Evangelio de Jesucristo según San Juan
En ese tiempo,
Jesús dijo a las multitudes:
«Todos aquellos que el Padre me da
vendrá a mí;
y el que viene a mí,
No voy a echarlo.
Porque he descendido del cielo
para no hacer mi voluntad,
sino la voluntad del que me envió.
Pero esta es la voluntad del que me envió:
para que no pierda ninguno de los que él me ha dado,
pero que los resucitaré en el último día.
Esta es la voluntad de mi Padre:
que todo aquel que ve al Hijo y cree en él
tener vida eterna;
Y yo lo resucitaré en el último día.»
– Aclamamos la Palabra de Dios.
Creer para entrar en la Vida: acoger la promesa de Cristo resucitado.
Cómo la fe en Jesucristo transforma nuestra relación con la muerte, la confianza y la esperanza concreta del Último Día.
En este pasaje del Evangelio de Juan (6:37-40), Jesús hace una promesa que desafía toda lógica humana: quien cree en él no será abandonado, sino que resucitará a la vida eterna. Estas palabras, que también se encuentran en el Aleluya (Juan 11:25-26), interpelan a todas las generaciones afligidas por la mortalidad. Este artículo está dirigido a quienes buscan comprender qué significa, en la fe cristiana, «resucitar en el último día» y cómo vivir esta vida eterna que Cristo proclama, incluso aquí en la tierra.
- Contexto del Evangelio: la revelación de un Dios que atrae a las personas hacia sí mismo.
- Análisis del pasaje: de la voluntad del Padre a la resurrección prometida.
- Tres áreas temáticas: confianza, transformación, esperanza.
- Aplicaciones prácticas en la vida espiritual y cotidiana.
- Evoca la tradición y la liturgia cristiana.
- Práctica meditativa y respuesta a los desafíos actuales.
- Oración final y hoja de ruta espiritual.

Contexto
El Evangelio de Juan, más centrado en la revelación de Cristo que en la narración de los acontecimientos, busca sumergir al lector en el misterio de aquel a quien llama el Verbo encarnado. El pasaje que analizamos forma parte del discurso sobre el pan de vida (Juan 6), pronunciado tras la multiplicación de los panes. La multitud, fascinada pero a menudo limitada a una comprensión material del milagro, escucha a Jesús hablar del pan del cielo, un don del Padre, alimento para la vida eterna.
Es en este clima de tensión e incomprensión donde surge esta palabra de autoridad y ternura: todos aquellos a quienes el Padre entrega al Hijo vendrán a él; y a quien venga, Jesús no lo rechazará. Esto no es, por lo tanto, una cuestión de selección o privilegio espiritual, sino una revelación: la vida eterna brota de la íntima relación entre el Padre, el Hijo y cada uno de los que creen.
Desde una perspectiva teológica, este texto articula tres niveles:
– la misión del Hijo, que obedece totalmente el plan del Padre;
– fidelidad divina, que no pierde a ninguno de los que ama;
–y, por último, la promesa de la resurrección, una señal de que la muerte no tiene la última palabra.
La repetición de esta promesa en Juan 11, durante el encuentro con Marta y María en la tumba de Lázaro, refuerza la coherencia del mensaje: «Yo soy la resurrección y la vida». Así pues, este pasaje no es una teoría sobre la vida después de la muerte, sino una invitación a la transformación aquí y ahora. Creer en el Hijo es ya participar de la dinámica de la resurrección.
Análisis
La idea central de este pasaje se basa en la voluntad de Dios de salvación universal: Dios no quiere que nadie se pierda. Cristo, al aceptar descender del cielo para cumplir la voluntad del Padre, demuestra una doble fidelidad: a la misión recibida y a la humanidad que le fue encomendada. La expresión «No lo echaré fuera» elimina el temor al rechazo, simbolizando la acogida de Dios.
En el plano espiritual, la promesa de la resurrección no es una escapatoria, sino la garantía de que todo lo confiado a Dios permanece en él. Jesús vincula íntimamente el acto de fe con la experiencia de la vida: «quien cree» ya vive eternamente, porque la fe introduce al creyente en la comunión viva del Padre y del Hijo.
Este texto revela también una lógica de gozosa dependencia: creer no es un esfuerzo solitario, sino una respuesta a una llamada. El creyente no se salva por sus propias fuerzas: es llevado en andadura. La voluntad del Padre y la fidelidad del Hijo se convierten en el fundamento de una confianza inquebrantable, incluso ante la sombra de la muerte.
La confianza que abre el corazón
El primer movimiento de este texto es de confianza. Al declarar que no rechaza a nadie, Jesús restaura el vínculo roto por el miedo original: el miedo al abandono. La experiencia de la fe se convierte así en un aprendizaje de consentimiento. Entregarse al Hijo es aceptar dejar de controlar el propio destino y ser acogido por un amor más fuerte que la muerte. Por eso, la fe cristiana no es una idea, sino una entrega confiada.

La transformación interior
La promesa «quien cree tiene vida eterna» nos invita a comprender que esta vida comienza ahora mismo. La resurrección no es principalmente un acontecimiento futuro, sino un proceso de transformación interior: un tránsito de la angustia a la alegría, de la soledad a la comunión. Esta transformación se expresa en la participación en la Eucaristía, donde el creyente recibe el pan que descendió del cielo. En cada celebración, escucha las palabras: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo». Es allí donde se entreteje la continuidad entre la fe y la vida eterna: la Palabra y el Pan se convierten en alimento para el corazón resucitado.
Espero que eso se refleje en el último día.
Finalmente, la promesa del «último día» orienta la vida del creyente hacia una perspectiva escatológica. Este último día no es una amenaza ni un plazo incierto: es la plenitud del encuentro. La esperanza cristiana no consiste en huir de este mundo, sino en percibir en lo visible la semilla de lo invisible. Por eso la liturgia de difuntos repite estas palabras: «Y yo lo resucitaré de entre los muertos». Cada sepelio se convierte en una proclamación de confianza. Creer en esta promesa es ya resucitar ante nuestros ojos.
Aplicaciones
En la vida diaria: aprender a recibir la vida como un regalo. Quienes creen en Jesús aprenden a no definirse ya por el miedo o el éxito, sino por su relación con Él. En tiempos de prueba, este mensaje libera de la desesperación: nada, ni siquiera la muerte, puede separarnos del amor del Hijo.
En el ámbito familiar, esta promesa consuela el dolor y fortalece la fidelidad. Nos enseña a hablar de la muerte sin temor, transmitiendo la memoria cristiana de la esperanza.
En la vida de la Iglesia, apoya la misión de cada comunidad: dar a conocer a un Dios que no rechaza a nadie. Cada bautismo, cada Eucaristía, es una proclamación de esta fidelidad del Padre.
En la sociedad, nos invita a ver las situaciones humanas difíciles como fuente de resurrección: la exclusión, la violencia, la pérdida. La mirada del Hijo despierta la dignidad eterna en cada persona.

resonancias tradicionales
Desde los Padres de la Iglesia hasta nuestros días, este pasaje ha alimentado la meditación sobre la misericordia y la vida eterna. San Ireneo vio en la voluntad del Padre el plan de «recapitular todas las cosas en Cristo». San Agustín enfatizó la fe como un acto de visión: «ver al Hijo» no es una visión física, sino la apertura del corazón a la presencia de Dios.
La liturgia de Todos los Santos y de los fieles difuntos toma esta promesa como tema central. Fundamenta la oración cristiana en la convicción de que cada miembro del Cuerpo de Cristo participa de la victoria sobre la muerte. El Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 1002-1004) especifica que la resurrección comienza con la vida de gracia: el bautismo ya nos incorpora a la vida eterna.
Finalmente, la tradición monástica ha interpretado a menudo este dicho como una llamada a la vigilancia interior. El monje vive cada día «como si estuviera en el umbral de la resurrección», manteniendo su corazón alerta a la presencia del Hijo que lo atrae.
Pista de meditación
- Siéntate en silencio, respira lentamente.
- Lee la frase despacio: "Quien cree en el Hijo tiene vida eterna".
- Recordar una situación en la que uno se sintió rechazado y encomendársela a Cristo.
- Visualiza el rostro del Señor que acoge sin juzgar.
- Pide la gracia de creer que nada está perdido.
- Finaliza en silencio, repitiendo: "Y yo lo resucitaré en el último día".«
Esta breve oración interior, repetida con regularidad, se convierte en un ancla de confianza en momentos de incertidumbre. La resurrección deja entonces de ser una mera perspectiva futura: se transforma en un presente.
Desafíos actuales
¿Cómo hablar de resurrección en un mundo secularizado? El reto consiste en hacer audible esta promesa sin reducirla a una mera metáfora. La fe cristiana no niega la realidad biológica de la muerte; proclama que una relación de amor más profunda la impregna. Ante el sufrimiento o las tragedias colectivas, esta convicción se convierte en un acto de resistencia espiritual.
Otro desafío: comprender la vida eterna sin contraponerla a la vida terrenal. El creyente no huye del mundo, sino que es testigo de su transfiguración. La misión cristiana consiste en hacer de cada encuentro un lugar de resurrección.
Ante la tentación de la desesperación contemporánea, la fe en la resurrección nos recuerda que toda existencia está llamada a la belleza. Así lo expresa el Papa Francisco: «La esperanza cristiana es valentía». No niega las heridas del mundo, sino que siembra en ellas la promesa del último día.

Oración
Señor Jesús,
Tú que descendiste del cielo para cumplir la voluntad del Padre,
Bienvenidos aquellos a quienes llamáis a la vida eterna.
Acudimos a vosotros con confianza,
Sabiendo que no rechazas a nadie.
Tú eres la Resurrección y la Vida.
Cuando nuestros corazones duden, recuérdanos tu promesa.
Cuando el miedo nos aprisiona, libéranos mediante la fe.
Concede a tu Iglesia la gracia de proclamar este misterio con alegría.,
y que cada uno de nosotros viva de ahora en adelante a la luz del último día.
Recordemos a quienes han fallecido.
Que descansen en paz.,
y que algún día podamos reunirnos en tu Reino.
Amén.

Conclusión
Creer en el Hijo es participar hoy mismo en el movimiento de la resurrección. Este pasaje del Evangelio de Juan nos enseña que la fidelidad de Dios es más poderosa que nuestros temores. La vida eterna no es mañana: ya se está manifestando en el amor recibido y dado.
Cada acto de confianza, cada mirada de esperanza, cada ofrenda diaria se convierte en una participación en la victoria de Cristo.
Aceptar esta promesa transforma nuestra manera de vivir, de sufrir y de amar. Que esta palabra nos acompañe en los días de luz y de oscuridad: el Hijo nos resucitará en el último día.
Práctico
- Lee Juan 6:37-40 todas las mañanas durante una semana.
- Identifica un lugar o una relación donde puedas generar nueva confianza.
- Conectar cada dificultad experimentada con la promesa del día final.
- Participar en una misa ofreciendo una intención por el difunto.
- Meditando sobre la palabra "acogedor": ¿qué implica para mí?
- Lleva un diario de esperanza para registrar las señales de vida que recibas.
- Concluye cada oración con "Y yo lo resucitaré de entre los muertos".«
Referencias
- Evangelio según San Juan, capítulos 6 y 11.
- Catecismo de la Iglesia Católica, núms. 988-1019.
- San Agustín, Homilías sobre el Evangelio de Juan.
- Ireneo de Lyon, Contra las herejías, V, 36.
- Papa Francisco, Cristo vive, 2019.
- Liturgia de Todos los Santos y funerales cristianos.
- Benedicto XVI, Salvi especial, 2007.
- San Gregorio de Nisa, En la vida bendita.



