Evangelio de Jesucristo según San Lucas
En ese tiempo,
A algunos que estaban convencidos de que estaban siendo justos.
y que despreciaban a los demás,
Jesús contó esta parábola:
“Dos hombres subieron al Templo a orar.
Uno era fariseo,
y el otro, publicano (es decir, cobrador de impuestos).
El fariseo, puesto en pie, oraba para sí mismo:
'Dios mío, te doy gracias
Porque no soy como los demás hombres
– son ladrones, injustos, adúlteros –,
o como este tabernero.
Yo ayuno dos veces por semana
y pago la décima parte de todo lo que gano.'
El recaudador de impuestos se quedó a cierta distancia
y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo;
Pero se golpeaba el pecho, diciendo:
'¡Dios mío, muéstrate favorable al pecador que soy!'
Os declaro:
Cuando este último regresó a su casa,
Él fue quien se hizo justo,
más bien que el otro.
El que se enaltece será humillado;
El que se humilla será enaltecido.
– Aclamamos la Palabra de Dios.
Descender para elevarse transformar la oración a través de la auténtica humildad
Cómo la parábola del fariseo y el publicano revela el camino paradójico hacia la justificación y renueva nuestra relación con Dios.
A menudo oramos contando nuestros méritos en lugar de reconocer nuestra pobreza. La parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18:9-14) invierte esta lógica aparentemente sensata: quien sube al Templo exhibiendo sus virtudes baja sin cambiar, mientras que el pecador que se golpea el pecho se convierte en justo. Estas palabras de Jesús transforman nuestra comprensión de la oración, la justicia divina y el camino espiritual, ofreciendo una clave para una vida auténtica ante Dios.
El hilo conductor de nuestra exploración
Descubriremos cómo esta breve parábola sitúa la humildad en el centro de la justificación, desvelaremos las actitudes contrastantes de los dos líderes de oración y exploraremos aplicaciones concretas en nuestra vida diaria. Profundizaremos en las resonancias de la tradición espiritual antes de proponer una práctica meditativa y abordar los desafíos contemporáneos. Una oración litúrgica y puntos de referencia prácticos concluirán nuestro recorrido.

Contexto: Una parábola para corregir el engaño espiritual
Lucas sitúa esta parábola en el ascenso final de Jesús a Jerusalén, entre la enseñanza sobre la perseverancia en la oración y la acogida de los niños. El contexto es preciso: Jesús se dirige a «algunos que estaban convencidos de su justicia y despreciaban a los demás». Esta precisión literaria no es insignificante. Lucas se dirige a una peligrosa actitud espiritual que amenaza a todos los creyentes: la certeza de la propia justicia unida al desprecio por los demás.
El marco narrativo está cuidadosamente construido. Dos hombres suben al Templo de Jerusalén a orar. El primero, un fariseo, representa a la élite religiosa, respetada por su escrupulosa observancia de la Ley. El segundo, un publicano, recaudador de impuestos del ocupante romano, encarna al odiado colaborador, considerado un pecador público e impuro. La oposición es máxima: pureza versus impureza, observancia versus transgresión, honor versus vergüenza.
La oración del fariseo ilustra a la perfección el engaño que denuncia. Su gratitud a Dios enmascara la autocomplacencia: «No soy como los demás hombres». Enumera sus prácticas que van más allá de los requisitos legales: ayunar dos veces por semana en lugar de los ayunos prescritos, diezmar todos sus ingresos. Su postura física —de pie— y su mirada interior —«oraba para sí mismo»— revelan una oración que nunca abandona realmente su yo. Se compara, se mide, se distingue.
El recaudador de impuestos adopta una postura radicalmente diferente. Permanece "a distancia", probablemente en los atrios exteriores reservados para los menos puros. No se atreve a alzar la vista al cielo, un gesto habitual de la oración judía. Se golpea el pecho, un signo de profunda contrición rara vez mencionado en las Escrituras. Su oración se resume en ocho palabras griegas: "Dios mío, ten piedad de mí, pecador". Sin comparación, sin justificación, solo la simple invocación a la misericordia divina.
El veredicto de Jesús cae, paradójico y definitivo: es el publicano quien baja "justificado" (forma pasiva del verbo griego dikaioō, para ser justificado por Dios). El fariseo, a pesar de sus obras auténticas, permanece inmutable. La frase final enuncia el principio general: «Quien se enaltece será humillado; quien se humilla será enaltecido». Esta ley del Reino revierte la lógica mundana y religiosa del mérito acumulado.

Análisis: La justificación como don recibido en verdad
El núcleo teológico de esta parábola reside en la naturaleza misma de la justificación divina. Jesús no critica las prácticas religiosas del fariseo: el ayuno y el diezmo son legítimos y loables. Revela la actitud interior que convierte estos actos en obstáculos: la pretensión de autojustificación y el consiguiente desprecio por los demás.
La justificación, en el pensamiento bíblico de Pablo, designa la acción de Dios que justifica al pecador, no por sus méritos, sino por gracia. El publicano comprende intuitivamente esta verdad. Su oración no alega circunstancias atenuantes ni invoca ningún mérito oculto. Se presenta tal como es: un pecador necesitado de misericordia. Esta verdad radical sobre sí mismo abre el espacio para que Dios pueda actuar.
El fariseo, en cambio, cierra este espacio. Su oración queda atrapada en el circuito cerrado del ego. Al compararse con los demás —«No soy como ellos»—, basa su rectitud en la diferencia y, por lo tanto, en el juicio ajeno. Su misma gratitud se convierte en una sutil afirmación de superioridad. Agradece a Dios por ser diferente, mejor, más observador. Esta actitud revela un malentendido fundamental: la rectitud no se mide, se recibe.
La expresión "se hizo justo" (griego dedikaiōmenos) utiliza el participio perfecto pasivo, lo que indica una acción divina completada con efecto permanente. No es el publicano quien se justifica por su humildad; eso sería recurrir a la lógica meritoria. Es Dios quien justifica a quien reconoce humildemente su condición. La humildad no es una virtud contable, sino la disposición que permite acoger el don.
Esta dinámica es coherente con la enseñanza de Pablo sobre la justificación por la fe: «Al que no conoció pecado, por nosotros Dios lo hizo pecado, para que en él fuéramos hechos justicia de Dios» (2 Corintios 5:21). La justicia cristiana es participar de la justicia de Cristo, no la acumulación de méritos personales. Presupone el reconocimiento previo de nuestra incapacidad para salvarnos a nosotros mismos.
Las dos caras de la oración, los dos caminos espirituales
La parábola contrasta dos concepciones radicalmente diferentes de la oración y, por extensión, del camino espiritual. Comprender esta oposición arroja luz sobre nuestras propias prácticas y actitudes.
La oración del fariseo ilustra lo que podríamos llamar "oración performativa": enuncia logros para felicitarse por ellos. El fariseo acude al Templo no para encontrarse con Dios, sino para reafirmarse en su propia valía moral. Su oración funciona como un espejo en el que contemplar su reflejo virtuoso. El "yo" domina: "Te doy gracias", "No soy", "Ayuno", "Derramaré". Esta multiplicación del pronombre revela el verdadero centro de gravedad: no Dios, sino el yo y sus logros.
Más sutil aún, este fariseo ora “dentro de sí mismo” (Pros Heauton), una expresión ambigua que significa «fuera de sí» o «para sí». Ambos significados convergen: su oración permanece interior, encerrada en su propio juicio. Nunca se dirige verdaderamente al Otro, no se expone a la mirada divina que escruta los corazones. Es una oración sin riesgo, sin vulnerabilidad, donde todo está controlado y dominado.
La oración del publicano, en cambio, encarna la "oración de abandono": renuncia a todo control en favor de la misericordia. El publicano no está de pie, sino probablemente encorvado, abrumado por el peso de su culpa. No alza la vista, gesto habitual de la oración, como si la vergüenza se lo impidiera. Se golpea el pecho, signo de dolor interior y arrepentimiento visceral. Todo su cuerpo habla ante sus labios.
Su breve invocación: "Dios mío, ten piedad del pecador que soy", utiliza el verbo hilaskomai (ser propicio, perdonar) vinculado al ritual de Yom Kippur donde el sumo sacerdote rociaba el propiciatorio (hilastérion) de la sangre expiatoria. El publicano no invoca sus méritos, sino que pide una expiación ritual, reconociendo implícitamente que solo Dios puede purificar. El artículo definido "el pecador" (tō hamartōlō) sugiere que se identifica totalmente con su condición pecadora, sin distancia ni excusa.
Estas dos oraciones revelan dos caminos espirituales. El primero busca la elevación mediante la acumulación de virtudes y la distinción de los pecadores. Es el camino de la separación, de la pureza alcanzada, de la justicia construida. El segundo acepta el descenso, el despojo y la pobreza radical ante Dios. Es el camino de la unión en el reconocimiento de nuestra humanidad común herida. Paradójicamente, es el descenso lo que eleva, la pobreza lo que enriquece y la humillación lo que justifica.
El desprecio como síntoma de ilusión espiritual
Lucas enfatiza que Jesús se refiere a "algunos que despreciaban a los demás". Desprecio (exouthenountes) no es un defecto secundario, sino el síntoma de una profunda patología espiritual. Analizar este desprecio arroja luz sobre las raíces de la ilusión denunciada.
El desprecio espiritual surge de una doble percepción errónea. Primero, confunde la santidad con la separación. El fariseo cree que su justicia lo aísla de los pecadores, lo coloca por encima de ellos. Olvida que la santidad bíblica no es aislamiento, sino consagración: ser apartado. Para servir, no contra Otros. En segundo lugar, ignora que toda justicia humana es relativa e imperfecta ante el absoluto divino. Como escribirá Pablo: «Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Rom 3:23). La línea divisoria no pasa entre justos y pecadores, sino que atraviesa cada corazón humano.
El desprecio también funciona como un mecanismo de defensa psicológico. Al proyectar la culpa sobre otros —«ladrones, injustos, adúlteros»—, el fariseo se protege de reconocer su propia sombra. Los pecados que enumera son precisamente aquellos que debe reprimir para mantener su imagen de justo. Su oración se convierte así en un intento inconsciente de alejar sus propios demonios mediante la proyección.
Este desprecio también contamina la oración misma. En lugar de ser un diálogo amoroso con Dios, se convierte en un tribunal para juzgar a los demás. El fariseo no ora. Para los pecadores pero contra ellos, usando su supuesta indignidad como contrapunto para su propia virtud. Esta instrumentalización de los demás delata una visión puramente comparativa y competitiva de la vida espiritual: soy bueno porque ellos son malos, me salvo porque ellos están perdidos.
La actitud del publicano contrasta marcadamente. No compara, no juzga, ni siquiera menciona a los demás. Su oración es una relación puramente vertical con Dios. Esta ausencia de comparación revela una auténtica humildad: la persona humilde no se compara con los demás ni consigo misma; se acepta tal como es ante la mirada de Dios. El publicano no necesita despreciar para existir; existe en la cruda realidad de su condición ante Aquel que solo puede salvar.
Este análisis del desprecio refleja la enseñanza de Jesús sobre el juicio: «No juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mt 7:1). No es que toda evaluación moral esté prohibida, sino que el juicio que condena, excluye y desprecia usurpa la prerrogativa divina. Solo Dios conoce los corazones; solo Él puede juzgar con verdad y misericordia. Nuestra tarea no es juzgar a los demás, sino velar por nuestros propios corazones y orar por todos.

Elevación a través del abatimiento, paradoja del Reino
La frase final de Jesús —«Quien se enaltece será humillado; quien se humilla será enaltecido»— enuncia un principio fundamental del Reino de Dios. Esta paradoja recorre todo el Evangelio y revela una lógica divina que invierte los estándares mundanos de grandeza y éxito.
La autohumillación de la que habla Jesús no es una falsa modestia calculada ni masoquismo espiritual. Es el reconocimiento lúcido y sereno de nuestra verdad: somos criaturas finitas y pecadoras, radicalmente dependientes de Dios para nuestra existencia y salvación. Este reconocimiento no es degradante, sino liberador. Nos libera de la agotadora obligación de justificarnos, de construir nuestra salvación, de demostrar nuestro valor.
El publicano encarna esta auténtica humillación. No finge humildad, la vive. Su postura corporal —distancia, mirada baja, pecho golpeado— expresa una verdadera humillación ante el peso de su pecado. Sin embargo, esta humillación no es desesperación, sino un grito: «Dios mío». Aún cree que puede recurrir a Dios, aún espera en su misericordia. Por lo tanto, su humillación está impregnada de fe y esperanza.
La elevación de Dios no llega a pesar de esta humillación, sino a través de ella. Precisamente porque el publicano se reconoce pecador, Dios puede justificarlo. La humildad crea el vacío en el que la gracia puede desplegarse. Como escribirá María en el Magníficat: «Derriba a los poderosos de sus tronos y exalta a los humildes» (Lc 1,52). La lógica divina invierte las jerarquías humanas no por arbitrariedad, sino porque solo los humildes acogen el don.
Esta paradoja culmina en el Misterio Pascual. Jesús mismo «se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo» (Fil 2,8-9). La humillación voluntaria de Cristo en la Encarnación y la Pasión se convierte en el camino hacia su glorificación y nuestra salvación. La cruz, instrumento de extrema humillación, se convierte en trono de gloria y fuente de vida. Todo cristiano está llamado a seguir este camino paradójico.
Vivir la parábola diariamente
Esta parábola no es solo una lección teórica, sino un desafío práctico que transforma nuestra vida. Exploremos sus aplicaciones en diferentes ámbitos de la existencia.
En la vida de oración personalLa parábola nos invita a examinar nuestras motivaciones más profundas. ¿Oramos para encontrarnos con Dios o para reafirmarnos en nuestro valor espiritual? ¿Nuestras oraciones enumeran nuestros méritos o revelan nuestra pobreza? ¿Usamos la oración para compararnos, juzgarnos o distinguirnos? El ejercicio práctico consiste en simplificar gradualmente nuestra oración, eliminar las autojustificaciones y volver al clamor sencillo y directo del publicano. Una oración de humildad podría ser: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador», la famosa oración de la tradición oriental, directamente inspirada en nuestra parábola.
En la vida comunitaria eclesialEl peligro farisaico amenaza constantemente. Quienes asisten regularmente a la iglesia pueden desarrollar un sutil desprecio por los "tibios", los "ocasionales", aquellos que "no se esfuerzan". La implicación concreta: acoger a todos donde estén, alegrarse de cada presencia en lugar de lamentar las ausencias, reconocer que todos somos mendigos de gracia. En nuestras comunidades parroquiales, esto podría significar: tener especial cuidado en la acogida de los recién llegados, evitar círculos de "fieles" que excluyen implícitamente, valorar la diversidad de caminos en lugar de imponer un modelo único.
En compromisos caritativos y socialesLa parábola advierte contra la condescendencia. Servir a los pobres con un sentido de superioridad reproduce una actitud de superioridad moral. La caridad auténtica reconoce nuestra humanidad común y recibe tanto como da. En concreto: escuchar atentamente a quienes ayudamos, aprender de ellos, reconocer que quizás nos evangelizan más de lo que nosotros los ayudamos. En las obras sociales cristianas, prioricemos las relaciones personales sobre las distribuciones anónimas, y creemos espacios para el encuentro genuino en lugar de flujos de "beneficiarios".
En la vida profesional y socialA menudo reina el espíritu de comparación y competencia. La parábola sugiere una alternativa: medir el trabajo propio no comparándolo con el de los demás, sino por la fidelidad a la propia vocación. En la práctica: regocijarse auténticamente por los éxitos ajenos, rechazar la lógica de la denigración y cultivar la colaboración en lugar de la rivalidad. En los círculos profesionales cristianos, esto implica mostrar un estilo relacional diferente, menos competitivo y más solidario.
Tradición
Nuestra parábola resuena profundamente con toda la revelación bíblica y la tradición espiritual cristiana, formando un tejido coherente de sabiduría.
El Antiguo Testamento ya se prepara para este cambio. Los Salmos cantan: «Un espíritu quebrantado es el sacrificio que agrada a Dios; un corazón contrito y humillado, oh Dios mío, no rechazarás» (Sal 51:19). El profeta Isaías anuncia: «Mis ojos están puestos en los humildes y contritos de espíritu, y en los que tiemblan ante mi palabra» (Is 66:2). El libro de Proverbios enseña: «La soberbia del hombre lo humillará, pero el humilde de espíritu obtendrá honra» (Prov 29:23). La sabiduría bíblica siempre ha celebrado la humildad como una virtud fundamental.
San Pablo desarrolla teológicamente lo que nuestra parábola ilustra narrativamente. Su enseñanza sobre la justificación por la fe en Romanos 3-5 sigue exactamente la misma lógica: «Todos pecaron... y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús» (Rom 3:23-24). La distinción entre fariseos y publicanos se convierte en la que existe entre la justicia por las obras y la justicia por la fe. Pablo mismo experimentó este pasaje; él, el antiguo fariseo celoso, fue transformado por el encuentro con Cristo en el camino a Damasco.
Los Padres de la Iglesia han comentado extensamente esta parábola. San Agustín ve en ella la condena del orgullo espiritual, raíz de todos los pecados. San Juan Crisóstomo insiste en la sinceridad del publicano, modelo de confesión auténtica. Estos comentarios patrísticos han nutrido toda la tradición espiritual posterior.
La espiritualidad monástica, particularmente en Oriente, ha hecho de la humildad la virtud cardinal. La escalera de San Juan Clímaco sitúa la humildad en la cúspide de la ascensión espiritual. Los Padres del Desierto repetían: «La conciencia del propio pecado es mayor que resucitar a los muertos». Esta tradición reconoce en el publicano el modelo del hesicasta, aquel que desciende a su corazón para encontrarse con Dios en la verdad desnuda.
Santa Teresita de Lisieux reformularía esta sabiduría a su manera: no confiar en las propias virtudes, sino abandonarse a la misericordia divina. Escribió: «Mis debilidades me alegran porque me dan la oportunidad de sentir la misericordia de Jesús». El Cura de Ars confesó: «Soy el mayor pecador que la tierra haya conocido», no por falsa modestia, sino por genuina humildad ante Dios.
Apropiarse de la oración del publicano
Para transformar esta parábola en un camino espiritual vivo, aquí hay una práctica meditativa progresiva en siete pasos para experimentar diariamente durante una semana.
Día 1: Lectura oranteLea Lucas 18:9-14 en voz alta y lentamente, tres veces. Cada vez que lea, concéntrese en un detalle diferente: las posturas corporales, las palabras, el veredicto final. Tome nota de lo que le resuena, lo que le desafía o lo que le perturba.
Día 2: IdentificaciónPregúntate honestamente: ¿En qué aspectos soy a veces un fariseo? ¿Cuándo me he comparado favorablemente con los demás? ¿Cuándo he valorado mis méritos espirituales? Observa estos momentos sin juzgar, simplemente para ver con claridad.
Día 3: La postura del publicanoDurante la oración, adopte una postura física: manténgase alejado (simbólicamente retirado), baje la mirada y golpee suavemente el pecho. Deje que el cuerpo enseñe humildad a la mente.
Día 4: La oración del publicanoRepite lentamente, como un mantra: «Dios mío, muéstrate favorable al pecador que soy». Deja que esta oración descienda de la mente al corazón. Repítela diez, veinte, cien veces hasta que se convierta en respiración espiritual.
Día 5: El examen de la misericordiaPor la noche, repasa tu día, no para contar pecados y méritos, sino para acoger la mirada misericordiosa de Dios sobre nuestra realidad. Reconoce tus faltas con confianza, no con desesperación.
Día 6: El ayuno de la comparaciónDurante un día entero, abstente de cualquier comparación con los demás, ya sea mental o verbal. Siempre que surja una comparación, obsérvala y regresa a tu propia verdad ante Dios.
Día 7: Acción de Gracias renovada. Terminar con una verdadera oración de gratitud, no por ser mejores que los demás sino por los dones recibidos, reconociendo que todos vienen de Dios y no nos pertenecen sólo a nosotros.

Desafíos contemporáneos
Esta antigua parábola desafía nuestro mundo contemporáneo de maneras sorprendentes y plantea preguntas legítimas que requieren respuestas matizadas.
¿Es la humildad compatible con la autoafirmación necesaria hoy en día? Nuestra cultura valora la autoconfianza, la afirmación personal e incluso la autopromoción profesional. La humildad cristiana parece contradecir estas exigencias. En realidad, la verdadera humildad no es abnegación, sino sinceridad sobre uno mismo. Reconoce lúcidamente los propios talentos, sabiendo que son recibidos, no construidos. Paradójicamente, permite una sana autoafirmación, libre de la necesidad neurótica de demostrar la propia valía. Los humildes pueden atreverse porque no arriesgan su identidad en el éxito.
¿Cómo podemos evitar que el reconocimiento del pecado se convierta en masoquismo o culpa tóxica? Algunas lecturas rigurosas de la parábola han engendrado espiritualidades malsanas, obsesionadas con la indignidad personal. La clave reside en el movimiento completo de la oración del publicano: se reconoce pecador. Y Se dirige a Dios. Su confesión está llena de confianza. La humildad cristiana nunca es una retirada desesperada, sino una apertura confiada a la misericordia. Dice «soy pecador» no para abrumarse, sino para acoger la salvación.
¿Esta parábola condena toda práctica religiosa regular? Algunos podrían concluir que ayunar, orar y dar son inútiles o incluso contraproducentes, ya que el fariseo que los practica es rechazado. Esto sería una grave interpretación errónea. Jesús no condena las prácticas, sino la actitud que las acompaña. El ayuno humilde y discreto que recomienda en otro lugar (Mt 6,16-18) sigue siendo valioso. Lo que se denuncia es la pretensión de salvarse mediante las obras y el consiguiente desprecio por los demás, no las obras en sí.
¿Cómo se aplica esta parábola a los debates actuales en la Iglesia? En nuestras iglesias, la división entre feligreses habituales y ocasionales, tradicionalistas y progresistas, y comprometidos y consumidores, a menudo reproduce una lógica farisaica. Cada bando puede creerse justo y despreciar al otro. La parábola nos invita a trascender estas divisiones reconociendo que todos —conservadores y reformistas, fieles y distantes— somos mendigos de misericordia. Exige un diálogo humilde en lugar de una condena mutua.
¿La humildad no corre el riesgo de paralizar la acción social y profética? Si me reconozco pecador, ¿puedo aún denunciar las injusticias? La verdadera humildad no impide la palabra profética, sino que la purifica. El profeta humilde sabe que no es mejor que aquellos a quienes denuncia, que comparte su humanidad herida. Esta conciencia lo hace más radical —porque no negocia con la injusticia— y más misericordioso —porque no condena a las personas—. El auténtico compromiso social cristiano une la claridad moral y la compasión.
Oración: Para ser justos por tu misericordia.
Señor Jesucristo, Verbo encarnado y Maestro de la verdad,
Nos enseñaste que la humildad abre las puertas del Reino.
Mientras que el orgullo los cierra, incluso a los más observadores.
Te damos gracias por esta parábola que revela nuestros corazones.
y revela el camino paradójico de la justificación.
Al igual que el fariseo, a menudo hemos contado nuestros méritos,
Comparamos nuestros esfuerzos con las debilidades de los demás,
transformó nuestra oración en un tribunal donde juzgamos a nuestros hermanos.
Nos creíamos justos por nuestras obras,
olvidando que toda justicia viene sólo de Ti.
Perdónanos por esta pretensión que te hiere y nos aísla.
Como el publicano, enséñanos a mantener la distancia,
no por desesperación sino por humildad,
sabiendo que somos pecadores ante tu santidad.
Danos el coraje de bajar la mirada,
para golpearnos el pecho, para invocar tu misericordia
sin cálculo ni reserva, con confianza filial.
Que nuestra oración sea sencilla y verdadera,
despojado de todo artificio y de toda comparación,
pura relación de amor entre nuestra pobreza y tu riqueza.
Enséñanos a no medir más nuestra justicia por la injusticia de los demás.
sino recibirlo de Ti como un regalo gratuito e inmerecido.
Purifica nuestras comunidades eclesiales de todo espíritu de juicio.
Que acojamos a todos donde estén,
sin desprecio por los “distantes” ni orgullo por los “practicantes”.
Hagamos de nuestras asambleas espacios donde todos, justos y pecadores,
reconocerse mendigos de tu gracia y testigos de tu misericordia.
En nuestros compromisos caritativos y sociales,
Líbranos de toda condescendencia.
Que sirvamos a nuestros hermanos reconociendo nuestra humanidad común,
aprendiendo de ellos tanto como les damos,
recibiendo su evangelización tanto como nosotros los evangelizamos.
En el trabajo, en nuestras familias, en todas nuestras relaciones,
Libéranos del espíritu de competencia y comparación.
Que nuestra alegría no la encontremos en la superioridad sobre los demás.
pero en fidelidad a tu voluntad y en servicio del bien común.
Señor, haz descender en nosotros esta humildad que eleva,
esta pobreza que enriquece, este abatimiento que justifica.
Que podamos descender de nuestras oraciones transformados cada día,
no por nuestros méritos sino por tu misericordia,
no por nuestra justicia, sino por la tuya, que nos fue dada en Cristo Jesús.
Tú que te humillaste hasta la muerte en la cruz
y a quien el Padre exaltó en gloria,
Guíanos por tu camino pascual
de humillación fructífera y glorificación prometida.
Amén.
Del Templo al hogar, de la parábola a la vida
La parábola del fariseo y el publicano nos sitúa en una encrucijada crucial. Se nos abren dos caminos: el de la orgullosa elevación, que conduce a la humillación, y el de la humilde humillación, que conduce a la elevación. Nuestras decisiones diarias determinan no solo nuestra relación con Dios, sino toda nuestra existencia.
Como el publicano, volvamos a casa transformados por esta Palabra. Regresar aquí no es un fracaso, sino un regreso fructífero a la vida cotidiana, portadores de una nueva verdad. El publicano regresa a casa justificado, es decir, reconciliado con Dios, consigo mismo y, potencialmente, con los demás. Su humilde oración en el Templo ahora da fruto en su hogar, su trabajo y sus relaciones.
En concreto, elijamos tres acciones inmediatas. En primer lugar, adopten la oración del publicano como su oración diaria de la mañana, el ancla espiritual del día. En segundo lugarPractiquemos el “ayuno de comparación” diariamente durante una semana, observando cómo nos medimos constantemente en comparación con los demás. En tercer lugar, identificar a una persona que hemos juzgado o despreciado y hacer un gesto concreto de reconciliación o de apertura.
La verdad liberadora de esta parábola es que no tenemos que construirnos a nosotros mismos, demostrar nuestro valor ni ganarnos el amor de Dios. Por fin podemos detener esta agotadora carrera y recibirnos, amados pecadores, justificados no por nuestros méritos, sino por pura misericordia. Esta libertad lo transforma todo: nuestra oración se convierte en diálogo amoroso, nuestra vida comunitaria en verdadera fraternidad, nuestra acción en el mundo en servicio gozoso.
Tanto el fariseo como el publicano habitan en nuestros corazones. Cada día elegimos a cuál alimentar. Que, por gracia, elijamos la humildad que nos abre a la verdadera grandeza, la del Reino donde los últimos son los primeros y donde quienes se humillan son exaltados por Dios mismo.
Práctico
- Oración diaria :Repite cada mañana “Dios mío, muéstrate favorable al pecador que soy”, con postura humilde y corazón confiado.
- Nuevo examen de conciencia :Por la noche, revisa tu jornada bajo la mirada misericordiosa de Dios, reconociendo faltas y gracias sin comparación con los demás.
- Ayuno comparativo Abstenerse durante una semana de cualquier comparación mental o verbal con los demás; observar cuán difícil y liberador es.
- Bienvenida incondicional :En la propia comunidad parroquial, dar una bienvenida particularmente cálida a una persona “diferente” o “distante”, sin juicio ni condescendencia.
- Gratitud purificada :Agradezcamos a Dios por sus dones reconociendo que vienen de Él, no de nuestros méritos o superioridad personal.
- Gesto de reconciliación :Identificar a una persona juzgada o despreciada y realizar un acto concreto de apertura: mensaje, invitación, petición de perdón.
- Lectura meditativa semanal :Releer cada domingo Lc 18, 9-14, identificándose sucesivamente con el fariseo y luego con el publicano, para conocer mejor su corazón.
Referencias
Fuentes primarias:
- Evangelio según San Lucas 18, 9-14 (Biblia de Jerusalén)
- Epístola de San Pablo a los Romanos 3-5 (justificación por la fe)
- Salmo 51 (Miserere, sacrificio que agrada a Dios)
Fuentes secundarias:
- San Agustín, Sermones sobre el Evangelio de Lucas (comentario patrístico)
- San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Penitencia (tradición oriental)
- Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma (pequeño camino de humildad)
- Juan Clímaco, La escalera sagrada (Espiritualidad monástica oriental)
- Benedicto XVI, Jesús de Nazaret Volumen I (exégesis teológica contemporánea)



