arriesgamos al conflicto para no traicionar nuestra conciencia, donde decimos la verdad que perturba en lugar de la mentira que reconforta.
Finalmente, una conversión práctica: someter nuestras vidas a la autoridad que verdaderamente viene del cielo. Concretamente, esto significa priorizar la escucha de la Palabra de Dios, el discernimiento en la oración y la participación en los sacramentos, donde Cristo ejerce su autoridad de gracia. También significa examinar regularmente los frutos de nuestras decisiones, nuestros compromisos y nuestras relaciones: ¿están dando fruto? paz, alegría, caridad ¿Cuáles dan testimonio del Espíritu? ¿O generan división, amargura, esterilidad espiritual? Examinar los frutos requiere tiempo, por supuesto. paciencia, Necesitamos perspectiva; nuestra cultura de la inmediatez se resiste a ella. Pero no hay atajos para el discernimiento auténtico.
El camino que Jesús nos abre en este pasaje es exigente, pero profundamente liberador. No pide una sumisión ciega, sino un compromiso con visión clara; no una obediencia servil, sino una aceptación libre y gozosa de lo que viene del Padre. Las autoridades del Templo perdieron el momento de la visitación divina porque prefirieron su cómodo sistema a la inquietante novedad del Reino. No cometamos el mismo error. Dejemos que Cristo cuestione nuestras certezas, desafíe nuestras suposiciones, nos guíe más allá de nuestros miedos hacia la verdad que salva.
Lo que puedes hacer ahora mismo
- Identificar una decisión pendiente donde dudas por miedo a las consecuencias; honestamente hazte la pregunta: "¿Cuál sería la verdad que diría o la acción correcta que tomaría si no tuviera miedo?" luego ora para recibir el coraje necesario.
- Examinar un hábito religioso que practiques regularmente (Misa dominical, oración diaria, obras de caridad) mientras te preguntas: "¿Esto nace todavía de un deseo vivo de encontrar a Dios o se ha convertido en una rutina mecánica?"«
- Identificar una autoridad (persona, institución, tradición) a la que recurres a menudo en tus decisiones; analiza los frutos concretos que produce en tu vida: ¿libertad o dependencia? ¿Paz o ansiedad? Caridad ¿O egoísmo?
- Practica el silencio discernidor reservando un momento semanal para escuchar la voz de Dios sin una agenda, sin expectativas específicas, simplemente abierto a lo que pueda surgir de tus profundidades espirituales.
- Participe en una conversación real con alguien de confianza (amigo, director espiritual, grupo de intercambio) sobre una cuestión que "no sabes" porque prefieres no saber; acepta recibir ayuda para ver con más claridad.
- Leer un texto bíblico profético (por ejemplo, Jeremías 7 o Amós 5) que denuncia la religión vacía y superficial; deja que esta palabra cuestione tu propia práctica de fe.
- Ofrecer una palabra verdadera a alguien que necesita escucharlo, incluso si puede desagradar o complicar su relación; elija el amor verdadero en lugar de la falsa paz de la complacencia.
Referencias
Textos bíblicos
Mateo 21:23-27 (pasaje principal) • Mateo 7,15-20 (Los frutos de los profetas verdaderos y falsos) Juan 3,27-30 (el testimonio de Juan el Bautista sobre la autoridad del cielo) • Amós 7:10-17 (conflicto entre los profeta Amós y el sacerdote Amasías) • Jeremías 26 (El juicio de Jeremías por profetizar contra el Templo)
Tradición patrística
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio según Mateo, Homilía LXVII • Agustín de Hipona, Comentarios sobre la armonía de los Evangelios • Gregorio Magno, Regla Pastoral (sobre el ejercicio de la autoridad pastoral)
Magisterio y teología contemporánea
Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, No. 27 (sobre la autoridad como servicio) • François, Evangelii Gaudium, n.º 49 (crítica de las estructuras eclesiásticas autorreferenciales) • Joseph Ratzinger / Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Volumen II (Comentario sobre las controversias en el Templo) • Hans Urs von Balthasar, La verdad es sinfónica (distinción entre poder y autoridad)


