Lectura del libro del Génesis
Cuando creó los cielos y la tierra,
Dios también dijo:
"Que las aguas abunden
de una profusión de seres vivos,
y los pájaros vuelan sobre la tierra,
bajo el firmamento del cielo.
Dios los creó según su género,
los grandes monstruos marinos,
todos los seres vivos que van y vienen
y abundan en las aguas,
y también, según su especie,
Todos los pájaros que vuelan.
Y vio Dios que era bueno.
Dios los bendijo con estas palabras:
“Sed fecundos y multiplicaos,
llena los mares,
Que los pájaros se multipliquen en la tierra.
Fue la tarde, fue la mañana:
quinto día.
Y Dios dijo:
“Que la tierra produzca seres vivientes
según su especie,
ganado, criaturas y bestias salvajes
según su especie.
Y así fue.
Dios hizo los animales salvajes según su género,
ganado según su especie,
y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie.
Y vio Dios que era bueno.
Dios dice:
“Hagamos al hombre a nuestra imagen,
conforme a nuestra semejanza.
Que tenga dominio sobre los peces del mar y sobre las aves de los cielos,
del ganado, de todas las bestias salvajes,
y todas las criaturas
que van y vienen en la tierra."
Dios creó al hombre a su imagen,
a imagen de Dios lo creó,
Él los creó varón y hembra.
Dios los bendijo y les dijo:
“Sed fecundos y multiplicaos,
llenad la tierra y sojuzgadla.
Sean los amos
peces del mar, aves del aire,
y todos los animales que van y vienen sobre la tierra."
Dios también dijo:
“Os doy toda planta que da su semilla
sobre toda la superficie de la tierra,
y todo árbol cuyo fruto da su semilla;
Así será vuestra comida.
A todos los animales de la tierra,
a todas las aves del cielo,
A todo lo que va y viene en la tierra
y que tiene aliento de vida,
Yo les doy toda hierba verde como alimento.
Y así fue.
Y vio Dios todo lo que había hecho;
y he aquí que era muy bueno.
Fue la tarde, fue la mañana:
sexto día.
Así quedaron acabados el cielo y la tierra,
y todo su despliegue.
En el séptimo día,
Dios había completado la obra que había hecho.
Descansó el séptimo día,
de todo el trabajo que había realizado.
Y bendijo Dios el día séptimo:
Él lo santificó
ya que ese día descansó
de toda la obra de creación que había hecho.
Tal fue el origen del cielo y de la tierra.
Cuando fueron creados.
– Palabra del Señor.
Creados a imagen de Dios: La dignidad revolucionaria de la humanidad
Descubra cómo la historia de la Creación transforma nuestra visión de nosotros mismos y de nuestra vocación en el mundo..
El primer capítulo del Génesis no se limita a narrar una historia de creación cósmica: revela una verdad impactante sobre la identidad humana. Al proclamar que el hombre y la mujer fueron creados "a imagen de Dios", este texto fundamental establece una dignidad universal que trasciende todas las fronteras. Para los creyentes de hoy, enfrentados a desafíos ecológicos, sociales y existenciales, este relato ofrece un fundamento inquebrantable: cada persona lleva en su interior una huella divina que la llama a la responsabilidad, la creatividad y la conexión.
Este artículo explora el significado revolucionario del relato de la Creación en Génesis 1. Primero, situaremos este texto en su contexto literario y teológico, antes de analizar el profundo significado de la expresión "imagen de Dios". A continuación, desarrollaremos tres temas principales: la dignidad ontológica de todo ser humano, la vocación creativa y relacional, y la responsabilidad ecológica. Finalmente, escucharemos los ecos de este mensaje en la tradición cristiana y propondremos maneras concretas de vivir esta verdad en nuestra vida diaria.

Contexto
El relato de la creación que abre el libro del Génesis pertenece a la tradición sacerdotal, probablemente escrito durante o después del exilio babilónico, en el siglo VI a. C. Este contexto es crucial: Israel, deportado a Babilonia, se vio confrontado a mitologías mesopotámicas que glorificaban a dioses caprichosos y violentos. Ante estas narrativas cosmogónicas marcadas por el caos y las luchas divinas, los autores bíblicos propusieron una visión radicalmente diferente: un Dios único que crea mediante su palabra, con orden, bondad e intención.
La estructura del texto es magistral. La narración se organiza en seis días, seguidos de un séptimo día de descanso, estableciendo así el ritmo sabático en el corazón de la creación misma. Cada día sigue un patrón repetitivo: Dios habla, Dios actúa, Dios ve que es bueno. Esta letanía cantada crea una música cósmica, una celebración del orden y la belleza del mundo. El quinto día presencia la aparición de criaturas acuáticas y aladas, bendecidas por Dios e invitadas a la fertilidad. El sexto día marca el clímax: los animales terrestres, luego la humanidad.
La frase «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza» introduce una ruptura en la narrativa. Hasta ahora, Dios creaba mediante una simple declaración. Aquí, delibera, como si la creación de la humanidad requiriera una consideración especial. El plural «Hagamos» ha dado lugar a innumerables interpretaciones: algunos lo ven como un plural de majestad, otros como una deliberación en la corte celestial, y otros como una prefiguración de la Trinidad. Pero la esencia reside en otra parte: la humanidad ocupa un lugar único en la creación.
El texto especifica entonces que Dios creó al hombre "a su imagen" y añade inmediatamente: "varón y mujer los creó". Esta dualidad sexual es constitutiva de la imagen divina, lo cual resulta revolucionario en el contexto antiguo, donde solo los reyes afirmaban encarnar la imagen de los dioses. Aquí, todo ser humano, hombre o mujer, posee esta dignidad. La bendición divina acompaña esta creación: "Fructificad y multiplicaos, llenad la tierra y sojuzgadla". Esta misión de dominación ha sido terriblemente malinterpretada a lo largo de los siglos, justificando en ocasiones la explotación salvaje de la naturaleza. Sin embargo, el verbo "sojuzgar" debe reinterpretarse a la luz de todo el texto: Dios confía la tierra a la humanidad como un jardinero confía su jardín, con la expectativa de un cuidado responsable.
La dieta inicial es vegetariana, tanto para humanos como para animales. Esta armonía original sugiere que la violencia y la depredación no forman parte del plan inicial de Dios. Finalmente, Dios contempla toda su obra y pronuncia un juicio definitivo: «Mirad, era muy bueno». Ya no es simplemente «bueno», sino «muy bueno». La creación alcanza su plenitud con la humanidad. En el séptimo día, Dios descansa, santificando así el sábado e inscribiendo el descanso en el corazón del orden de la creación. Este descanso divino no es fatiga, sino contemplación satisfecha, una invitación a saborear la bondad de lo existente.

Análisis: La imagen de Dios, una dignidad ontológica
La frase "imagen de Dios" es una de las más poderosas y debatidas de toda la tradición bíblica. ¿Qué significa ser creado a imagen de Dios? Esta pregunta ha atravesado siglos y culturas, generando una riqueza inagotable de reflexiones teológicas, filosóficas y espirituales.
Aclaremos primero lo que no significa esta expresión. No se refiere a una semejanza física, pues la Biblia insiste en la trascendencia de Dios, quien no puede ser representado por ninguna imagen tallada. Tampoco designa una capacidad particular, como la razón o la conciencia moral, que distinga a los humanos de los animales, aun si estas dimensiones se incluyen en la noción. La imagen de Dios es más fundamental: designa un estatus relacional y ontológico.
En el antiguo Oriente Próximo, las estatuas de los dioses en los templos se consideraban imágenes divinas, lo que permitía a las deidades estar presentes y activas en el mundo. Asimismo, los reyes se presentaban como imágenes vivientes de los dioses en la tierra, sus representantes autorizados. El texto del Génesis democratiza radicalmente esta noción: todo ser humano, independientemente de su estatus social, género o capacidades, es imagen de Dios. Esta afirmación es verdaderamente revolucionaria. Establece una igualdad fundamental entre todos los miembros de la especie humana y confiere a cada uno una dignidad inalienable.
Ser imagen de Dios significa, ante todo, ser su representante en la tierra. La humanidad tiene una misión: gestionar la creación, cultivarla y cuidarla en nombre de Dios. Esta vocación conlleva una inmensa responsabilidad, pero también una alegre creatividad. Así como Dios crea y ordena, los seres humanos están llamados a extender esta obra creativa, no por orgullo, sino participando en la acción divina. Todo acto de creación humana —artístico, técnico, social— puede entenderse como un eco de esta vocación primordial.
Ser imagen de Dios significa, entonces, ser capaz de relacionarse. Dios dice: «Hagamos», y crea a la humanidad como «varón y mujer». La relación, la alteridad y el diálogo están inscritos en el corazón del ser humano. No somos mónadas aisladas, sino seres en relación. Esta dimensión relacional refleja algo de Dios mismo, quien, incluso en el Antiguo Testamento, se revela en diálogo con su creación. Los Padres de la Iglesia desarrollarán esta intuición al contemplar la Trinidad: Dios mismo es comunión, una relación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. La humanidad, creada a su imagen, está, por tanto, fundamentalmente llamada a la comunión.
Ser imagen de Dios implica, en última instancia, una orientación hacia lo trascendente. A diferencia de los animales, que viven en la inmediatez del presente, los seres humanos pueden volcarse hacia la eternidad, cuestionar el sentido y buscar a Dios. Esta búsqueda espiritual no es un lujo superfluo, sino la expresión misma de nuestra naturaleza a imagen de Dios. Estamos hechos para Dios, y nuestro corazón permanece inquieto hasta que descansa en Él, escribió san Agustín.
La magnífica paradoja de esta doctrina es que constituye el fundamento tanto de la humildad como de la grandeza humanas. Humildad: no somos Dios, solo somos su imagen, frágiles, limitados, a veces desfigurados por el pecado. Grandeza: esta imagen nos eleva por encima de toda la creación, nos otorga un valor infinito y prohíbe cualquier instrumentalización o reducción de la persona humana.
La dignidad universal e inalienable de toda persona
Si todo ser humano es creado a imagen de Dios, la dignidad humana no es una conquista social, un privilegio otorgado por la ley ni un estatus que pueda perderse. Es un hecho ontológico, inscrito en el acto creativo mismo. Esta verdad, proclamada desde el principio de la Biblia, tiene implicaciones asombrosas para nuestra comprensión de la justicia, la ética y las relaciones sociales.
En primer lugar, esta dignidad es universal. No distingue entre raza, sexo, edad, capacidad intelectual o física, ni estatus social o económico. El texto insiste: «varón y mujer los creó». La igualdad fundamental entre los sexos se ha afirmado desde el principio, aunque la historia bíblica y humana muestre cuánto se ha violado. Pero este principio sigue siendo, inquebrantable, el fundamento de toda lucha por la igualdad y los derechos humanos. Todo movimiento de emancipación, ya sea la abolición de la esclavitud, la lucha por los derechos civiles o el reconocimiento de la igualdad entre hombres y mujeres, encuentra aquí su profunda legitimidad teológica.
En segundo lugar, esta dignidad es inalienable. No podemos perderla, sean cuales sean nuestras acciones. Incluso el criminal más recalcitrante, incluso la persona en coma profundo, incluso el embrión microscópico conserva esta huella divina. Esto no significa que todas las acciones sean iguales ni que la justicia no tenga cabida. Pero sí prohíbe reducir a una persona a sus acciones, deshumanizarla o despojarla de su valor intrínseco. Esta convicción fundamenta la oposición cristiana a la pena de muerte, la defensa de los más vulnerables y el respeto a toda la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural.
En tercer lugar, esta dignidad exige un respeto radical por los demás. Ver el rostro del otro es contemplar un icono viviente de Dios. Una ofensa contra un ser humano se convierte, en cierto sentido, en una ofensa contra Dios mismo. Esta perspectiva transforma nuestras relaciones cotidianas: el extraño encontrado en la calle, el colega molesto, el mendigo ignorado, el preso olvidado: todos llevan en sí esta luz divina que exige reconocimiento y respeto. La constante tentación de clasificar a los seres humanos según criterios de rendimiento, utilidad o conformidad social se topa con el muro infranqueable de esta verdad teológica.
La historia cristiana, debemos admitirlo humildemente, no siempre ha honrado esta verdad. La esclavitud fue practicada e incluso justificada por los cristianos. Las mujeres fueron relegadas a posiciones subordinadas. Los pueblos colonizados fueron tratados como inferiores. Pero en cada ocasión, surgieron voces proféticas para recordar el principio fundamental: todos, absolutamente todos, somos creados a imagen de Dios. Estas voces se fortalecieron en este relato del Génesis, demostrando que la Palabra de Dios posee una fuerza crítica permanente contra toda forma de opresión y deshumanización.
Hoy, esta verdad sigue siendo plenamente relevante. Frente a las nuevas formas de exclusión —la discriminación contra los migrantes, el desprecio por los pobres, la eugenesia blanda mediante el diagnóstico prenatal, la tentación transhumanista de "perfeccionar" la humanidad—, el relato del Génesis nos recuerda que el valor humano no se mide por el rendimiento ni por el conformismo, sino que se recibe como un don gratuito de Dios. Esta perspectiva establece una ética de acogida, cuidado y atención a los más vulnerables. Inspira una política de solidaridad en lugar de competencia, una economía de compartir en lugar de acumulación.
Concretamente, reconocer la dignidad de la imagen de cada ser humano debería transformar nuestras actitudes cotidianas. Esto implica rechazar los juicios precipitados y las calumnias que reducen a los demás a caricaturas. Implica buscar el bien en cada persona, incluso en quienes nos han hecho daño. Exige defender los derechos de quienes no tienen voz y oponerse a toda forma de discriminación. Esta exigencia puede parecer abrumadora, pero brota con naturalidad de nuestra fe en un Dios que ha considerado oportuno conferir a cada persona humana el extraordinario título de imagen divina.

Vocación creativa y relacional de la humanidad
La creación de la humanidad a imagen de Dios no se limita a una actitud pasiva. Implica una vocación activa: extender la obra creadora de Dios y vivir en relación. Estas dos dimensiones —creatividad y relacionalidad— están íntimamente ligadas y definen la misión humana en el mundo.
Dios crea mediante su palabra: habla y las cosas suceden. Este poder creativo se expresa en el orden, la belleza y la diversidad de la creación. Los seres humanos, a su imagen, también están llamados a crear. No de la nada —solo Dios crea ex nihilo—, sino de lo que le es dado. Esta creatividad humana se manifiesta en todos los ámbitos: el arte y la cultura, la ciencia y la tecnología, la organización social y política, el trabajo y la economía. Cada vez que los seres humanos transforman la materia, ordenan el caos o dan vida a la belleza o la utilidad, extienden, a su manera, el acto creativo divino.
Esta visión otorga al trabajo humano una dignidad espiritual. Lejos de ser una maldición o una mera necesidad económica, el trabajo se convierte en participación en la obra de Dios. El campesino que cultiva la tierra, el artesano que moldea la materia, el maestro que despierta conciencias, el científico que desentraña los misterios del universo: todos cumplen, cada uno a su manera, esta vocación creativa. Incluso las tareas más humildes, cuando se realizan con cuidado y atención, reflejan esta colaboración en la obra divina. San Pablo escribiría más tarde que somos «colaboradores de Dios» (1 Cor 3,9), formulando así explícitamente lo que ya estaba implícito en el relato del Génesis.
Pero atención: esta vocación creativa no es una carta blanca para la explotación. El mandato de "someter" la tierra y "dominar" a los animales debe reinterpretarse a la luz de todo el plan divino. Es una dominación de servicio, no una dominación arbitraria o violenta. Dios confía la creación a la humanidad como un jardín precioso que debe cultivarse y custodiarse. El dominio técnico no nos exime de responsabilidad moral. Al contrario, cuanto mayor sea nuestra capacidad de intervenir en la naturaleza, mayor será nuestra responsabilidad. La actual crisis ecológica es un doloroso recordatorio de que hemos traicionado esta vocación al explotar la tierra como un recurso infinito que debe ser saqueado, en lugar de un don sagrado que debe preservarse.
La dimensión relacional de la imagen divina es igualmente fundamental. «Los creó varón y hembra»: la dualidad sexual no es un detalle biológico, sino una estructura esencial de la existencia humana. Somos seres para la relación, volcados hacia el otro, incompletos en la soledad. La narración paralela del capítulo 2 del Génesis desarrollará esta intuición: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2,18). La alteridad sexual es la forma primaria, pero no exclusiva, de esta apertura relacional. Se extiende a todas las formas de comunión humana: la amistad, la familia, la comunidad, la sociedad.
Esta vocación relacional encuentra su fundamento último en la naturaleza misma de Dios. Si Dios es amor, como afirma san Juan (1 Jn 4,8), entonces el ser humano, creado a su imagen, está hecho para amar. El amor no es un sentimiento opcional ni un lujo moral, sino la ley fundamental de nuestra existencia. Nos realizamos en la entrega de nosotros mismos, en el reconocimiento de los demás y en la construcción de vínculos auténticos. Por el contrario, el aislamiento, el egoísmo y la instrumentalización de los demás nos desfiguran y nos alejan de nuestra verdad más profunda.
En concreto, vivir esta vocación creativa y relacional requiere integrar varias dimensiones en nuestra vida diaria. Primero, considerar nuestro trabajo, sea cual sea, como una participación en la obra de Dios, buscando realizarlo con excelencia y esmero. Segundo, cultivar nuestros talentos creativos —artísticos, intelectuales, manuales— no por orgullo, sino como respuesta a la llamada divina inscrita en nosotros. Tercero, invertir en relaciones: dedicar tiempo y energía a nuestros seres queridos, cultivar amistades y participar en comunidades donde podamos dar y recibir. Cuarto, resistir la tentación de la soledad autosuficiente o la explotación de los demás, dos tentaciones simétricas que niegan nuestra vocación relacional.
Responsabilidad ecológica y tutela de la creación
El relato del Génesis sitúa a la humanidad en la cúspide de la creación, confiándole la misión de dominar a los animales y subyugar la tierra. Esta afirmación se ha interpretado históricamente, especialmente en el mundo occidental moderno, como una licencia para la explotación ilimitada de los recursos naturales. Esta lectura ha contribuido a la catástrofe ecológica que vivimos hoy. Sin embargo, una relectura atenta del texto revela una perspectiva completamente diferente: la de la responsabilidad ecológica como núcleo de la vocación humana.
Repasemos el vocabulario utilizado. El verbo hebreo «radah», traducido como «dominar», designa efectivamente el ejercicio de la autoridad. Pero en el contexto bíblico, esta autoridad siempre se entiende como una responsabilidad de servicio. El rey ideal, en la Biblia, no es un tirano caprichoso, sino un pastor que cuida de su rebaño, un juez que defiende a los débiles. Asimismo, el dominio humano sobre la creación debe ejercerse según el modelo de Dios mismo, quien crea con bondad, orden y cuidado. La humanidad está llamada a ser la fiel administradora de la creación, no su dueña absoluta.
La narrativa enfatiza la bondad de la creación. En cada etapa, Dios contempla su obra y declara: «Esto fue bueno». Tras la creación de la humanidad, el juicio se convierte en: «Esto fue muy bueno». Esta bondad intrínseca de la creación precede a cualquier utilidad para los seres humanos. Las criaturas tienen valor en sí mismas, porque son queridas y amadas por Dios. Esta perspectiva establece una ecología teológica que reconoce la dignidad inherente de la naturaleza, independientemente de su uso humano. Los océanos, los bosques y los animales no son meros recursos para ser explotados, sino criaturas que llevan el sello de su Creador.
La dieta vegetariana inicial, tanto para humanos como para animales, sugiere una armonía original libre de violencia. Por supuesto, este régimen idílico se modificará rápidamente tras el Diluvio (Gn 9,3), reconociendo así el realismo de un mundo marcado por el pecado. Pero el ideal permanece como horizonte escatológico: el profeta Isaías evocará un tiempo en el que «el lobo morará con el cordero» (Is 11,6), recuperando así la armonía perdida del Jardín del Edén. Esta visión nos recuerda que la depredación y la explotación no son la última palabra de la historia.
La responsabilidad ecológica también se deriva del mandamiento de cultivar y cuidar el jardín (Gn 2,15). Estos dos verbos —cultivar y cuidar— definen admirablemente la relación correcta con la naturaleza. Cultivar es transformar, mejorar y fructificar. Los seres humanos no están llamados a abandonar la naturaleza completamente salvaje, sino a cooperar con ella para obtener de ella sustento y belleza. Cuidar es proteger, preservar y transmitir. La tierra no nos pertenece como propiedad absoluta; la recibimos como herencia y debemos transmitirla a las generaciones futuras. Esta doble exigencia —transformación creativa y preservación responsable— define una ecología integral que rechaza tanto el conservacionismo paralizante como el productivismo destructivo.
El papa Francisco, en su encíclica Laudato si', desarrolló magistralmente esta teología ecológica arraigada en el Génesis. Denuncia la "cultura del descarte" y el "paradigma tecnocrático" que reducen la naturaleza a un conjunto de recursos explotables. Aboga por una "ecología integral" que reconozca la interconexión entre las crisis ambientales y sociales. Los más pobres son las primeras víctimas de la degradación ecológica: sufren la contaminación, los desastres climáticos y la escasez de recursos. Por lo tanto, la responsabilidad ecológica es inseparable de la justicia social.
En concreto, vivir esta responsabilidad implica cambios a varios niveles. A nivel personal: adoptar un estilo de vida sobrio, reducir nuestro consumo, favorecer productos ecológicos y limitar nuestros residuos. A nivel comunitario: apoyar iniciativas ecológicas locales, participar en proyectos de conservación o restauración, sensibilizar a quienes nos rodean. A nivel político: promover políticas ambientales ambiciosas, apoyar a organizaciones ambientales y votar por representantes comprometidos. A nivel espiritual: cultivar una contemplación admirativa de la naturaleza, reconociendo en ella la obra de Dios y desarrollando la gratitud por el don de la creación.
Esta responsabilidad ecológica no es una carga triste, sino una participación gozosa en la obra creadora de Dios. Al cuidar la Tierra, honramos a su Creador. Al proteger la biodiversidad, preservamos la riqueza de la obra de Dios. Al legar un planeta habitable a las generaciones futuras, cumplimos con nuestro llamado como fieles administradores.

Tradición y liturgia
El tema de la imagen de Dios ha impregnado toda la tradición cristiana, suscitando una ininterrumpida reflexión teológica y nutriendo la espiritualidad de los creyentes. Los Padres de la Iglesia, en particular, meditaron profundamente sobre esta noción, enriqueciéndola con nuevas perspectivas a la luz del misterio de Cristo.
En el siglo II, Ireneo de Lyon distinguió entre «imagen» y «semejanza». Según él, la imagen (eikôn) se refiere a las capacidades naturales del ser humano —razón, libertad, capacidad de relación— que nunca se pierden por completo. La semejanza (homoiosis), en cambio, se refiere a la santidad, la conformidad con Dios, que puede perderse por el pecado, pero restaurarse por la gracia. Esta distinción influiría profundamente en la teología oriental y occidental.
Los Padres griegos, en particular Gregorio de Nisa y Máximo el Confesor, desarrollaron una teología de la divinización (teosis). Los seres humanos, creados a imagen de Dios, están llamados a participar de la naturaleza divina (2 P 1,4). Esta participación no elimina la diferencia entre el Creador y la criatura, sino que eleva a la humanidad a una comunión íntima con Dios. La vida espiritual se convierte así en un camino de restauración progresiva de la imagen desfigurada por el pecado y de crecimiento en la semejanza divina.
Agustín de Hipona explora otra dimensión: busca en el alma humana las huellas de la Trinidad. La memoria, la inteligencia y la voluntad, argumenta, reflejan la estructura trinitaria de Dios. Esta analogía psicológica se convertirá en un clásico de la teología occidental, aunque ha sido criticada por intelectualizar excesivamente la imagen divina.
En el siglo XIII, Tomás de Aquino sistematizó la reflexión patrística. Afirmó que la imagen de Dios reside principalmente en el intelecto y la voluntad, facultades espirituales mediante las cuales los seres humanos pueden conocer y amar a Dios. Pero también insistió en que esta imagen encuentra su perfección en Cristo, la imagen perfecta del Padre (Col 1,15). Toda cristología es, por lo tanto, también una antropología: conocer a Cristo es saber lo que la humanidad está llamada a ser.
La Reforma Protestante enfatizó la desfiguración de la imagen divina por el pecado. Lutero y Calvino enfatizaron la corrupción radical de la naturaleza humana tras la Caída, al tiempo que sostenían que la imagen permanece de alguna manera, aunque oscurecida. Solo la gracia de Cristo puede restaurar esta imagen y permitir que los seres humanos redescubran su vocación original.
El Concilio Vaticano II abordaría este tema en la constitución Gaudium et Spes, afirmando que Cristo «manifiesta plenamente al hombre al propio hombre» (GS 22). Es al contemplar al Verbo encarnado que comprendemos nuestra propia dignidad y vocación. El misterio de la Encarnación revela que Dios quiso unirse a la humanidad de la manera más íntima posible, asumiendo nuestra naturaleza para elevarnos a la participación divina.
Litúrgicamente, el tema de la imagen de Dios resuena particularmente en las celebraciones bautismales y pascuales. El bautismo se entiende como la restauración de la imagen desfigurada por el pecado original. El catecúmeno, sumergido en las aguas bautismales, muere al pecado y resucita como un hombre nuevo, a imagen de Cristo. La Pascua celebra esta recreación de la humanidad: Cristo, el nuevo Adán, inaugura una nueva creación donde la imagen divina resplandece en todo su esplendor.
Las plegarias eucarísticas también se hacen eco de este tema. El ofertorio presenta el pan y el vino como «fruto de la tierra y del trabajo humano», reconociendo así la colaboración entre la creación divina y la creatividad humana. La epíclesis invoca al Espíritu Santo para transformar estos dones, pero también para transformar la asamblea en el Cuerpo de Cristo, la realización máxima de la vocación de la humanidad basada en la imagen.
Meditaciones
Para integrar concretamente el mensaje del Génesis en nuestra vida cotidiana y en nuestras oraciones, he aquí un recorrido espiritual en siete etapas, inspirado en los siete días de la creación.
Día uno: Contemplación de la dignidad personalTómate un momento de silencio para meditar en tu propia dignidad como imagen de Dios. Repítete: «Soy creado a imagen de Dios». Deja que esta verdad penetre en tu conciencia, disipando pensamientos de autodesprecio o comparación negativa. Acéptate tal como eres, con tus fortalezas y debilidades, como una criatura querida y amada por Dios.
Segundo día: Reconocimiento de la dignidad del otroElige a alguien cercano, preferiblemente alguien que te irrite o te cause problemas. Observa mentalmente a esa persona y repite: «Ella también fue creada a imagen de Dios». Intenta percibir, más allá de sus defectos o conflictos, esta presencia divina en ella. Si es posible, haz un gesto concreto de reconocimiento: una sonrisa, una palabra amable, una oración por ella.
Día tres: Gratitud por la creaciónSal a la naturaleza o simplemente contempla un árbol, el cielo o un animal desde la ventana. Toma conciencia de la bondad de la creación, de su belleza gratuita. Agradece a Dios por este regalo. Pregúntate: ¿cómo puedo respetar y proteger mejor esta creación?
Cuarto día: Ofrenda de trabajoAl comenzar tu jornada laboral, ofrece explícitamente a Dios lo que vas a lograr. Considera tu trabajo, por humilde que sea, como una participación en la obra creativa de Dios. Esfuérzate por dar lo mejor de ti, no por perfeccionismo estresante, sino por respeto a tu vocación creativa.
Día cinco: Inversión en relacionesIdentifica una relación que necesite atención o reparación. Pasa tiempo de calidad con esa persona: una llamada, una visita, una escucha atenta. Recuerda que fuimos creados para las relaciones, y es en la comunión que nos volvemos plenamente humanos.
Día seis: Compromiso con la justiciaElige una causa de justicia social o ambiental que te identifique. Infórmate, apoya financieramente a una organización, firma una petición y difunde el mensaje. Reconoce que defender los derechos humanos o la creación implica honrar la imagen de Dios en el mundo.
Séptimo día: descanso sabáticoDate un tiempo de descanso, sin culpa. El Sabbat no es tiempo perdido, sino tiempo dedicado a Dios y a la contemplación. Resiste la tentación del productivismo. Simplemente saborea el hecho de existir, de respirar, de ser amado por Dios. Este descanso es en sí mismo un acto de fe: reconoce que no somos dueños absolutos de nuestras vidas.
Conclusión
El relato de la Creación en Génesis 1 no es un texto científico sobre los orígenes del universo, sino una proclamación teológica sobre la identidad y la vocación de la humanidad. Al afirmar que los seres humanos son creados a imagen de Dios, este texto establece una dignidad universal e inalienable que fundamenta toda ética auténtica. Esta verdad, lejos de ser abstracta, tiene implicaciones revolucionarias para nuestra vida personal, social y ecológica.
Reconocer la imagen de Dios en cada ser humano transforma nuestra visión de nosotros mismos y de los demás. Esto prohíbe toda discriminación, explotación y violencia. Exige un respeto radical por la persona, desde su concepción hasta su muerte natural, independientemente de sus capacidades o condición. Esta perspectiva es la base de la lucha por la justicia social, los derechos humanos y la igualdad de género.
Abrazar nuestra vocación creativa y relacional da sentido y dignidad a nuestra existencia diaria. Nuestro trabajo ya no es una obligación, sino una participación en la obra divina. Nuestras relaciones ya no son opcionales, sino constitutivas de nuestra humanidad. Estamos llamados a crear, a embellecer, a ordenar, permaneciendo abiertos a los demás y cultivando la comunión.
Tomar en serio nuestra responsabilidad ecológica nos compromete a transformar nuestra relación con la naturaleza. La Tierra no es un depósito de recursos que se agoten, sino un jardín sagrado que hay que cultivar y cuidar. Esta responsabilidad, lejos de ser una carga, conecta con nuestra vocación más profunda como fieles administradores de la creación. Nos invita a la sobriedad gozosa, a la contemplación admirativa y a un compromiso concreto con la salvaguardia de nuestro hogar común.
Pero seamos sinceros: vivir plenamente esta vocación basada en la imagen supera nuestras fuerzas. El pecado ha desfigurado la imagen divina en nosotros. Somos incapaces, por nosotros mismos, de honrar plenamente nuestra dignidad. Por eso, el relato del Génesis debe releerse a la luz de Cristo. Él, la Imagen perfecta del Padre, viene a restaurar la imagen dañada en nosotros. Al encarnarse, al asumir nuestra humanidad, revela lo que estamos llamados a ser. Al morir y resucitar, abre el camino a una nueva creación.
El llamado que se nos dirige hoy es, por lo tanto, doble. Por un lado, a reconocer con gratitud la extraordinaria dignidad que se nos concedió desde el principio. ¡Somos imagen de Dios! Esta verdad debería llenarnos de asombro y responsabilidad. Por otro lado, a acoger la obra de Cristo que viene a realizar en nosotros lo que no podemos lograr solos. Por la gracia bautismal, nos configuramos con Cristo, nos hacemos partícipes de la vida divina y comenzamos ahora a vivir la plenitud de nuestra vocación basada en la imagen de Dios.
Que este relato del Génesis no quede en letra muerta, sino que se convierta en levadura de transformación en nuestras vidas. Que inspire nuestra oración, guíe nuestras decisiones y guíe nuestros compromisos. Que nos convierta en testigos gozosos de la dignidad humana, artífices de la justicia y la paz, guardianes vigilantes de la creación. Porque al honrar la imagen de Dios en nosotros y a nuestro alrededor, glorificamos a Dios mismo.
Práctico
Meditación diaria :Cada mañana, repite tres veces: “Soy creado a imagen de Dios” para anclar tu dignidad en tu conciencia.
Mirada contemplativa :Antes de juzgar o criticar a alguien, recuerda: “Esta persona es la imagen de Dios”.
Ecología espiritual :Adopte una práctica ecológica concreta esta semana (reducción de residuos, compostaje, ahorro de agua) experimentándola como un acto espiritual.
Oferta de trabajo :Al comenzar tu trabajo, di: “Señor, te ofrezco lo que voy a realizar hoy como participación en tu obra creativa”.
Inversión en relaciones :Pasa tiempo de calidad cada día con alguien cercano a ti, sin distracciones (teléfono apagado, presencia total).
Compromiso solidario :Elige una causa de justicia social o ecológica y apóyala concretamente (donación, voluntariado, sensibilización).
Sábado semanal :Reserva medio día a la semana para el descanso, la oración, la contemplación, sin culpa ni productividad.
Referencias
Texto bíblico :Génesis 1,20 – 2,4a (relato sacerdotal de la creación), Biblia de Jerusalén o Traducción Litúrgica de la Biblia.
Patrístico : Ireneo de Lyon, Contra las herejías, Libro V (distinción imagen/semejanza); Gregorio de Nisa, La creación del hombre (antropología teológica).
Teología medieval : Tomás de Aquino, Suma Teológica, Ia, q. 93 (Sobre la imagen y semejanza de Dios en el hombre).
Magisterio contemporáneo :Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, § 12-22 (dignidad de la persona humana); Papa Francisco, Laudato si' (2015), encíclica sobre la salvaguardia de la casa común.
Teología contemporánea :Karl Barth, Dogmático, § 41 (El hombre creado por Dios); Hans Urs von Balthasar, Gloria y la cruz, volumen I (teología de la imagen).
comentarios bíblicos :Claus Westermann, Génesis 1-11: Un comentario (análisis exegético en profundidad); André Wénin, De Adán a Abraham o los peregrinajes de la humanidad (lectura narrativa y teológica).
Espiritualidad :Jean-Yves Leloup, Cuidando el ser (espiritualidad de la imagen divina); Anselm Grün, La imagen de Dios en nosotros (meditaciones prácticas).



