“El Espíritu de aquel que levantó a Cristo de entre los muertos mora en vosotros” (Rom 8:1-11)

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Lectura de la Carta del Apóstol San Pablo a los Romanos

Hermanos,
    para los que están en Cristo Jesús,
Ya no hay más condenación.
    Porque la ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús
te liberó de la ley del pecado y de la muerte.
    Porque cuando Dios envió a su propio Hijo
en una condición carnal similar a la de los pecadores
para vencer el pecado,
Él hizo lo que la ley de Moisés
no pudo hacerlo debido a la debilidad humana:
Condenó el pecado en el hombre carnal.
    Él quiso que el requisito de la Ley se cumpliera en nosotros,
cuya conducta no es conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.

    Para los que se conforman a la carne
tienden hacia lo carnal;
aquellos que se conforman al Espíritu
tender hacia lo espiritual;
    y la carne tiende hacia la muerte,
pero el Espíritu tiende a la vida y a la paz.
    Porque la mente puesta en la carne es enemiga de Dios,
ella no se somete a la ley de Dios,
Ella ni siquiera puede hacerlo.
    Aquellos que están bajo la influencia de la carne
no puede agradar a Dios.

    Pero vosotros no estáis bajo la influencia de la carne,
pero bajo la del Espíritu,
porque el Espíritu de Dios mora en vosotros.
El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Él.
    Pero si Cristo está en vosotros,
El cuerpo, es cierto, queda marcado por la muerte a causa del pecado,
pero el Espíritu te da vida, porque has sido justificado.
    Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús,
vive en ti,
el que resucitó a Jesucristo de entre los muertos
También dará vida a vuestros cuerpos mortales.
por medio de su Espíritu que habita en vosotros.

            – Palabra del Señor.

El poder del Espíritu: vivir la Resurrección en el corazón de la vida cotidiana

Descubre cómo el Espíritu Santo transforma radicalmente tu existencia rompiendo las cadenas del pecado y la muerte.

En este luminoso pasaje de la Epístola a los Romanos, Pablo revela una verdad impactante: el mismo Espíritu que resucitó a Jesús habita en ti. Esta promesa no se refiere a un futuro lejano, sino que transforma radicalmente tu presente. Para quienes buscan comprender su identidad cristiana y vivir plenamente su vocación, este texto ofrece las claves para una auténtica liberación. El apóstol desvela la dinámica espiritual que nos permite pasar de una vida marcada por la condenación a una vida habitada por el poder mismo de la Resurrección.

Primero exploraremos el contexto histórico y teológico de esta importante carta, luego analizaremos la tensión central entre la carne y el Espíritu. A continuación, desarrollaremos tres ejes esenciales: la liberación de la condenación, la inhabitación divina y la promesa de la resurrección corporal. Finalmente, ofreceremos maneras concretas de encarnar esta realidad espiritual en la vida diaria.

“El Espíritu de aquel que levantó a Cristo de entre los muertos mora en vosotros” (Rom 8:1-11)

Contexto

La Carta a los Romanos, escrita por Pablo alrededor del 57-58 d. C., constituye la exposición más sistemática de la teología paulina. El apóstol escribe a una comunidad que no fundó, establecida en el corazón del Imperio Romano, compuesta por cristianos de origen judío y pagano. Esta carta pretende preparar su futura visita, a la vez que aclara los fundamentos de la fe cristiana ante las tensiones entre judíos y gentiles.

El capítulo 8 marca un clímax teológico tras los desarrollos sobre la justificación por la fe, el pecado universal y la lucha interior del creyente descritos en el capítulo 7. Pablo pasa aquí del análisis de la condición humana caída a la proclamación triunfante de la vida en el Espíritu. Este pasaje responde a una pregunta fundamental: ¿cómo podemos vivir concretamente esta justificación obtenida por la fe en Cristo?

En la liturgia católica, este texto resuena en el quinto domingo de Cuaresma o en las celebraciones dedicadas al Espíritu Santo. Constituye uno de los pasajes más citados para comprender la pneumatología cristiana y la transformación que el Espíritu opera en la vida de los bautizados.

El texto en sí se estructura en tres movimientos. Primer movimiento: el anuncio de la no condenación y la liberación por el Espíritu. Segundo movimiento: la descripción de la oposición radical entre la carne y el Espíritu, entre dos lógicas de vida incompatibles. Tercer movimiento: la afirmación de la inhabitación del Espíritu y la promesa de una futura resurrección corporal.

Pablo usa un vocabulario preciso y contrastante. Por un lado, «carne» no se refiere al cuerpo físico, sino a la existencia humana marcada por el pecado, encerrada en sí misma, incapaz de someterse a Dios. Por otro lado, «Espíritu» representa la presencia activa de Dios que transforma al creyente desde dentro, comunicándole la vida divina misma.

La frase «ya no hay condenación» abre el capítulo con una fuerza liberadora extraordinaria. Tras describir la condición del hombre bajo el pecado y la Ley, Pablo proclama una ruptura total. La «ley del Espíritu» sustituye a la impotente Ley Mosaica. Esta novedad radical proviene del envío del Hijo «en carne de pecadores», una anticipación de la teología de la Encarnación.

La cuestión central es clara: vivir "según el Espíritu" en lugar de "según la carne". Esta alternativa no concierne a dos categorías de personas, sino a dos dinámicas existenciales opuestas. La carne conduce a la muerte, el Espíritu a la vida y la paz. Pablo no propone un dualismo metafísico, sino que describe una tensión moral y espiritual en el corazón de la existencia cristiana.

“El Espíritu de aquel que levantó a Cristo de entre los muertos mora en vosotros” (Rom 8:1-11)

Análisis

La idea central de este pasaje reside en la revolucionaria afirmación de que el Espíritu de Dios mora ahora en los creyentes, produciendo una transformación ontológica radical. Esta morada no es metafórica, sino real, concreta y operativa. Constituye el fundamento de la identidad cristiana y la fuente de toda auténtica vida espiritual.

Pablo establece una audaz ecuación teológica: «el Espíritu de Dios», «el Espíritu de Cristo» y «Cristo en vosotros» designan la misma realidad. Esta identificación revela la profundidad del misterio trinitario vivido en la experiencia de los primeros cristianos. El Espíritu no es una fuerza impersonal, sino la presencia misma del Resucitado actuando en sus discípulos.

La paradoja central reside en la coexistencia de dos realidades aparentemente contradictorias: «El cuerpo permanece marcado por la muerte a causa del pecado, pero el Espíritu te da vida». Esta tensión entre el «ya» y el «todavía no» caracteriza toda la teología paulina. Los creyentes ya viven la vida de la Resurrección mientras esperan la transformación final de sus cuerpos mortales.

Esta dinámica espiritual se basa en una lógica de reemplazo: la «ley del Espíritu» libera de la «ley del pecado y de la muerte». Nótese la redacción: no es el esfuerzo humano el que produce esta liberación, sino una nueva ley superior, una fuerza vital divina que rompe las cadenas de la condición humana caída.

El argumento paulino se basa en el fracaso de la Ley Mosaica. No es que sea mala en sí misma, sino que es impotente «debido a la debilidad humana». La carne, es decir, el hombre abandonado a sí mismo, no puede cumplir las exigencias divinas. Solo el envío del Hijo en la condición humana y el don del Espíritu hacen posible esta transformación.

El alcance existencial de esta verdad trastoca la comprensión que el cristiano tiene de sí mismo. Ya no se define por sus fracasos, sus debilidades, su mortalidad, sino por el Espíritu que mora en él. Su identidad más profunda no reside en lo que hace, sino en Aquel que vive en él. Esta revelación lo libera de la ansiosa búsqueda de la perfección a través de sus propias fuerzas.

Teológicamente, Pablo desarrolla aquí los fundamentos de una antropología sobrenatural. El ser humano no es simplemente una criatura natural, sino un ser destinado a la divinización, a participar en la vida divina misma. El Espíritu no viene del exterior, sino que transforma desde el interior, comunicando una nueva vida, una nueva capacidad de amar, de conocer a Dios, de vivir según su voluntad.

La dimensión pneumatológica se articula con la cristología: el Espíritu no actúa independientemente de Cristo, sino que actualiza la presencia del Resucitado en la Iglesia y en cada creyente. Esta unidad entre cristología y pneumatología evita dos trampas: un Cristo distante en el pasado o un Espíritu desconectado del acontecimiento histórico de Jesús.

Liberación de la convicción: una nueva identidad

La declaración inicial, «ya no hay condenación», suena a absolución definitiva. En el contexto legal de la época, la condenación implicaba exclusión, vergüenza pública y, a veces, la muerte. Pablo proclama la abolición total de este veredicto para quienes están «en Cristo Jesús». Esta expresión técnica designa la incorporación a Cristo mediante el bautismo, la unión mística con él.

Esta liberación no resulta de una amnistía arbitraria, sino de una victoria sobre el pecado mismo. Dios ha «condenado el pecado en la carne» al enviar a su Hijo. La expresión paradójica indica que la condena ya no recae sobre el pecador, sino sobre el pecado mismo, derrotado en la carne de Cristo crucificado. Esta distinción sutil pero crucial es el fundamento de toda la antropología cristiana: el hombre no se identifica con su pecado.

La "ley del Espíritu" introduce un nuevo régimen. A diferencia de la Ley Mosaica, que prescribía mandamientos externos, esta ley interior del Espíritu transforma el corazón, haciendo posible lo imposible. Cumple la promesa profética de Ezequiel: "Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo". La obediencia deja entonces de ser una restricción para convertirse en una gozosa espontaneidad.

Esta liberación afecta a todos los ámbitos de la existencia. Liberación de la culpa que paraliza, del miedo al juicio que angustia, de la autoobsesión que aprisiona. El cristiano descubre una libertad interior que ya no depende de las circunstancias externas, sino de la presencia estable del Espíritu en su interior.

Concretamente, esta verdad transforma la manera en que experimentamos los fracasos, las debilidades y las tentaciones. En lugar de un círculo vicioso de caídas y culpa, se abre un camino de recuperación constante en la misericordia. No es que el pecado se vuelva insignificante, sino que ya no define la identidad más profunda del creyente. Puede mirar con lucidez sus faltas sin desesperar, sabiendo que no tienen la última palabra.

Esta nueva identidad, basada en la no condena, también implica una visión diferente de los demás. Si Dios ya no condena, ¿quién soy yo para condenar? Esta lógica de la misericordia recibida debe traducirse en misericordia otorgada, rompiendo las espirales de juicio y rechazo que fragmentan las comunidades humanas.

El cumplimiento por parte del Espíritu de la "exigencia de la Ley" revela que la vida cristiana no es antinómica, sino transmoral. No rechaza los mandamientos, sino que los cumple a un nivel superior, no mediante una conformidad externa, sino mediante una transformación interior. El amor a Dios y al prójimo, suma de toda la Ley, se hace posible porque el Espíritu derrama el amor de Dios en nuestros corazones.

“El Espíritu de aquel que levantó a Cristo de entre los muertos mora en vosotros” (Rom 8:1-11)

La Morada Divina: El Templo Interior

Pablo insiste en que «el Espíritu de Dios mora en vosotros». Este verbo «morar» implica una presencia estable, duradera y permanente. El Espíritu no viene de visita ocasional, sino que mora en el creyente. Esta realidad trastoca el concepto de lo sagrado: el verdadero templo ya no es un edificio de piedra, sino la persona humana misma.

Esta inhabitación distingue radicalmente la experiencia cristiana de toda religiosidad natural. No se trata de acercarse a un Dios lejano mediante esfuerzos ascéticos, sino de acoger a Aquel que ya está ahí, en lo más íntimo de uno mismo. La vida espiritual deja entonces de ser una conquista heroica para convertirse en un reconocimiento de la Presencia ya dada.

La expresión «Quien no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece» establece un criterio de pertenencia eclesiológica. Ser cristiano no se define principalmente por prácticas externas o adhesión intelectual, sino por esta presencia interior del Espíritu. Este criterio objetivo sigue siendo misterioso porque solo Dios escudriña los corazones, pero garantiza que la realidad siempre supera las apariencias.

Esta presencia divina produce efectos concretos. El Espíritu te hace vivir en el presente, no solo en un futuro escatológico. Esta vida designa más que la existencia biológica: la vida divina misma, la participación en la vida trinitaria, la capacidad de amar como Dios ama, de conocer como Dios conoce, de actuar como Dios actúa.

La identificación entre «el Espíritu de Cristo» y «Cristo en vosotros» revela la profunda unidad entre cristología y pneumatología. Cristo resucitado no está ausente, sino presente a través de su Espíritu. Esta presencia espiritual no es menos real que la presencia histórica de Jesús en Galilea y Judea, pero adquiere una forma nueva, universal e interior.

En la práctica espiritual, esta verdad transforma la oración. Orar ya no consiste en establecer comunicación con un Dios externo y distante, sino en tomar conciencia del Espíritu que ora en nosotros, que gime en nuestro interior, que intercede por nosotros. San Pablo lo dirá explícitamente unos versículos más adelante: «El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad, porque no sabemos orar como conviene».

Esta morada también establece la dignidad inalienable de cada persona. Si el Espíritu de Dios habita en cada persona, todo ser humano se vuelve sagrado, inviolable y digno del máximo respeto. Esta visión antropológica se opone radicalmente a cualquier instrumentalización de la persona, a cualquier reducción del hombre a sus funciones o desempeños.

La promesa de resurrección: el horizonte escatológico

El punto culminante del argumento de Pablo es esta extraordinaria declaración: «El que resucitó a Jesús de entre los muertos también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu que mora en ustedes». Esta promesa no se refiere a una supervivencia espiritual incorpórea, sino a una gloriosa transformación de la corporeidad misma.

El Espíritu que ahora mora en los creyentes es la prenda, la garantía, de la resurrección futura. El mismo poder que arrebató a Jesús del sepulcro obrará en todos aquellos en quienes mora. Esta continuidad entre la acción presente del Espíritu y la resurrección final garantiza el cumplimiento de la promesa. Dios ya ha comenzado lo que gloriosamente completará.

Pablo mantiene una tensión creativa entre el presente y el futuro. «El cuerpo permanece marcado por la muerte a causa del pecado»: la condición mortal persiste, los creyentes experimentan la enfermedad, el envejecimiento y la muerte física. Pero esta dolorosa realidad no es la última palabra. El Espíritu ya está obrando la transformación que culminará en la resurrección.

Esta esperanza corporal distingue la fe cristiana del dualismo platónico, que despreciaba el cuerpo como prisión del alma. Para Pablo, el cuerpo no es malo en sí mismo, sino que está destinado a la glorificación. La resurrección de Cristo muestra que la materia misma está llamada a la transfiguración, que el mundo creado participa de la salvación divina.

Esta perspectiva escatológica transforma nuestra perspectiva del sufrimiento presente. Los dolores del cuerpo y las limitaciones de la mortalidad no se niegan, sino que se ponen en perspectiva ante la gloria venidera. En el capítulo siguiente, Pablo afirmará que «los sufrimientos de este tiempo presente no son nada comparados con la gloria que nos será revelada».

Concretamente, esta promesa establece una actitud paradójica hacia el cuerpo. Por un lado, el respeto y el cuidado del cuerpo como templo del Espíritu, destinado a la resurrección. Por otro, la relativización de la apariencia física, la salud y la juventud, sabiendo que el cuerpo glorioso superará infinitamente al cuerpo actual. Esta doble actitud evita la obsesión contemporánea por el cuerpo perfecto, a la vez que rechaza el desprecio por el cuerpo.

El horizonte de la resurrección corporal también implica una visión social y cósmica. Si los cuerpos resucitan, la materia se salva y toda la creación participa en la redención. Esta perspectiva es el fundamento de una auténtica ecología cristiana: el mundo no está destinado a desaparecer, sino a ser transfigurado, renovado y glorificado.

Tradición

Esta teología del Espíritu que habita en los creyentes recorre toda la tradición cristiana. Los Padres de la Iglesia desarrollaron esta intuición paulina en su doctrina de la divinización. San Atanasio de Alejandría formuló el principio así: «Dios se hizo hombre para que el hombre se convirtiera en Dios». La inhabitación del Espíritu constituye precisamente el medio de esta divinización progresiva.

San Agustín, en sus comentarios a la Epístola a los Romanos, insiste en la gratuidad de esta presencia divina. El Espíritu no se concede como recompensa por méritos humanos, sino que precede y posibilita toda buena obra. Esta primacía absoluta de la gracia fundamentará la teología agustiniana, que influirá profundamente en el Occidente cristiano.

La tradición monástica, particularmente en el desierto egipcio, buscaba experimentar concretamente esta realidad del Espíritu interior. Los Padres del Desierto enseñaban la atención al corazón, escuchando la presencia divina en nuestro interior. La oración del corazón, o hesicasmo en la tradición oriental, busca precisamente tomar conciencia de esta morada permanente del Espíritu.

Tomás de Aquino, en su teología de los dones del Espíritu Santo, sistematiza esta presencia divina. Distingue entre la presencia de Dios por inmensidad en cada criatura y la presencia especial por gracia en los justos. Esta última constituye una presencia nueva, personal y transformadora, mediante la cual Dios se hace cognoscible y amable de manera íntima.

La espiritualidad ignaciana, con su discernimiento de espíritus, se basa en la convicción de que el Espíritu guía al creyente interiormente. Los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola buscan que el ejercitante reconozca las inspiraciones del Espíritu para seguir mejor su guía en las decisiones concretas de la vida.

Más recientemente, el Concilio Vaticano II, en su constitución dogmática Lumen Gentium, retomó esta teología paulina para describir la Iglesia como templo del Espíritu. El concilio afirmó que el Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo, guiando, santificando y fortaleciendo a la comunidad cristiana.

Juan Pablo II, en su encíclica Dominum et Vivificantem, profundiza en esta presencia del Espíritu Santo en el creyente y en la Iglesia. Muestra cómo el Espíritu actualiza la redención de Cristo, aplicando los frutos de la Pascua a cada generación. Esta renovada pneumatología ha influido profundamente en la espiritualidad católica contemporánea.

“El Espíritu de aquel que levantó a Cristo de entre los muertos mora en vosotros” (Rom 8:1-11)

Meditación

Para encarnar esta realidad del Espíritu que habita dentro de ti, aquí tienes un viaje progresivo de siete pasos que puedes integrar diariamente en tu vida espiritual y en tu forma de ser en el mundo.

Primer paso: Comienza cada día con la consciencia de la Presencia. Antes de levantarte, en la quietud de la mañana, afírmate: «El Espíritu de Dios mora en mí». Deja que esta verdad penetre en tu conciencia, no como una idea abstracta, sino como una realidad viva.

Segundo paso: En momentos de tentación o dificultad, recuerda que ya no estás bajo condenación. En lugar de hundirte en la culpa, acepta la misericordia que te libera. Simplemente di: «Estoy libre de la condenación; el Espíritu mora en mí».

Paso tres: Practica el autoexamen no como un ejercicio de culpa, sino de discernimiento. Identifica en tu día qué se basaba en la lógica de la carne (retraimiento, egoísmo, aislamiento) y qué se basaba en el Espíritu (apertura, generosidad, paz interior).

Paso cuatro: Desarrolla la conciencia de tu cuerpo como templo del Espíritu. Cuida tu salud, tu descanso y tu alimentación, no por preocupación narcisista, sino por respeto a esta morada divina. Tu cuerpo participa en tu vida espiritual.

Paso cinco: En la oración, practica la escucha interior. Después de presentar tus peticiones, permanece en silencio, atento a las inspiraciones del Espíritu en tu interior. Presta atención a los pensamientos, deseos y emociones que surjan para que puedas discernirlos más adelante.

Paso Seis: Traduce esta realidad espiritual a tus relaciones. Si el Espíritu mora en ti, también mora en cada persona con la que te relacionas. Ver a los demás como templos de Dios transformará radicalmente tu forma de relacionarte.

Paso Siete: Nutre tu esperanza de resurrección. Ante la enfermedad, la vejez o las dificultades, aférrate a la promesa de que tu cuerpo mortal recibirá vida. Esta esperanza lo cambia todo, aunque no elimine el sufrimiento presente.

Conclusión

Este pasaje de la Epístola a los Romanos revela una verdad tan simple como increíble: el Espíritu que resucitó a Jesús mora en ti. Esta afirmación no es cuestión de optimismo dichoso ni de ilusión espiritual, sino la esencia misma de la fe cristiana. Tu verdadera identidad no se define por tus fracasos, tus debilidades ni tu mortalidad, sino por esta Presencia divina que mora en ti y te transforma desde dentro.

El poder transformador de este mensaje reside en su naturaleza concreta y presente. No se trata de esperar pasivamente una salvación futura, sino de vivir ahora la nueva vida que el Espíritu comunica. Cada decisión, cada relación, cada prueba se convierte en una oportunidad para elegir entre la lógica de la carne y la del Espíritu, entre el cierre mortal y la apertura vivificante.

Esta revelación exige una revolución en la forma en que te ves a ti mismo y a los demás. Si el Espíritu de Dios mora en ti, eres infinitamente más de lo que aparentas; llevas en ti una dignidad inalienable, una vocación divina. Esta conciencia debe traducirse en una confianza renovada, audacia espiritual y una libertad interior que ya no depende de las circunstancias externas.

La invitación final es clara: deja que el Espíritu que mora en ti transforme concretamente tu existencia. No mediante un esfuerzo volitivo agotador, sino mediante una apertura dócil, una disponibilidad confiada a la acción divina. La auténtica vida cristiana brota de esta misteriosa colaboración entre la gracia divina y la libertad humana, entre la iniciativa de Dios y tu respuesta. Acoge cada día esta Presencia que quiere conducirte de la muerte a la vida, de la condenación a la libertad, del pecado a la santidad. El Espíritu que resucitó a Cristo ya está obrando en ti: deja que realice su obra de transformación hasta la plena manifestación de la gloria venidera.

Práctico

  • Comienza cada mañana afirmando: “El Espíritu de Dios habita dentro de mí”, dejando que esta verdad penetre en tu conciencia antes de cualquier actividad.
  • En momentos de culpa o fracaso, recuérdese: “Ya no hay ninguna condenación para mí en Cristo”, rompiendo así el ciclo de autoculpa paralizante.
  • Practica diez minutos de silencio interior diariamente para escuchar las indicaciones del Espíritu, luego registra tus percepciones en un diario espiritual.
  • Elige conscientemente tres veces al día entre la lógica de la carne y la del Espíritu, identificando claramente estas dos tendencias en tus decisiones concretas.
  • Trata tu cuerpo como un templo del Espíritu: descanso adecuado, alimentación sana, ejercicio regular, desde una perspectiva espiritual y no narcisista.
  • Ve a cada persona que conozcas como habitada por el Espíritu, lo que transformará profundamente tu manera de relacionarte y comunicarte.
  • Medita regularmente sobre la promesa de la resurrección corporal, especialmente en momentos de enfermedad o sufrimiento físico, anclando tu esperanza en esta certeza.

Referencias

  • Epístola de San Pablo a los Romanos, capítulos 7-8, Traducción Litúrgica de la Biblia (AELF), para el contexto inmediato y la progresión teológica del argumento paulino.
  • San Agustín, Tratado sobre la gracia Y Comentario sobre la Epístola a los Romanos, fuentes patrísticas esenciales sobre la teología de la gracia y del Espíritu en la tradición occidental.
  • Tomás de Aquino, Suma Teológica, Ia-IIae, preguntas 109-114 sobre la gracia, y IIa-IIae, preguntas 8-45 sobre los dones del Espíritu Santo, para la sistematización teológica medieval.
  • Juan Pablo II, Encíclica Dominum et Vivificantem (1986), para la enseñanza magisterial contemporánea sobre el Espíritu Santo y su acción en la Iglesia y en las almas.
  • Concilio Vaticano IIConstitución Dogmática Lumen Gentium (1964), particularmente los capítulos II y VII sobre el Pueblo de Dios y el Espíritu Santo en la Iglesia.
  • Romano Guardini, El Señor, profundas reflexiones sobre la vida en el Espíritu y la transformación espiritual del cristiano desde la perspectiva de la fe católica moderna.
  • Hans Urs von Balthasar, La teología de la historia, para una comprensión teológica de la escatología y de la promesa de la resurrección en la perspectiva de la historia de la salvación.
  • Ignacio de Loyola, ejercicios espirituales, especialmente las reglas para el discernimiento de espíritus, para la aplicación práctica del discernimiento de la acción del Espíritu en la vida diaria.

Vía Equipo Bíblico
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