Lectura de la Carta del Apóstol San Pablo a los Romanos
Hermanos,
Esta es la verdad que proclamo en Cristo.,
No estoy mintiendo.,
Mi conciencia da testimonio de esto en el Espíritu Santo:
Tengo una gran tristeza en mi corazón.,
dolor incesante.
Yo mismo, por los judíos, mis hermanos de raza,
Desearía ser anatema, separado de Cristo:
En efecto, son israelitas.,
Tienen adopción, gloria, alianzas,
legislación, culto, las promesas de Dios;
Tienen a los patriarcas,
y de su estirpe nació Cristo,
Él que está por encima de todo,
Dios los bendiga por siempre. Amén.
– Palabra del Señor.
«"El precio del amor: Pablo, el anatema y la fraternidad universal"»
Soportar el dolor de Dios para amar a la humanidad incluso hasta la separación, según la Carta a los Romanos (9:1-5).
En el corazón de la monumental Epístola a los Romanos yace un clamor casi inaudito: el de un hombre dispuesto a separarse de Cristo por amor a sí mismo. Pablo, figura de fuego, habla aquí del dolor más agudo: el de ver a sus hermanos y hermanas lejos de la Luz. Este texto, profundamente conmovedor y teológicamente impactante, interpela a todos aquellos que buscan comprender qué significa realmente el amor cuando alcanza el límite mismo del autosacrificio.
Este artículo explorará el contexto de esta conmovedora declaración, la paradoja espiritual del anatema deseado por amor y sus resonancias concretas en la vida cristiana: ¿cómo vivir hoy esta compasión radical? Analizaremos tres ejes: la angustia de Pablo como reflejo de nuestra fe herida, la dinámica del amor redentor y el rostro de Cristo como único horizonte de fraternidad universal.
Contexto
La Epístola a los Romanos, probablemente escrita desde Corinto alrededor del año 57, representa el testimonio espiritual de Pablo antes de su peligroso viaje a Jerusalén. Es su obra más completa: un marco teológico en el que la fe se despliega como poder salvador para todos, judíos y griegos por igual. Tras ocho capítulos de júbilo por la justificación por la fe y la libertad en el Espíritu, Pablo hace una pausa repentina; este es el comienzo del triple desarrollo de los capítulos 9 al 11: el misterio de Israel.
El texto de Romanos 9:1-5 es como un preludio al sol. Pablo habla con la solemnidad de un testigo: «Digo la verdad en Cristo; no miento; mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo». Tales fórmulas de afirmación son raras. Otorgan a las palabras una profunda carga espiritual. Esbozan una confesión existencial, casi una oración interior.
El vocabulario de tristeza y dolor, expresado en términos griegos muy concretos (lypé, odýnè), transmite una tensión visceral: Pablo no contempla un problema doctrinal, sino una herida. Este dolor es el del aparente fracaso del plan de Dios para el pueblo elegido; Israel, portador de las promesas, parece haber quedado al margen de la gracia revelada en Jesucristo. Al decir: «Ojalá fuera yo maldito», Pablo usa una palabra formidable: anatema significa literalmente «separado para la destrucción». No se trata de un rechazo moral, sino de una ofrenda paradójica: estar él mismo separado de la comunión con Cristo si con ello pudiera traer a sus hermanos de vuelta a esa comunión.
Este pasaje adopta la forma de un salmo de lamentación impregnado de amor. La enumeración final —adopción, gloria, alianzas, legislación, culto, promesas, patriarcas— condensa la memoria de Israel como pueblo portador de Dios. Todo conduce, en última instancia, a la mención de Cristo, culmen y origen de esta historia: «el que está por encima de todo, Dios bendito por siempre». La tensión de Pablo es, por lo tanto, cristológica: entre un amor absoluto por Cristo y un amor por el pueblo al que Cristo pertenece. Su anatema no es la desesperación; es la forma suprema de una caridad identificada con la compasión divina.

Análisis
La idea central es esta: en este clamor se revela la esencia misma de la redención, la lógica de un amor dispuesto a perderlo todo para que el otro viva. Al desear el anatema, Pablo no abandona a Cristo; se conforma al Cristo crucificado que, para salvar, consintió en la separación del Padre.
El texto ilumina la estructura misma del amor redentor: amar es aceptar no preservarse a uno mismo. Pablo expresa esta sustitución voluntaria, no como una idea abstracta, sino como una tensión vivida. Esta compasión evoca la de Moisés, quien ya intercedió: «Bórrame de tu libro si no perdonas a tu pueblo». El paralelismo revela la unidad de la revelación: el verdadero amor se deja herir por el bien de los demás.
Esta postura tiene una profunda resonancia teológica: revela la misteriosa compatibilidad entre la fidelidad a la verdad y la fidelidad a la ternura. Pablo sigue siendo apóstol de los gentiles, pero su corazón permanece ligado a Israel. Su tristeza no es duda de la fe, sino participación en el ardiente anhelo de la salvación universal de Dios.
El anatema que invoca se convierte así en símbolo de total disponibilidad: renunciar a todo prestigio teológico, a todo triunfalismo, para permanecer como un siervo. Su actitud nos sitúa ante la responsabilidad espiritual del creyente: toda bendición recibida solo tiene sentido si se comparte y se da libremente.
Finalmente, esta afirmación nos enseña algo sobre Dios mismo: su amor no es selectivo. Pablo descubre en sí mismo el reflejo de este Dios que no se resigna a perder a sus hijos. Al decir: «Ojalá estuviera separado de Cristo», paradójicamente expresa al mismo Cristo: aquel que fue crucificado «fuera del campamento», rechazado para salvar a los rechazados.
Así, el misterio de la compasión apostólica se funde con el de la kénosis divina. El mensaje de Romanos 9:1-5 no es un grito de desesperación, sino la más pura proclamación del amor en acción: estar dispuesto a perderlo todo para que el otro se salve.
Compasión que revela fe
Pablo llora por su familia. Su dolor no es señal de debilidad, sino de fidelidad. Una fe que deja de mostrar compasión se convierte en ideología. El cristiano no está llamado a juzgar al mundo, sino a sobrellevar sus cargas.
En una época en la que la religión a menudo se mide en certezas, el rostro de Pablo nos recuerda que la verdad cristiana nunca está separada de las lágrimas.
La fe no es principalmente una aceptación intelectual; es participar en un flujo de amor. Pablo sufre porque cree; cree porque ama. Su compasión se convierte así en la señal viviente de la fe auténtica.
Esta dimensión nos lleva a una introspección: ¿qué hacemos ante el sufrimiento espiritual de nuestros hermanos y hermanas? ¿Permanecemos a distancia, protegidos por la doctrina, o nos atrevemos a adentrarnos en su oscuridad? Amar, en el sentido paulino, es entrar en el sufrimiento del mundo para dejar que la luz brille a través de él.
En la vida cotidiana, esta compasión se expresa de innumerables maneras: acompañando a quienes se han extraviado, escuchando a quienes sufren en su fe, orando por quienes ya no creen. Pablo nunca enfrenta a Israel con la Iglesia; entreteje entre ambas la continuidad de un plan de amor. Libre de todo desprecio, su compasión se convierte en la predicación principal: la del corazón lleno del Espíritu.
Sustituye el amor y la lógica de dar.
Decir «Ojalá fuera maldito» no es un deseo suicida; es la culminación de la lógica de la entrega. El amor de Pablo no es sentimental: es eclesial y trinitario. Sus palabras resuenan con la Pasión de Cristo: él también se hizo pecado para que nosotros pudiéramos ser la justicia de Dios.
Esta noción de sustitución arroja luz sobre la vocación cristiana. Significa participación, no reemplazo mágico. Pablo se pone en el lugar de aquellos a quienes ama; no pretende salvarse a sí mismo en su lugar, sino aceptar lo que los separa.
Todo compromiso verdadero, tanto en la Iglesia como en la sociedad, lleva esta marca: siempre implica un precio. Amar no es sumar gestos altruistas; es ponerse al servicio del sufrimiento ajeno sin huir.
Esta lógica impregna la vida espiritual: el padre o la madre que vela en la noche, el sacerdote que intercede en silencio, el creyente que persevera en la oración cuando todo parece perdido. Son fragmentos del mismo misterio: el mundo se sostiene gracias a quienes aceptan amar a costa de sí mismos.

Hacia una fraternidad universal enraizada en la cruz
Pablo llora por Israel, pero su oración ya abarca al mundo entero. En su corazón, la distinción entre judíos y gentiles se disuelve en el plan universal de salvación. El anatema que contempla, paradójicamente, se abre a la comunión universal.
Esta fraternidad no es un sueño humanista, sino consecuencia de la Encarnación: Dios se hizo hombre para abolir las separaciones. El vínculo fraterno no se basa en el afecto natural, sino en la participación en el mismo Cristo.
Para Pablo, el amor universal no borra las identidades; las transforma. Israel conserva su lugar único en la historia de la salvación, y es precisamente esta fidelidad divina la que fundamenta la esperanza para todas las naciones.
Así, el Evangelio se convierte en la buena noticia de una fraternidad arraigada en la cruz: donde el amor se da incondicionalmente, caen los muros. Para la Iglesia hoy, esto significa acoger la diferencia sin temor, abrir espacios para la reconciliación y vivir la misión no como conquista, sino como compasión activa.
Voz de la tradición
Los Padres de la Iglesia interpretaron este pasaje como una cumbre mística. Orígenes vio en él el modelo del pastor espiritual dispuesto a perderlo todo por sus ovejas; Agustín reconoció en él la prefiguración de Cristo intercediendo por sus enemigos; Bernardo de Claraval, más tarde, hablaría del «corazón traspasado de Pablo» como la mismísima encarnación de la caridad divina.
En la liturgia, la lectura de Romanos 9 suele preceder a la de los profetas: proclama la fidelidad inquebrantable de Dios. Santo Tomás de Aquino subraya que Pablo, al desear el anatema, no peca contra la caridad, sino que la cumple en su forma heroica: deseando el bien sobrenatural de los demás más que el suyo propio.
En la espiritualidad contemporánea, esta actitud inspira figuras de mediación y compasión: intercesores, educadores, médicos, misioneros. Nos recuerda que el verdadero celo apostólico no es conquistador, sino compasivo. Los cristianos no actúan para justificarse; actúan porque han comprendido el dolor de Dios por el mundo.

Camino de oración: habitar el dolor a través del amor
- Lee despacio el texto de Romanos 9:1-5, imaginando a Pablo escribiendo en el silencio de la noche.
- Identifica un dolor espiritual soportado por alguien: un ser querido distante, un mundo herido, una Iglesia dividida.
- Presentar este dolor a Cristo, no con resentimiento, sino con confianza.
- Pedir la gracia de compadecerse sin desesperar.
- Ofrecer un día o un gesto concreto a quienes no comparten la fe.
- Confiar el pueblo judío a Dios; reconocer en sus promesas la raíz de nuestra esperanza.
- Concluya con una oración: Que mi corazón se convierta en un lugar de tránsito entre tu amor y la angustia del mundo.
Conclusión: la fecundidad del dolor habitado
El clamor de Pablo, lejos de ser un lamento solitario, resuena como un manifiesto del verdadero amor cristiano. Amar hasta el punto de desear el anatema es rozar el umbral del misterio de Dios: la alegría que se ofrece, el sufrimiento que redime.
Este pasaje nos invita a salir de una fe cómoda y adentrarnos en la pasión de Dios por el mundo. No se trata de infligirnos sufrimiento, sino de consentir en sobrellevar el sufrimiento ajeno. En este «Ojalá fuera maldito», el Evangelio alcanza su máxima intensidad humana y divina: la salvación llega a través de la infinita solidaridad del amor.
Que nuestras vidas se conviertan, como la de Pablo, en un espacio de compasión activa; que nuestra oración haga surgir, en el corazón de las divisiones, una nueva fraternidad; y que Cristo, en todo esto, bendiga los siglos venideros a través de los sufrimientos ofrecidos con esperanza.

Aplicación espiritual
- Relee Romanos 9 cada semana: busca no un dilema, sino una invitación a amar más.
- Ofreciendo intencionalmente una oración por el pueblo judío, un recordatorio vivo de las promesas.
- Servir a un ser querido en la dificultad, no para convertirlo, sino para acompañarlo.
- Examinemos las áreas de nuestra vida en las que nos negamos a reconocer el dolor ajeno.
- Realizar un acto desinteresado cada día amplía nuestra compasión.
- Meditar sobre la Pasión de Cristo como el acto supremo de sustitución.
- Guardar silencio para escuchar el dolor de Dios en el mundo.
Referencias
- Nuevo Testamento, Carta de San Pablo a los Romanos, capítulos 9-11
- Éxodo 32:30-32 (intercesión de Moisés)
- Evangelio según Juan 15:13: "Nadie tiene mayor amor..."«
- Orígenes, Homilías sobre Romanos
- Agustín, Enarraciones en los Salmos
- Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos
- Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los Cantares
- Juan Pablo II, Catequesis sobre la Misericordia



