“¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rom 7:18-25a)

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Lectura de la Carta del Apóstol San Pablo a los Romanos

Hermanos,
    Yo sé que en mí no habita el bien,
es decir en el ser de carne que soy.
En efecto, lo que está a mi alcance es querer el bien,
pero no lograrlo.
    No hago el bien que quisiera,
pero cometo el mal que no quiero.
    Si hago el mal que no quiero,
Así que ya no soy yo quien actúa así,
pero el pecado mora en mí.
    Yo que quisiera hacer el bien,
Observo pues, en mí mismo, esta ley:
Lo que está a mi alcance es mal.
    En lo más profundo de mí mismo,
Me deleito en la ley de Dios.
    Pero, en los miembros de mi cuerpo,
Descubro otra ley,
quien lucha contra la ley que mi razón sigue
y me hace cautivo de la ley del pecado presente en mi cuerpo.
    ¡Desdichado soy yo!
¿Quién me librará de este cuerpo que me arrastra hacia la muerte?
    Pero gracias a Dios
¡Por Jesucristo nuestro Señor!

            – Palabra del Señor.

Libertad más allá de la lucha interna: escapar de la prisión del pecado

Cómo San Pablo nos revela el camino hacia la auténtica liberación del torbellino moral que recorre toda existencia humana

Conoces esa sensación desgarradora: desear sinceramente el bien, pero caer en los mismos callejones sin salida, las mismas concesiones, las mismas debilidades. En el grito de angustia de San Pablo a los romanos: "¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?", resuena la experiencia universal de la lucha interior. Este texto bíblico no se limita a describir un conflicto psicológico: expone la condición humana fundamental y anuncia una liberación radical. Para todos aquellos que aspiran a la coherencia entre sus creencias y sus vidas, este pasaje abre un nuevo camino de esperanza.

Primero exploraremos el contexto teológico de esta importante carta de Pablo, luego analizaremos la dinámica paradójica del pecado que habita en el hombre. Tres ejes despliegan el alcance existencial de este texto: la lucidez sobre nuestra condición, el reconocimiento de nuestra impotencia y la apertura a la gracia liberadora. Finalmente, exploraremos cómo encarnar concretamente esta liberación en la vida diaria y espiritual.

Contexto

La Carta a los Romanos, escrita alrededor del año 57 o 58 d. C., representa la exposición teológica más sistemática de san Pablo. Escrita desde Corinto, esta carta se dirige a una comunidad cristiana que Pablo no fundó, pero que desea visitar. En ella, desarrolla su comprensión de la salvación ofrecida por Cristo, la justificación por la fe y la condición humana ante el pecado.

El capítulo 7 es una sección crucial en la que Pablo expone la compleja relación entre la Ley Mosaica, el pecado y la gracia. Tras establecer que la fe en Cristo nos libera de la obligación de guardar la Ley Judía para ser salvos, Pablo responde a una posible objeción: ¿Es, pues, mala la Ley? No, responde enfáticamente. La Ley es santa, justa y buena. Pero revela el pecado sin poder liberarlo.

El pasaje que examinamos constituye el clímax dramático de esta reflexión. En él, Pablo describe una experiencia interior desgarradora que los comentaristas han debatido durante mucho tiempo: ¿Habla de su experiencia personal antes de su conversión? ¿Describe la condición del creyente mismo? ¿Adopta un "yo" retórico para describir a toda la humanidad? La mayoría de los exegetas contemporáneos se inclinan por esta última interpretación: Pablo usa la primera persona para universalizar una experiencia que todo ser humano experimenta, creyente o no.

Este uso litúrgico de este texto en la Iglesia Católica ocurre a menudo durante las lecturas del Tiempo Ordinario, particularmente cuando la liturgia explora los temas de la conversión, la lucha espiritual y la nueva vida en Cristo. Este texto resuena profundamente con la experiencia sacramental de la confesión y el deseo de transformación interior.

El texto mismo revela una notable estructura dramática. Pablo describe primero la impotencia: «Sé que en mí no habita el bien». Esta afirmación radical podría parecer pesimista, pero refleja una extraordinaria perspicacia espiritual. Pablo luego distingue entre querer y hacer: «Lo que está en mi poder es querer el bien, pero no hacerlo». Esta disociación entre intención y acción manifiesta la división interior que caracteriza al ser humano.

El texto luego avanza hacia la identificación de la causa: «Si hago el mal que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí». Pablo personifica el pecado como una fuerza autónoma, casi como un poder extraño que ocupa el territorio interior del hombre. Esta visión trasciende la simple psicología para alcanzar una antropología teológica: el hombre está dividido contra sí mismo por una realidad que lo supera.

El clímax llega con el grito de angustia: "¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me arrastra a la muerte?". Esta exclamación no es desesperación absoluta, sino un reconocimiento de impotencia que da paso a la expectativa de un liberador. E inmediatamente, Pablo responde: "¡Pero gracias a Dios por Jesucristo, nuestro Señor!". Esta acción de gracias final invierte todo el panorama: la batalla descrita tiene salida; existe una liberación.

“¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rom 7:18-25a)

Análisis

La idea central de este pasaje paulino reside en la paradoja de una buena voluntad atrapada en una incapacidad radical para lograr el bien que desea. Esta tensión no es accidental, sino estructural: revela la condición humana fundamental desde la Caída. Pablo no describe un problema psicológico personal, sino una ley universal de la existencia humana aún no transformada plenamente por la gracia.

El texto establece tres movimientos esenciales que se suceden lógicamente. Primero, el lúcido reconocimiento: «Sé que el bien no habita en mí». Esta afirmación no niega la dignidad humana ni la imagen de Dios en el hombre. Simplemente señala que, tras el pecado original, la naturaleza humana está herida, inclinada al mal, incapaz de realizar plenamente el bien que concibe. Pablo hace una sutil distinción entre querer y hacer: la voluntad permanece orientada hacia el bien, pero falta la ejecución. Esta distinción revela que el problema no es principalmente intelectual o intencional, sino ontológico.

Luego, el diagnóstico existencial: «Descubro otra ley que lucha contra la ley que sigue mi razón». Pablo usa el término legal «ley» para describir dos fuerzas antagónicas en el hombre. La ley de la razón corresponde a la ley moral, a la conciencia del bien, al deseo auténtico de hacer lo correcto. La otra ley, la del pecado en los miembros, representa la pesadez de la carne, la atracción hacia el mal, la facilidad para transgredir. Esta lucha interior no es metafórica: es la experiencia cotidiana de todo ser humano honesto consigo mismo.

Finalmente, la conclusión cristológica: "¡Gracias a Dios por Jesucristo, nuestro Señor!". Esta conclusión, aparentemente abrupta, revela en realidad toda la dinámica del texto. Pablo pintó deliberadamente un panorama sombrío de la impotencia humana para que la gracia de Cristo brillara con más intensidad. Sin esta gracia, el hombre permanece prisionero del pecado. Con ella, la liberación se hace posible, no por su propio esfuerzo, sino mediante un don gratuito.

La importancia teológica de este pasaje es inmensa. Pablo establece que la Ley, a pesar de su santidad, no puede salvar. Revela el pecado, muestra el camino hacia la bondad, pero no proporciona la fuerza para alcanzarla. Esta revelación revierte cualquier enfoque moralista o voluntarista de la salvación. El hombre no se salva por sus propios esfuerzos, ni siquiera los virtuosos. Se salva por la gracia que viene de afuera, que transforma desde dentro, que verdaderamente libera.

Esta visión paulina impregna toda la antropología cristiana posterior. Es la base de la teología agustiniana de la gracia, la reflexión protestante sobre la justificación solo por la fe e incluso la comprensión católica del combate espiritual y la necesidad de los sacramentos. El hombre es simultáneamente capaz de concebir el bien e incapaz de alcanzarlo plenamente por sí mismo: esta tensión define nuestra condición como peregrinos hacia la santidad.

A nivel existencial, este texto nos libera de la culpa estéril. Si el pecado es una fuerza que escapa a nuestro control, si la división interior es estructural, entonces nuestros repetidos fracasos no son principalmente faltas morales personales, sino manifestaciones de nuestra condición herida. Este reconocimiento no justifica el mal, pero desvía la mirada: del juicio moral a una llamada a la gracia, de la autoacusación a la humildad confiada.

Lucidez espiritual frente al pecado interior

El primer eje fundamental de este texto paulino se refiere a la lucidez espiritual, esta capacidad de ver con claridad la realidad de nuestra condición interior sin ilusiones ni negaciones. Cuando Pablo afirma: «Sé que el bien no habita en mí», no se deja llevar por el pesimismo, sino que practica lo que los espirituales llaman autoconocimiento. Esta lucidez representa, paradójicamente, el primer paso hacia la liberación.

En nuestra cultura contemporánea, saturada de optimismo psicológico y pensamiento positivo, reconocer la propia debilidad moral puede parecer contraproducente. Constantemente se nos dice que creamos en nosotros mismos, cultivemos la autoestima y afirmemos nuestro valor. Estas palabras de aliento tienen su lugar, pero Pablo nos invita a un enfoque más profundo y auténtico: mirar honestamente lo que sucede en nuestro interior, sin pretensiones. Esta honestidad radical no es masoquismo, sino realismo espiritual.

La lucidez paulina identifica con precisión dónde reside el problema: no en la intención, sino en la ejecución. «Lo que está a mi alcance es querer el bien, pero no realizarlo». Esta sutil distinción revela que el hombre no está totalmente corrompido en sus aspiraciones fundamentales. Su deseo permanece orientado hacia el bien, su voluntad conserva una rectitud inicial. El problema surge en el momento de la realización concreta, cuando se trata de traducir la intención en acción.

Este análisis arroja luz sobre innumerables situaciones cotidianas. ¿Cuántas veces hemos decidido sinceramente cambiar un comportamiento, corregir un defecto o adoptar una nueva práctica virtuosa, solo para descubrir, días o semanas después, que hemos vuelto a nuestros viejos hábitos? El fumador que quiere dejarlo, la persona enojada que desea ser paciente, el cristiano que decide orar más cada mañana: todos conocen esta brecha entre la resolución y el logro.

Pablo no psicologiza este fenómeno, sino que lo teologiza. No dice: «Me falta fuerza de voluntad» ni «Me falta autodisciplina». Dice: «El pecado habita en mí». Esta personificación del pecado como una fuerza casi autónoma puede sorprender a nuestra mentalidad moderna. Sin embargo, capta una experiencia universal: la de un poder interior que parece actuar contra nuestra voluntad, impulsándonos a comportamientos que desaprobamos conscientemente.

Los Padres del Desierto, aquellos monjes de los primeros siglos cristianos que exploraron sistemáticamente la vida interior, hablaban de «pensamientos» o «logismoi»: esas sugestiones interiores que tientan al alma, desviándola de su resolución espiritual. Reconocieron, como Pablo, que estos pensamientos no son simplemente producciones psicológicas neutrales, sino manifestaciones de una realidad espiritual objetiva: la presencia y la acción del mal en el mundo y en el hombre.

Esta claridad espiritual también implica reconocer la propia división interna. Pablo habla de dos leyes contradictorias: «En los miembros de mi cuerpo descubro otra ley que se opone a la ley de mi mente». Esta metáfora legal describe una guerra civil interna. El hombre no es un bloque homogéneo, sino un campo de batalla donde se enfrentan fuerzas opuestas.

La tradición espiritual cristiana ha comentado extensamente esta división. San Agustín, en sus Confesiones, describe cómo su voluntad estaba "encadenada" por el hábito del pecado, creando una "dura servidumbre". Incluso intelectualmente convertido al cristianismo, Agustín fue incapaz de dar el paso del compromiso total, frenado por sus apegos desordenados. Esta experiencia agustiniana ilustra perfectamente el punto de Pablo.

La lucidez no conduce a la desesperación, sino a la humildad. Reconocer objetivamente nuestra impotencia para salvarnos significa abandonar la orgullosa ilusión de la autosuficiencia moral. Significa aceptar nuestra condición de criaturas heridas, necesitadas de un Salvador. Esta humildad no es humillación, sino verdad: nos sitúa correctamente en la relación entre criatura y Creador, entre pecador y Redentor.

Concretamente, esta lucidez transforma nuestra vida espiritual. En lugar de agotarnos en resoluciones heroicas destinadas al fracaso, aprendemos a confiar en la gracia. En lugar de cultivar una culpa infructuosa tras cada recaída, simplemente volvemos a Dios con confianza, sabiendo que conoce nuestra debilidad y que nos ofrece perdón. En lugar de juzgar duramente a los demás por sus debilidades, reconocemos en ellos la misma lucha interior que libramos nosotros.

“¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rom 7:18-25a)

La impotencia radical como puerta de entrada a la gracia

El segundo eje principal de este texto explora la impotencia humana ante el pecado, no como una fatalidad desesperanzada, sino como un requisito previo para aceptar la gracia divina. Cuando Pablo exclama: "¡Miserable de mí!", no se regodea en la autocompasión, sino que expresa el doloroso reconocimiento de un límite absoluto: el hombre solo no puede liberarse.

Este reconocimiento de la impotencia ofende profundamente a nuestra cultura contemporánea. Vivimos en una era que celebra la autonomía, el empoderamiento y la capacidad individual de superar todos los obstáculos. Los lemas motivacionales nos bombardean con el mensaje: «Puedes lograrlo todo», «Solo importa tu voluntad», «Crea tu propia realidad». Frente a esta ideología de omnipotencia personal, Pablo afirma algo radicalmente diferente: no, no puedes hacerlo todo solo, y esta impotencia no es una debilidad que deba superarse, sino una realidad que debe aceptarse.

La impotencia paulina no concierne a las capacidades naturales ordinarias. Pablo no dice que el hombre no pueda lograr nada en el orden natural: construir civilizaciones, crear obras de arte, desarrollar las ciencias, ejercitar las virtudes naturales. La impotencia de la que habla es de orden espiritual y soteriológico: el hombre no puede salvarse a sí mismo, transformarse radicalmente, vencer definitivamente el pecado que lo habita.

Esta distinción es crucial para evitar el quietismo o el fatalismo. Reconocer nuestra impotencia espiritual no significa renunciar a todo esfuerzo, abdicar de toda responsabilidad ni caer en la pasividad. Significa comprender que nuestros esfuerzos deben articularse con la acción de la gracia, que nuestra voluntad debe colaborar con la voluntad divina, que nuestra libertad encuentra su plenitud no en la autonomía, sino en la comunión con Dios.

El grito "¿Quién me librará?" expresa esta impotencia, a la vez que se abre a su superación. Pablo no dice "Nadie puede librarme", sino "¿Quién me librará?", manifestando así la expectativa de un liberador externo. Esta expectativa no es resignación, sino esperanza activa. Reconoce que la salvación viene de otra parte, que es un don antes que una conquista, una gracia antes que un mérito.

La tradición cristiana ha reflexionado constantemente sobre esta dialéctica de la impotencia humana y la omnipotencia divina. Santo Tomás de Aquino, sintetizando la teología católica, enseña que el hombre, en su estado de naturaleza caída, no puede, por sus propias fuerzas, cumplir toda la ley natural, evitar todos los pecados graves ni amar a Dios sobre todas las cosas de forma duradera. Necesita la gracia habitual, que sana y eleva su naturaleza.

La espiritualidad carmelita, ejemplificada por santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz, pone especial énfasis en la necesidad de reconocer nuestra impotencia para acoger la acción de Dios. Teresa hablaba de su "nada" no por falsa humildad, sino por lucidez espiritual: sin Dios, nada puede hacer; con Dios, todo se hace posible. Juan de la Cruz describe el camino espiritual como un despojo progresivo de cualquier pretensión de autosalvación.

Este reconocimiento de impotencia revoluciona la práctica sacramental. El sacramento de la reconciliación, la confesión, adquiere su pleno significado: no como un humillante ejercicio de autoacusación, sino como un gozoso reconocimiento de que necesitamos el perdón divino, de que no podemos absolvernos a nosotros mismos. La Eucaristía se convierte en alimento indispensable, no en un complemento opcional: el cristiano reconoce que no puede vivir espiritualmente con sus propias fuerzas, sino que necesita nutrirse del Cuerpo de Cristo.

La oración misma se transforma. En lugar de ser una manifestación espiritual en la que demostramos nuestro fervor, se convierte en una súplica confiada: «Señor, te necesito. Sin ti, nada puedo hacer. Ven en mi ayuda». La oración de petición, a veces despreciada como una espiritualidad inferior, recupera su dignidad fundamental: expresa la verdad de nuestra condición de dependencia.

Esta indefensión reconocida también nos libera de comparaciones estériles. Si nadie puede salvarse a sí mismo, entonces todos somos iguales ante la necesidad de la gracia. El santo no es quien ha triunfado por su propio esfuerzo, sino quien ha acogido la acción de Dios en él con particular docilidad. Esta igualdad fundamental en la indefensión alimenta la humildad y la compasión mutuas.

Paradójicamente, aceptar nuestra impotencia nos hace más fuertes espiritualmente. Mientras dependamos de nuestra propia fuerza, permanecemos limitados a nuestras capacidades naturales. Cuando aceptamos depender totalmente de Dios, su omnipotencia puede obrar en nosotros. San Pablo afirma en otro lugar: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte», porque en su reconocida debilidad, el poder de Cristo puede desplegarse plenamente.

“¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rom 7:18-25a)

Liberación ofrecida: de la ley a la gracia

El tercer eje central explora la respuesta a la impotencia: "¡Gracias a Dios por Jesucristo, nuestro Señor!". Esta exclamación inicial de agradecimiento invierte por completo la imagen anterior. Tras describir el confinamiento, Pablo proclama la liberación. Pero esta liberación no proviene de un esfuerzo humano redoblado, una mejor estrategia moral ni una voluntad más firme: proviene de Jesucristo.

Esta dimensión cristológica es absolutamente central en el pensamiento paulino. Cristo no es simplemente un ejemplo moral a imitar, un hombre sabio cuyas enseñanzas seguimos. Él es el Libertador que rompe eficazmente las cadenas del pecado. Su muerte y resurrección derrotaron objetivamente el poder del pecado y la muerte. Mediante el bautismo, el creyente participa de esta victoria, muere y resucita con Cristo, y recibe nueva vida.

Esta nueva vida no es automática ni mágica. Sigue siendo una vida de fe, combate espiritual y crecimiento progresivo. Pero forma parte de una realidad transformada: el creyente ya no está bajo el dominio del pecado, aunque siga pecando. Ahora pertenece a un nuevo orden, el de la gracia, donde la victoria final está asegurada aunque el camino siga siendo exigente.

La liberación cristiana es radicalmente diferente de todas las formas de liberación puramente humanas o psicológicas. No es liberación mediante el conocimiento (gnosis), ni mediante el esfuerzo moral (pelagianismo), ni mediante la negación del mal (optimismo ingenuo). Es liberación por gracia, es decir, mediante un don gratuito de Dios que transforma verdaderamente al ser humano desde dentro.

Esta transformación se produce por medio del Espíritu Santo, que Cristo resucitado derrama en los corazones de los creyentes. El Espíritu es la «nueva ley» de la que habla Pablo en otro pasaje: ya no es una ley escrita en tablas de piedra o papel, sino una ley inscrita en los corazones, una presencia divina interior que guía, ilumina y fortalece. El Espíritu da la fuerza para lograr lo que la mera voluntad humana no podría lograr.

Concretamente, ¿cómo se experimenta esta liberación en la vida cristiana? Primero, mediante una paz interior fundamental. A pesar de las recaídas y las luchas persistentes, el cristiano sabe que Dios lo perdona, lo acepta y lo ama incondicionalmente. Esta certeza de la salvación en Cristo nos libera de la angustia del juicio, de la obsesión por el pecado, de la espiral de culpa. La conciencia del pecado permanece, pero ya no nos oprime: simplemente nos lleva a un regreso confiado al Padre misericordioso.

Luego, mediante una nueva capacidad para resistir el mal y practicar el bien, esta capacidad no elimina la lucha, pero cambia la dinámica. En lugar de luchar solo con sus propias fuerzas contra un enemigo superior, el cristiano lucha con la fuerza del Espíritu. Las tentaciones persisten, pero su influencia disminuye gradualmente. Las virtudes, que parecían imposibles de practicar de forma sostenible, se vuelven gradualmente naturales, frutos de la gracia en lugar de productos de la voluntad.

Esta liberación también transforma la relación con la Ley. Pablo explica extensamente en Romanos y Gálatas que el cristiano ya no está "bajo la Ley", sino "bajo la gracia". Esto no significa antinomianismo, la abolición de todas las normas morales. Significa que la ley moral ya no es una carga abrumadora e insoportable, sino una expresión de amor que el Espíritu hace posible. El cristiano cumple la ley no por coacción externa, sino por el dinamismo interior del amor.

Los santos ilustran maravillosamente esta liberación. No son superhombres morales que, gracias a una fuerza de voluntad excepcional, han logrado observar a la perfección todos los mandamientos. Son hombres y mujeres que han permitido que la gracia actúe plenamente en ellos, que han colaborado dócilmente con la acción del Espíritu, que han acogido la misericordia divina con total confianza. Su santidad no es obra suya, sino obra de Dios en ellos.

Santa Teresita de Lisieux, con su "caminito", expresa a la perfección esta lógica de la gracia. Consciente de su debilidad, renuncia a subir la "escalera de la perfección" por su propio esfuerzo y se deja llevar en los brazos del Padre. Su santidad no consiste en realizar proezas espirituales, sino en abandonarse totalmente al amor misericordioso. Este camino de infancia espiritual es una aplicación pura de la teología paulina de la gracia.

La vida litúrgica y sacramental de la Iglesia hace presente esta liberación. Cada sacramento es un canal de gracia, un medio por el cual Cristo comunica su vida divina. El Bautismo nos da vida nueva, la Confirmación nos fortalece con el Espíritu, la Eucaristía nos nutre con el Cuerpo del Resucitado, la reconciliación nos renueva en el perdón, la unción de los enfermos nos une a la Pasión de Cristo, y el matrimonio y el Orden Sacerdotal nos consagran para misiones específicas. Todos estos sacramentos demuestran que la gracia no es una idea abstracta, sino una realidad concreta, una verdadera comunicación de la vida divina.

Esta liberación, finalmente, ya es real, pero aún no es completa. La teología habla de una «escatología inaugurada»: el Reino ya ha comenzado en Cristo, pero aún no se ha manifestado plenamente. Asimismo, nuestra liberación del pecado ya es efectiva, pero su plenitud aguarda la resurrección final. Esta tensión entre el «ya» y el «todavía no» explica por qué persiste la lucha espiritual, por qué seguimos pecando incluso estando justificados. Pero también nos asegura que la victoria final es segura, que nuestra esperanza no es vana, que lo comenzado se completará.

Tradición

Este texto de Romanos 7 ha influido profundamente en toda la tradición cristiana, dando lugar a innumerables comentarios, controversias teológicas y aplicaciones espirituales. Su resonancia se extiende a lo largo de los siglos, lo que ilustra su continua relevancia para la experiencia humana y la fe cristiana.

A San Agustín de Hipona le impactó especialmente este pasaje. En su controversia con Pelagio, quien afirmaba la capacidad humana de lograr el bien mediante el esfuerzo propio sin una gracia especial, Agustín se basó en gran medida en Romanos 7 para demostrar la radical impotencia del hombre sin la gracia. Para Agustín, este texto describe auténticamente la condición de todo hombre, incluso creyente, mientras permanece en este mundo. La batalla entre la carne y el espíritu continúa hasta la muerte, incluso si la gracia trae una victoria gradual.

La tradición monástica oriental y occidental ha hecho de este texto el fundamento de su antropología espiritual. Los Padres del Desierto reconocieron en la descripción paulina su propia experiencia de lucha contra pensamientos, pasiones y demonios. Su práctica ascética buscaba precisamente purificar el corazón de esta división interior, no por su propia fuerza, sino en colaboración con la gracia divina, en particular mediante la oración continua del nombre de Jesús.

La teología medieval, en particular la de Tomás de Aquino, integró esta visión paulina en una antropología sofisticada. Tomás distingue cuidadosamente entre naturaleza y gracia: la naturaleza humana, incluso caída, conserva su bondad fundamental y sus propias capacidades, pero necesita la gracia para su plenitud sobrenatural. El pecado original hirió, pero no destruyó, la naturaleza humana, creando la división de la que habla Pablo entre razón y concupiscencia.

La Reforma Protestante situó a Romanos en el centro de su teología. Lutero, en particular, encontró en este séptimo capítulo la descripción perfecta del creyente justificado que, sin embargo, sigue siendo pecador. Su fórmula «simul justus et peccator» (simultáneamente justo y pecador) se inspira directamente en la tensión paulina. Para Lutero, el creyente siempre permanece dividido internamente, pero es declarado justo por la fe en Cristo, cubierto por su justicia.

La espiritualidad carmelita, con Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, meditó profundamente sobre esta impotencia humana como preludio indispensable para la unión mística. Juan de la Cruz, en su Noche Oscura, describe cómo Dios purifica gradualmente el alma de todos sus apegos desordenados, llevándola a reconocer su nada para abrirse completamente a la gracia transformadora.

La teología católica contemporánea, en particular desde el Concilio Vaticano II, ha renovado la lectura de este texto al enfatizar la llamada universal a la santidad. Si todos los bautizados están llamados a la perfección de la caridad, no es por su propia capacidad, sino por la gracia del Espíritu que habita en ellos. La lucha descrita por Pablo no es inevitable, sino un paso obligado hacia la transformación progresiva en Cristo.

En la liturgia, este texto resuena particularmente durante la Cuaresma, tiempo de conversión y lucha espiritual. Recuerda a los fieles que su penitencia no tiene como objetivo ganarse la salvación por sus propios esfuerzos, sino abrirse más plenamente a la acción transformadora de la gracia. La confesión pascual, tradicionalmente recomendada durante la Cuaresma, manifiesta concretamente este reconocimiento de impotencia y esta aceptación del perdón liberador.

Meditaciones

¿Cómo podemos experimentar concretamente esta liberación anunciada por San Pablo? Aquí presentamos un camino de meditación y práctica espiritual inspirado en Romanos 7, articulado en siete pasos progresivos para encarnar este mensaje en la vida diaria.

Practique diariamente el examen de conciencia. Cada noche, durante diez minutos, repasa tu día con compasión y claridad. Identifica los momentos en los que intentaste hacer el bien, pero no pudiste lograrlo. No te juzgues con dureza, simplemente reconoce la realidad de esta lucha interior. Termina agradeciendo a Dios por su paciencia y misericordia.

Aceptar la impotencia como camino espiritual. Cuando notes una debilidad recurrente, un defecto persistente o una caída repetida, resiste la tentación de desanimarte o de obstinarte. Simplemente di: «Señor, no puedo solo. Ven en mi ayuda». Esta oración de impotencia es muy poderosa espiritualmente.

Recibir regularmente el sacramento de la reconciliación. No veas la confesión como una tarea humillante, sino como un encuentro liberador con la misericordia divina. Prepárate releyendo Romanos 7, identificando no solo tus faltas, sino también tu incapacidad para evitarlas por ti mismo. Acepta la absolución como la palabra eficaz que verdaderamente te libera.

Alimentar la vida interior a través de la Eucaristía. Comulguen con la mayor frecuencia posible, conscientes de su necesidad de este alimento espiritual. Antes de comulgar, oren: «Señor, no soy digno de recibirte, pero solo di una palabra y sanaré». Esta oración manifiesta la conciencia de nuestra indignidad y la confianza en el poder transformador de Cristo.

Cultiva la oración del nombre de Jesús. En momentos de tentación o lucha interior, simplemente invoca: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador». Esta antigua oración de tradición oriental expresa a la perfección el reconocimiento de nuestra necesidad y la llamada al liberador. Repetida con fe, apacigua el corazón y nos fortalece contra la tentación.

Acompañar y ser acompañado espiritualmente. Comparte tu lucha interior con un sacerdote, un director espiritual o un amigo cristiano de confianza. Esta transparencia rompe el aislamiento del pecado y te permite recibir ánimo, consejo y compañerismo. Demuestra concretamente que no estamos solos en nuestra lucha.

Medite regularmente en Romanos 7 en lectio divina. Toma este texto como base para tu meditación mensual. Léelo con calma, identifica el versículo que más te resuena, reflexiona sobre él, ora con él y deja que more en tu corazón. Esta familiaridad con el texto paulino te ayudará a comprender plenamente tu condición y la gracia que te salva.

“¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rom 7:18-25a)

Conclusión

El grito de San Pablo: "¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?", llega a través de los siglos a todo ser humano honesto consigo mismo. Esta pregunta existencial encuentra respuesta no en nuestros esfuerzos heroicos, sino en la gracia liberadora de Jesucristo.

La fuerza revolucionaria de este mensaje reside precisamente en esta inversión: nuestra debilidad se convierte en una puerta a la salvación, nuestra impotencia se abre a la omnipotencia divina, nuestra lucha interior manifiesta nuestra necesidad del Salvador. Lejos de ser fatalismo, este reconocimiento es auténtica liberación. Nos libera de la orgullosa ilusión de la autosuficiencia, del agotamiento de los esfuerzos estériles, de la culpa paralizante.

Vivir esta verdad paulina transforma radicalmente la existencia cristiana. La vida espiritual ya no es una carrera agotadora hacia la perfección inalcanzable, sino una aceptación confiada de la gracia que obra en nosotros lo que no podemos lograr solos. La lucha moral no desaparece, pero cambia: de la lucha solitaria a la colaboración con el Espíritu, del esfuerzo arduo al abandono confiado, del mérito al don.

Esta conversión de perspectiva y corazón da frutos concretos: paz interior a pesar de nuestras imperfecciones, paciencia con nuestra lentitud espiritual, compasión por las debilidades ajenas, gozosa fidelidad a la vida sacramental, esperanza invencible a pesar de las recaídas. El cristiano aprende gradualmente a vivir en la lógica de la gracia, no en la del cumplimiento moral.

La urgencia de este mensaje para nuestro tiempo es evidente. Frente a la ideología contemporánea de omnipotencia personal, autonomía absoluta y autoconstrucción, Pablo anuncia una sabiduría radicalmente diferente: necesitamos ser salvados, liberados y transformados por un poder superior a nosotros mismos. Esta dependencia no es infantilización, sino verdad liberadora.

El llamado final resuena con fuerza: acepta tu impotencia, acoge la gracia, déjate transformar por el Espíritu. No permanezcas prisionero de tus propios esfuerzos, tu culpa, tus repetidos fracasos. Clama como Pablo: "¿Quién me librará?". Y recibe la respuesta con fe: "¡Gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor!".

Esta liberación ofrecida solo espera tu humilde y confiada aceptación. Se experimenta en la oración diaria, la vida sacramental y el abandono gradual de cualquier pretensión de salvación. Se manifiesta en una alegría paradójica: la de saber que en nuestras propias debilidades, el poder de Dios se despliega y nos conduce a la plenitud de la vida en Cristo.

Práctico

  • Examina tu corazón cada noche identificando tus divisiones internas sin juzgar, simplemente con lucidez y confianza en la misericordia divina que se renueva cada día.
  • Confiesa mensualmente al prepararse para el sacramento leyendo Romanos 7, reconociendo su necesidad de perdón liberador en lugar de su capacidad de corregirse usted mismo solo.
  • Invoca el nombre de Jesús diariamente en tiempos de tentación, diciendo: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí, pecador, ven en mi ayuda”.
  • Tome la comunión todos los domingos y más Si es posible, con la conciencia de que este alimento espiritual te da la fuerza interior que tu voluntad por sí sola no puede producir.
  • Medita en Romanos 7 mensualmente en la lectio divina, dejando que este texto vaya moldeando poco a poco tu comprensión de ti mismo y de la acción de la gracia en tu vida.
  • Comparte tu lucha espiritual con un compañero o amigo cristiano de confianza, rompiendo así el aislamiento y recibiendo estímulo en la fe común.
  • Abandone todo perfeccionismo moral aceptando gozosamente que tu santidad será obra de Dios en ti y no tu propia producción, liberándote así de la ansiedad espiritual.

Referencias

Textos bíblicos :Carta de San Pablo a los Romanos, capítulos 6-8 (contexto completo de la teología paulina de la gracia y del pecado); Carta a los Gálatas, capítulo 5 (batalla entre la carne y el espíritu).

Padres de la Iglesia :San Agustín, Confesiones (libros VII-VIII, sobre la conversión y la impotencia de la voluntad); San Agustín, Gracia y libre albedrío (tratado teológico fundamental sobre la gracia).

Teología medieval :Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Prima Secundae, preguntas 109-114 (tratado sobre la gracia necesaria); Comentario sobre la Epístola a los Romanos, capítulo 7.

Espiritualidad carmelita :Santa Teresa de Ávila, El Castillo Interior (especialmente las primeras viviendas); San Juan de la Cruz, La noche oscura del alma (sobre la purificación pasiva).

Teología contemporánea :Hans Urs von Balthasar, El drama divino (antropología teológica); Karl Rahner, Tratado fundamental sobre la fe (sobre la gracia y la libertad humana).

Documentos de la Iglesia : Concilio de Trento, Decreto sobre la Justificación (1547); Catecismo de la Iglesia Católica, párrafos 1987-2029 (gracia); Juan Pablo II, Veritatis Splendor (1993, sobre la moral y la gracia).

Vía Equipo Bíblico
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