Evangelio de Jesucristo según San Lucas
Un día,
La gente le contó a Jesús el asunto de los galileos.
a quien Pilato había masacrado,
mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les respondió:
¿Pensáis que estos galileos
eran mayores pecadores
que todos los demás galileos,
¿Por haber sufrido tal destino?
Pues yo os digo: ¡para nada!
Pero si no os convertís,
Todos pereceréis igualmente.
Y estas dieciocho personas
muerto por la caída de la torre de Siloé,
¿Crees que eran más culpables?
¿Que todos los demás habitantes de Jerusalén?
Pues yo os digo: ¡para nada!
Pero si no os convertís,
todos pereceréis igualmente.”
Jesús también dijo esta parábola:
“Alguien tenía una higuera plantada en su viña.
Él vino a buscar fruto en esta higuera,
y no encontró ninguno.
Luego le dijo a su viñador:
“Hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera,
y no puedo encontrar ninguno.
Córtalo. ¿Qué sentido tiene dejar que agote el suelo?
Pero el viñador le respondió:
“Maestro, déjalo también este año,
Mientras cavo alrededor
Ponerle estiércol.
Quizás dé frutos en el futuro.
De lo contrario, lo cortarás”.
– Aclamamos la Palabra de Dios.
Elegir la vida en lugar de la muerte: la conversión como una urgencia gozosa
Cómo el llamado de Cristo a la conversión transforma nuestros desastres en oportunidades de renacimiento espiritual y renovada fecundidad
Ante las tragedias que azotan nuestro mundo, el reflejo humano es buscar culpables o invocar el destino. El Evangelio de Lucas invierte esta lógica: ni el juicio divino sobre las víctimas ni el fatalismo ante el mal, sino un llamado urgente a la conversión. Jesús nos invita a examinar nuestras propias vidas, a reconocer nuestra necesidad de cambio y a aprovechar el tiempo de gracia que se nos ofrece. Esta conversión no es una amenaza aterradora, sino una promesa de vida, una oportunidad de dar fruto.
Primero exploraremos el inquietante contexto histórico de estas palabras de Cristo, antes de analizar su mensaje central de conversión universal. Después, examinaremos cómo esta urgencia espiritual se aplica concretamente a nuestra vida cotidiana, resuena con la gran tradición cristiana y se traduce en prácticas meditativas. Finalmente, abordaremos las preguntas contemporáneas que plantea este exigente llamado, antes de proponer caminos concretos para la transformación.

El contexto de un mundo violento y la respuesta de Jesús
El Evangelio de Lucas nos sumerge en una época marcada por la violencia política y los desastres accidentales. Dos acontecimientos recientes atormentaron la memoria de Judea. Primero, la masacre de galileos a manos de Pilato, prefecto romano conocido por su brutalidad. Estos peregrinos, que habían acudido a ofrecer sacrificios en el Templo de Jerusalén, fueron asesinados en pleno acto litúrgico, mezclándose su sangre con la de los animales sacrificados. El horror de esta profanación cautivó la imaginación popular. Luego, el derrumbe de la Torre de Siloé, un accidente urbano que cobró la vida de dieciocho personas en un barrio de Jerusalén.
Estas dos tragedias ilustran las dos caras del mal: la violencia humana calculada, por un lado, y la trágica casualidad, por el otro. Ante tales sucesos, la teología popular de la época buscó una explicación moral. Según la doctrina de la retribución, extendida en el judaísmo antiguo, la desgracia necesariamente indicaba un pecado oculto. Por lo tanto, las víctimas habrían sido castigadas por sus pecados.
Jesús rechaza categóricamente esta interpretación. En dos ocasiones, afirma con énfasis: las víctimas no eran más pecadoras que los demás. Esta afirmación contradice la lógica contable divina. Dios no castiga los pecados proporcionalmente con catástrofes específicas. Cristo libera así a las víctimas de la doble carga: la de su sufrimiento y la del juicio moral que lo acompaña.
Pero Jesús no se detiene en esta aclaración teológica. Devuelve la pregunta a sus interlocutores: «Si no se convierten, todos perecerán igualmente». La urgencia cambia. Ya no se trata de comprender por qué murieron estas personas, sino de comprender que todos somos mortales, todos llamados a cambiar. La catástrofe se convierte en una revelación, no de la culpa de las víctimas, sino de nuestra propia necesidad de conversión.
La parábola de la higuera estéril amplía esta enseñanza con imágenes. Un terrateniente descubre que, después de tres años, su higuera sigue sin dar fruto. Agotada su paciencia, ordena cortarla. Pero el viñador intercede, pidiendo más tiempo para cuidarla, desenterrarla y abonarla. Quizás dé fruto. Si no, solo entonces la cortarán.
Esta parábola traduce el mensaje central del Evangelio al lenguaje agrícola. Dios es paciente como el terrateniente, esperando ver nuestras vidas dar fruto. Cristo interviene como el viñador, implorando un tiempo de gracia, trabajando la tierra de nuestros corazones. Pero este respiro no es indefinido. La urgencia de la conversión permanece, suavizada por la ternura divina, pero no reprimida.

Conversión: paso de la muerte a la vida
La conversión de la que habla Jesús no es principalmente un cambio moral, sino una transformación existencial. El término griego «metanoia» significa literalmente «cambio de mentalidad» o «inversión de la mente». Se trata de ver el mundo, a uno mismo y a Dios con nuevos ojos, reconociendo que nuestro estilo de vida habitual nos lleva a un callejón sin salida.
«Todos pereceréis igualmente»: esta frase suena dura para nuestros oídos contemporáneos. Sin embargo, expresa una verdad antropológica fundamental. Sin un cambio interior, nos encaminamos hacia una muerte no solo biológica, sino también espiritual. Nos marchitamos como la higuera estéril, incapaces de producir los frutos de la vida divina. Esta muerte progresiva se manifiesta en el endurecimiento del corazón, el creciente egoísmo y el cierre a los demás y a la trascendencia.
La conversión, por el contrario, abre un camino de vida. Nos libera de automatismos destructivos, de hábitos mortales, de las componendas que nos corroen. Nos lleva de la oscuridad a la luz, de la esclavitud a la libertad, de la esterilidad a la fertilidad. Esta transformación radical no se produce por nuestras propias fuerzas, sino por la acción de la gracia divina que obra en nuestro interior.
El Aleluya que precede al Evangelio cita al profeta Ezequiel: «No me complace la muerte del malvado —dice el Señor—. Que se aparte de su camino y viva». Estas palabras revelan el corazón de Dios. Él no desea nuestra muerte, sino nuestra vida. La conversión no es un castigo, sino una gracia. Dios se alegra cuando nos volvemos a él, así como el padre del hijo pródigo corre a abrazar a su hijo arrepentido.
Esta urgencia de conversión debe entenderse desde la perspectiva del amor. Jesús no amenaza, advierte. Así como un médico que diagnostica una enfermedad grave no busca asustar, sino salvar, Cristo nos confronta con nuestra verdadera condición para guiarnos hacia la sanación. La urgencia nace del amor, que no soporta vernos perdidos.
La repetición de la doble advertencia ("si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente") subraya la universalidad de este llamado. Nadie está excluido, nadie es demasiado bueno ni demasiado malo. Todos necesitamos la conversión, todos estamos llamados a dar fruto. Esta igualdad ante las exigencias de Dios nos libera del farisaísmo que juzga a los demás mientras nos exime a nosotros mismos.

La fertilidad como criterio de verdadera conversión
La parábola de la higuera sitúa la cuestión del fruto en el centro de la conversión. Un árbol existe para dar fruto. La vida humana encuentra sentido en su fecundidad espiritual. Pero ¿qué frutos son exactamente? ¿Cómo podemos reconocer que una vida está verdaderamente convertida?
En su carta a los Gálatas, San Pablo enumera los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio. Estas cualidades no son actos morales arrancados de nuestra voluntad, sino signos naturales de una vida habitada por el Espíritu Santo. Así como un manzano produce manzanas sin esfuerzo, una persona convertida manifiesta espontáneamente estos frutos en su conducta diaria.
El amor es el fruto primero y fundamental. No un sentimiento superficial, sino el ágape cristiano: esa caridad que busca el bien del otro sin esperar nada a cambio, que perdona las ofensas y que da libremente. La auténtica conversión se verifica en nuestra creciente capacidad de amar como Cristo nos amó, es decir, hasta la entrega total de nosotros mismos.
La alegría y la paz también dan testimonio de la presencia divina en nosotros. No se trata de una euforia pasajera ni de la ausencia de conflicto, sino de esa alegría profunda que permanece incluso en tiempos de prueba, de esa paz interior que perdura a pesar de las tormentas externas. Estos frutos revelan que nuestros corazones están anclados en Dios, fuente de toda verdadera serenidad.
La paciencia y la bondad manifiestan nuestra transformación a la imagen de Cristo. Jesús es paciente con la higuera estéril, y el viñador intercede por él. Del mismo modo, la persona convertida aprende a ser paciente consigo misma y con los demás, consciente de que el crecimiento espiritual lleva tiempo. Se vuelve buena, no por debilidad, sino por fortaleza interior, capaz de bendecir incluso a quienes la perjudican.
Estos frutos no crecen aislados. La higuera de la parábola está plantada en un viñedo, rodeada de otras plantas. Nuestra fecundidad espiritual florece en comunidad, al servicio de los demás. La verdadera conversión nos acerca a nuestros hermanos y hermanas, nos hace atentos a sus necesidades y nos compromete a construir el Reino de Dios en la tierra.
Pero dar fruto requiere condiciones favorables. El viñador sugiere cavar alrededor de la higuera y echar estiércol. Esta imagen evoca el trabajo espiritual necesario: la oración que excava en nuestra tierra interior, la penitencia que fertiliza nuestra alma, los sacramentos que nutren nuestra vida divina, la lectura de las Escrituras que ilumina nuestro camino. Sin este cuidado constante, nuestra conversión es superficial y nuestra fecundidad limitada.
Las esferas concretas de la conversión cotidiana
La conversión no es una experiencia mística reservada a los santos, sino un camino práctico que abarca todos los aspectos de nuestra existencia. Veamos cómo resuena este llamado de Cristo en nuestras diferentes esferas de la vida.
En nuestra vida familiar, la conversión comienza por reconocer nuestro egoísmo cotidiano. ¿Con qué frecuencia priorizamos nuestra comodidad sobre la atención que merecemos por nuestra pareja o nuestros hijos? ¿Con qué frecuencia permitimos que la costumbre apague la llama del amor? La conversión en nuestra relación significa elegir cada día mirarnos con nuevos ojos, perdonar las heridas acumuladas, decirnos "Te amo" no por rutina, sino por decisión propia. Con nuestros hijos, esto significa dedicarles tiempo de calidad, escucharlos atentamente y transmitirles no solo valores, sino una fe viva.
En nuestra vida profesional, el llamado a la conversión nos confronta con nuestros compromisos éticos. ¿Aceptamos prácticas cuestionables por miedo a perder nuestro trabajo? ¿Participamos en un sistema que explota a los más débiles? La conversión profesional no implica necesariamente dejar el trabajo, sino más bien adoptar la honestidad, la justicia y el respeto a la dignidad humana. Puede expresarse con pequeños gestos: negarse a hablar mal de un compañero, defender a un subordinado tratado injustamente, realizar nuestras tareas con excelencia en lugar de pereza.
Nuestra relación con el dinero y los bienes materiales también revela nuestra necesidad de conversión. Jesús a menudo advierte contra el apego a la riqueza. La conversión económica implica liberarse de las posesiones, practicar la sobriedad gozosa y dar generosamente. Puede comenzar de forma sencilla: establecer un presupuesto que incluya la limosna, resistir las incitaciones publicitarias y elegir productos éticos, incluso si cuestan más.
Nuestro uso del tiempo constituye otra dimensión de la conversión. ¿Cómo ocupamos nuestros días? ¿Cuántas horas pasamos frente a las pantallas consumiendo entretenimiento pasivamente? ¿Nos tomamos tiempo para orar, leer la Biblia o cultivar relaciones auténticas? La conversión en la gestión de nuestro tiempo implica establecer prioridades claras, reservar momentos innegociables para Dios y las personas importantes en nuestra vida, y aprender a decir no a las exigencias que nos distraen.
Nuestra vida relacional exige una conversión constante. ¿Guardamos viejos rencores? ¿Despreciamos a ciertas personas por sus opiniones o antecedentes? La conversión relacional nos impulsa a perdonar de verdad, a buscar la reconciliación y a ver a Cristo en cada persona que encontramos, incluso en la más repulsiva. Nos libera de la necesidad de juzgar y condenar, haciéndonos más humildes y acogedores.

Las raíces bíblicas y patrísticas del llamado a la conversión
La enseñanza de Jesús sobre la conversión forma parte de una larga tradición bíblica. Los profetas del Antiguo Testamento ya hicieron este llamamiento urgente al pueblo de Israel. Amós denunció la injusticia social y pidió un cambio de vida. Oseas habló del regreso a Dios como un regreso a una esposa amorosa. Jeremías prometió una nueva alianza grabada en los corazones, una transformación interior radical.
Juan el Bautista, precursor inmediato de Cristo, predicó «un bautismo de arrepentimiento para el perdón de los pecados». Exigió frutos dignos de conversión: compartir con los que no tienen nada, practicar la justicia y renunciar a la violencia. Su mensaje preparó el de Jesús al enfatizar la urgencia: «El hacha está a la raíz de los árboles; todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego».
Los Padres de la Iglesia meditaron profundamente sobre este tema de la conversión. San Agustín describe su propia conversión en las Confesiones como un largo camino del orgullo a la humildad, del deseo carnal al amor de Dios. Su famosa fórmula resume este movimiento: «Nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». La conversión responde a esta inquietud fundamental del alma humana.
San Juan Crisóstomo, en sus homilías, enfatiza la paciencia divina que aguarda nuestra conversión. Al comentar la parábola de la higuera, señala que Dios podría cortarnos de inmediato, pero prefiere darnos tiempo. Esta paciencia no es debilidad, sino una manifestación de su amor, que espera contra toda esperanza nuestra conversión.
San Gregorio de Nisa desarrolló la noción de conversión continua. Para él, la vida cristiana es un movimiento perpetuo de transformación, un progreso constantemente renovado hacia Dios. No nos convertimos de una vez por todas, sino un poco más cada día, en un dinamismo que solo culminará en el cielo.
Santa Teresita de Lisieux, más cercana a nosotros, da testimonio de una conversión de la infancia espiritual. Su "caminito" es un camino de conversión diaria a través de las pequeñas cosas, el abandono confiado y la aceptación de la propia debilidad. Demuestra que la grandeza de la conversión no se mide por actos espectaculares, sino por la humilde fidelidad en los detalles de cada día.
Un camino de meditación y práctica espiritual.
¿Cómo podemos traducir concretamente este llamado a la conversión en nuestra oración personal? Aquí presentamos un enfoque meditativo de siete pasos para interiorizar el mensaje de este Evangelio.
Comienza por ponerte en la presencia de Dios en silencio. Respira profundamente varias veces, dejando que el tumulto del día se asiente en ti. Pide al Espíritu Santo que te ilumine sobre tu verdadera necesidad de conversión.
Relee lentamente Lucas 13:1-9. Deja que las palabras de Cristo resuenen en ti: «Si no os arrepentís, todos pereceréis». ¿Qué despiertan en ti? ¿Miedo, rebeldía, esperanza? Acepta tu reacción sin juzgarla.
Examina tu vida a la luz de la higuera estéril. ¿En qué áreas estás dando fruto? ¿Dónde eres estéril? ¿Qué talentos te ha confiado Dios que estás dejando sin explotar? Sé honesto, pero no demasiado.
Identifica un área específica donde sientas la necesidad de cambiar. No varias a la vez, solo una. Quizás un hábito perjudicial que abandonar, una relación que reparar, una práctica espiritual que retomar. Sé específico y realista.
Imagina al viticultor intercediendo por ti ante el terrateniente. Cristo intercede por ti, pidiendo tu tiempo y tus recursos de gracia. Siente su ternura, su deseo de verte dar fruto. Deja que esta imagen te conmueva.
Acoge la paciencia de Dios, pero también la urgencia de la conversión. El tiempo de gracia no es ilimitado. Hoy es el día propicio, ahora es la hora de la salvación. Decide un primer paso concreto para dar esta misma semana.
Termina con una oración de confianza. Encomienda a Dios tu sincero deseo de cambiar, pero también tu debilidad. Pídele que cave tu tierra y la fertilice con su gracia. Agradécele su amor paciente.
Respondiendo a los desafíos contemporáneos de la conversión
Nuestros tiempos plantean preguntas legítimas sobre este exigente llamado de Cristo. ¿Cómo podemos conciliar la urgencia de la conversión con el respeto por el camino de cada persona? ¿No es el miedo a "perecer" una manipulación de la culpa? ¿No resulta la propia noción de conversión infantilizante en una sociedad que valora la autonomía?
Abordemos primero la cuestión del respeto a las personas. La urgencia de la conversión no justifica un proselitismo agresivo ni juicios moralizantes. Jesús mismo nunca impone su voluntad por la fuerza. Propone, invita, llama, pero siempre respeta la libertad humana. Anunciar la urgencia de la conversión significa dar testimonio de la alegría que trae, no amenazar con el infierno. Significa demostrar con nuestra propia transformación que este camino conduce a la vida, no a la decadencia.
En cuanto a la culpa, debemos distinguir cuidadosamente entre la culpa neurótica y la verdadera conciencia del pecado. La primera nos confina a una autoacusación estéril; la segunda nos abre a un humilde reconocimiento de nuestra necesidad de gracia. Jesús nunca cultiva la culpa mórbida. Su advertencia busca despertarnos de nuestro letargo espiritual, no aplastarnos bajo el peso de nuestros pecados. La conversión cristiana es liberación, no alienación.
La objeción a la autonomía merece una respuesta matizada. La verdadera autonomía no consiste en la autosuficiencia en el narcisismo autárquico, sino en alcanzar la plenitud de uno mismo en la relación con Dios y con los demás. La conversión no nos infantiliza; nos ayuda a crecer hacia nuestra madurez como hijos e hijas de Dios. Paradójicamente, es al reconocer nuestra dependencia de la gracia que alcanzamos la verdadera libertad.
A algunos les preocupa la dimensión aparentemente catastrófica del mensaje: «Todos perecerán». ¿No equivale esto a un apocalipticismo que genera ansiedad? En realidad, Jesús no predice el fin inminente del mundo, sino que nos recuerda nuestra condición mortal. Todos moriremos; es una certeza biológica. La pregunta es si esta muerte será un paso a la vida eterna o un confinamiento definitivo en nuestro rechazo a Dios. La urgencia no proviene de una fecha límite externa, sino de la brevedad de nuestra existencia terrenal.
Finalmente, cabe preguntarse si la insistencia en la conversión personal no distrae del compromiso con la justicia social. Esta oposición sería artificial. La conversión auténtica nos acerca a nuestros hermanos y hermanas, nos hace sensibles a las injusticias y nos compromete con la transformación del mundo. Los grandes conversos de la historia cristiana también suelen ser grandes reformadores sociales. Pensemos en san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl y la Madre Teresa. Su conversión personal produjo inmensos frutos para el bien común.
Oración de intercesión y conversión
Señor Jesús, viñador paciente que intercede por nosotros,
Venimos ante vosotros conscientes de nuestra esterilidad,
De nuestra resistencia a tu gracia, de nuestra negativa a dar fruto.
Ves nuestra tierra endurecida por el egoísmo y la costumbre,
Nuestros corazones están llenos de raíces amargas,
Nuestras ramas que se secan por falta de savia divina.
Pero no nos abandonáis a la nada.
Todavía nos pides tiempo,
Es hora de cavar nuestra tierra endurecida,
Para fertilizar nuestra pobreza con tu riqueza,
Para regar nuestra sequedad con el agua viva del Espíritu.
Crees en nosotros cuando hemos dejado de creer.
Oramos por aquellos que están pasando por pruebas,
Víctimas de la violencia humana o de la trágica casualidad,
Que no carguen con la carga de una culpa injusta,
Que descubran tu presencia en su noche,
Que encuentren en ti la fuerza para perdonar y esperar.
Oramos por los que juzgan y condenan,
Quienes creen que pueden explicar el mal por los pecados de las víctimas,
Que reconozcan su propia necesidad de conversión,
Que aprendan la humildad ante el misterio del sufrimiento,
Que se conviertan en instrumentos de compasión y misericordia.
Oramos por las familias divididas,
Donde la comunicación se ha roto, donde reinan el resentimiento y la frialdad,
Que tu amor derribe los muros del orgullo,
Deja que el perdón fluya como savia nueva,
Que la alegría de la nueva unidad brote como la primavera.
Oramos por nuestro mundo marcado por la injusticia,
Donde los poderosos aplastan a los débiles,
Donde el dinero reina supremo,
Donde la creación gime bajo la explotación,
Conviértenos a la justicia, a la sobriedad, al compartir,
Haznos artesanos de paz y fraternidad.
Te rogamos por la Iglesia, tu cuerpo místico,
Que ella esté siempre en estado de conversión,
Humilde ante sus pecados, audaz en su misión,
Fieles al Evangelio, atentos a los signos de los tiempos,
Que tu rostro de misericordia brille sobre el mundo a través de ella.
Señor, concédenos la gracia de la conversión diaria,
No por miedo al castigo, sino por el deseo de tu presencia,
No por obligación moral, sino por sed de dar fruto,
No por esfuerzo voluntario, sino por abandono a tu acción,
Que cada día nos acerquemos un poquito más a ti,
Hasta el día que te veamos cara a cara
Y donde nuestro gozo será perfecto en tu Reino.
Por Jesucristo nuestro Señor,
Quien intercede por nosotros ante el Padre,
El que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo,
Dios por los siglos de los siglos. Amén.
Conclusión
El Evangelio de hoy no nos deja en la abstracción teológica. Nos sitúa ante una elección concreta e inmediata: continuar nuestro camino infructuoso o aceptar la obra de transformación que Dios quiere obrar en nosotros. La conversión no es un acontecimiento puntual del pasado, sino una decisión que se renueva cada mañana.
Empieza hoy por identificar un área específica donde sientas la necesidad de cambiar. No te estanques en propósitos generales que no llevan a nada. Elige un hábito concreto que cambiar, una relación que restaurar, una oración que retomar. Lo importante es dar un primer paso, por pequeño que sea, en la dirección correcta.
Luego, busca el apoyo que necesitas para perseverar. La conversión solitaria es una ilusión. Necesitamos la comunidad cristiana, la confesión regular, la Eucaristía y la guía espiritual. Así como la higuera necesita al viñador, nosotros necesitamos estas mediaciones de gracia para dar fruto.
Finalmente, cultiva la paciencia contigo mismo. La conversión es un proceso gradual, con avances y retrocesos. No te desanimes por tus repetidas caídas. Levántate cada vez, vuelve al camino. Dios nunca se cansa de perdonar, siempre que nosotros nunca nos cansemos de pedir perdón.
La urgencia de la conversión no es una amenaza que pende sobre nuestras cabezas, sino la expresión del amor infinito de Dios que anhela nuestra felicidad. No desea nuestra muerte, sino nuestra vida. No desea vernos estériles, sino fecundos. Al responder a su llamado hoy, elegimos la vida, entramos en la alegría del Reino y comenzamos a dar los frutos del Espíritu, que son nuestra vocación eterna.
Práctico
- Examen diario de conciencia :dedica 10 minutos cada noche a revisar tu día, identificando un momento de fertilidad espiritual y un momento de esterilidad espiritual.
- Resolución única y concreta :elige una única acción específica para mejorar esta semana (paciencia con los niños, sobriedad digital, generosidad financiera).
- Perdón activo :Nombra una persona a la que debes perdonar, ora por ella todos los días, busca la oportunidad de la reconciliación.
- Lectura orante del Evangelio :medite sobre Lucas 13, 1-9 durante 15 minutos tres veces esta semana utilizando el método sugerido anteriormente.
- Sacramento de la Reconciliación :Si ha pasado más de un mes, haga una cita para confesarse esta semana o la próxima semana.
- Servicio de hormigón :Realice un acto visible de caridad esta semana, done su tiempo o dinero a alguien necesitado.
- Gratitud por la paciencia divina :Observa cada día tres manifestaciones de la gracia de Dios que obra pacientemente en tu conversión.
Referencias
Fuentes bíblicas
- Ezequiel 33:11: “No quiero la muerte del impío.”
- Mateo 21:18-22: La higuera seca y la fe que mueve montañas
- Juan 15:1-8: La vid verdadera y los pámpanos que dan fruto
Enseñanza de la Iglesia
- Catecismo de la Iglesia Católica, párrafos 1430-1433: Conversión y penitencia
- Papa Francisco, Evangelii Gaudium :la alegría de la conversión en la nueva evangelización
Tradición patrística y espiritual
- San Agustín, Confesiones :la historia de una conversión fundadora
- Santa Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos :el pequeño camino de la conversión diaria
Comentarios exegéticos
- Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret :la predicación del Reino y la llamada a la conversión
- François Bovon, El Evangelio según San Lucas Comentario científico sobre Lucas 13, 1-9



