«Dios nos escogió en Cristo antes de la creación del mundo» (Efesios 1:3-6, 11-12)

Compartir

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Él nos ha bendecido y enriquecido con bendiciones espirituales en los lugares celestiales en Cristo.

Él nos escogió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor.

Él nos predestinó para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según su beneplácito y voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos fue concedida en su Hijo amado.

En él somos hechos posesión suya, habiendo sido predestinados conforme al plan del que hace todas las cosas que él se propuso, a fin de que seamos para alabanza de su gloria, nosotros los que primeramente esperábamos en Cristo.

Elegidos antes de la creación del mundo: vivir la revolución de la elección divina

Descubra cómo nuestra dignidad eterna en Cristo transforma radicalmente nuestra identidad, nuestra vocación y nuestra manera de habitar el mundo..

Imagina ser elegido antes de que el mundo existiera. Esta asombrosa realidad yace en el corazón de la... Carta a los Efesios, En este pasaje, Pablo revela un misterio deslumbrante: Dios nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo. Esta elección divina no es casualidad ni mérito, sino un amor que precede a toda existencia. Transforma radicalmente nuestra comprensión de nosotros mismos y de nuestro ser. Lejos de ser una mera doctrina abstracta, esta verdad se relaciona con nuestra vida diaria y nuestra misión en el mundo.

Primero exploraremos el contexto y la riqueza del texto de Efesios. Luego, analizaremos la dinámica central de la elección divina. Tres ejes temáticos desarrollarán el alcance de esta revelación: la identidad transformada, la vocación a la santidad y la dimensión comunitaria. También examinaremos la tradición espiritual antes de proponer vías concretas para la meditación y la acción.

Una bendición cósmica

Allá Carta a los Efesios Este texto representa una de las cumbres del pensamiento paulino. Probablemente escrito durante el encarcelamiento del apóstol, está dirigido a las comunidades de Asia Menor, compuestas por cristianos de origen judío y gentil. El contexto es el de una Iglesia naciente que busca comprender su propia identidad en un mundo plagado de divisiones étnicas, sociales y religiosas. Pablo escribe para revelar el plan eterno de Dios y unir a estos creyentes en torno a una visión compartida.

El pasaje que estamos considerando abre la carta con una explosión de alabanza. El griego original forma una sola frase impresionante, un torrente de bendiciones que arrastra al lector en un movimiento ascendente. Esta forma literaria recuerda las berakoth judías, las bendiciones litúrgicas que marcan las oraciones de Israel. Pablo adapta esta tradición, dirigiéndola por completo hacia Cristo. La estructura rítmica y poética del texto sugiere que podría tratarse de un himno litúrgico primitivo, utilizado en las celebraciones de las primeras comunidades cristianas.

El vocabulario empleado es sorprendente por su densidad teológica. Los términos bendición, elección, predestinación, filiación adoptiva, gracia y gloria se entrelazan para tejer un complejo entramado. Cada palabra tiene un peso considerable en la tradición bíblica. Bendición evoca el acto creativo del Génesis, donde Dios bendice a la humanidad. Elección recuerda la elección de Israel, un pueblo consagrado para una misión universal. Predestinación se refiere al plan soberano de Dios que guía la historia hacia su cumplimiento.

El texto sitúa esta elección en un marco temporal impresionante: antes de la fundación del mundo. Esta expresión transporta al lector más allá de toda cronología humana, a la eternidad divina. El amor de Dios por la humanidad, por lo tanto, no comienza con la Encarnación, ni siquiera con la creación. Existe desde la eternidad, en el misterio de la vida trinitaria. Esta absoluta anterioridad trastoca nuestra comprensión habitual de la relación entre Dios y la humanidad.

El propósito de esta elección es claro: que seamos santos e irreprensibles ante él, en el amor. La santidad aquí no se refiere a una perfección moral inalcanzable, sino a una consagración a Dios, una pertenencia radical. El término «tabla rasa» evoca el vocabulario sacrificial del Templo, donde solo se podían ofrecer víctimas inmaculadas. Pablo traslada esta exigencia cultual al ámbito existencial: estamos llamados a convertirnos en la ofrenda viva, transformados por el amor.

La filiación adoptiva es otro tema central del pasaje. En el mundo grecorromano, la adopción permitía la transmisión de una herencia y un nombre a alguien fuera de la familia. Pablo utiliza esta realidad legal para expresar la extraordinaria gracia de Dios: nos convertimos en hijos en el Hijo, herederos de su gloria. Esta filiación no proviene de la naturaleza, sino de la pura bondad divina, manifestada en Jesucristo.

Finalmente, el texto enfatiza la dimensión de la alabanza. La frase «para alabanza de la gloria de su gracia» se repite como un estribillo. La elección divina no busca principalmente nuestra felicidad individual, sino la manifestación de la gloria de Dios. Somos elegidos para ser testigos asombrados y deslumbrantes de su bondad gratuita. Esta perspectiva teocéntrica reorienta toda nuestra existencia hacia la gratitud y la celebración.

La paradoja de la libertad en las elecciones

La afirmación de la elección divina plantea inmediatamente una tensión fundamental. ¿Cómo puede esta elección previa de Dios conciliarse con la libertad humana y la responsabilidad personal? Esta pregunta ha permeado toda la historia de la teología cristiana, suscitando debates y controversias. Sin embargo, el texto de Efesios nunca presenta la elección como una inevitabilidad abrumadora, sino como una gozosa liberación.

La clave para comprender reside en la naturaleza misma del amor divino. Dios no elige a unos para excluir a otros, sino que llama a todos a entrar en Cristo. La elección no crea un círculo cerrado de individuos privilegiados, sino que abre un espacio de gracia infinita donde todos pueden encontrar su lugar. En Cristo, las barreras caen: judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres están llamados a formar un solo cuerpo.

Esta elección en Cristo constituye precisamente el núcleo de la paradoja. No somos elegidos como individuos aislados, según misteriosos criterios de predilección divina. Somos elegidos en Cristo, es decir, incorporados a él mediante la fe y el bautismo. La elección se convierte entonces en participación en la filiación única del Hijo. No es arbitraria, sino cristológica: quien se adhiere a Cristo entra en el proceso de la elección eterna.

Esta perspectiva transforma radicalmente nuestra comprensión de la predestinación. Lejos de ser un determinismo ciego, revela el plan benévolo de Dios para la humanidad. Dios desea reunir todas las cosas en Cristo, recapitular el universo entero bajo una sola cabeza. Nuestra predestinación individual forma parte de este plan universal de salvación. Estamos predestinados a convertirnos en lo que estamos llamados a ser: hijos en el Hijo, testigos de la gracia.

Por lo tanto, la libertad humana no se niega, sino que se abraza y se transfigura por la elección divina. Dios no nos trata como marionetas, sino como colaboradores en su obra. Nos elige para que, a su vez, elijamos pertenecerle. Esta reciprocidad no establece igualdad entre Dios y la humanidad, sino que manifiesta la extraordinaria dignidad otorgada a la creación. Somos capaces de responder a la llamada divina, de aceptar o rechazar la gracia.

El texto también enfatiza el carácter gratuito de esta elección. Se deriva de amabilidad de Dios, no de nuestros méritos anticipados. Nada en nosotros justifica esta elección, ninguna cualidad preexistente la explica. Esta gratuidad radical desarma todo orgullo y establece una humildad alegres. No podemos jactarnos de nada excepto merced Infinito que nos ha embargado. Esta conciencia disuelve pretensiones y comparaciones estériles.

Finalmente, la elección divina dirige toda nuestra existencia hacia una meta trascendente: vivir en alabanza de la gloria de Dios. Este propósito doxológico no es una restricción externa, sino el florecimiento de nuestro ser más profundo. Creados a imagen de Dios, encontramos nuestra verdadera alegría al contemplar y celebrar su esplendor. La elección nos revela nuestra vocación fundamental: ser adoradores en espíritu y en verdad, testigos radiantes de amabilidad divino.

Una nueva identidad: de la vergüenza a la dignidad

La elección divina produce una transformación radical de nuestra identidad. Antes de encontrarnos con Cristo, la existencia humana se caracterizaba a menudo por una búsqueda de identidad marcada por la incertidumbre y la fragilidad. Buscamos nuestro valor en nuestros logros, nuestra apariencia, nuestras relaciones o nuestras posesiones. Estos cimientos siempre resultan precarios, sujetos a los vaivenes del tiempo y las circunstancias. La revelación de nuestra elección eterna transforma esta situación.

Descubrir que siempre hemos sido elegidos establece una seguridad ontológica inquebrantable. Nuestro valor ya no depende de nuestro desempeño ni de las opiniones ajenas. Se basa en el amor de Dios, que precede a toda existencia. Esta certeza nos libera de las múltiples tiranías que pesan sobre la vida contemporánea: la obsesión por el éxito, el miedo al fracaso, la constante necesidad de aprobación. Por fin podemos respirar, sabiendo que nuestra dignidad ha sido establecida para la eternidad.

Esta nueva identidad se evidencia particularmente en nuestra relación con el pecado y la culpa. El hombre contemporáneo oscila entre dos extremos igualmente destructivos: o una culpa abrumadora que paraliza toda iniciativa, o una negación del mal que impide cualquier conversión verdadera. La elección divina abre una tercera vía. Reconoce la realidad del pecado sin confinarnos a él. Somos pecadores, sin duda, pero esta realidad no define nuestro ser más profundo. Somos, ante todo, los hijos elegidos, amados y adoptados.

Esta revelación también transforma nuestra relación con los demás. Reconocer que somos elegidos nos permite reconocer que todo ser humano también lo es. La elección en Cristo tiene un alcance universal: potencialmente concierne a toda la humanidad. Nadie está excluido a priori de este llamado. Esta conciencia destruye las jerarquías humanas basadas en la raza, el estatus social o las capacidades naturales. Ante Dios, todos somos igualmente amados, igualmente llamados a la santidad.

El texto enfatiza nuestra vocación a ser santos e inmaculados en el amor. Esta expresión merece especial atención. La santidad no consiste en alcanzar una perfección moral inalcanzable por nuestras propias fuerzas. Significa, ante todo, una relación, una pertenencia exclusiva a Dios. Ser santo significa estar apartado para Dios, consagrado a su servicio. Esta consagración no es una huida del mundo, sino una nueva forma de habitarlo, transfigurado por la presencia divina.

La inmaculada se refiere a la pureza sacrificial exigida en el culto judío. Pablo traslada este requisito al ámbito ético y espiritual. Estamos llamados a convertirnos en la ofrenda, a hacer de nuestra vida entera un acto espiritual de adoración. Esta ofrenda no se realiza en el aislamiento ascético, sino en el amor. La santidad cristiana es esencialmente relacional: se desarrolla en el amor a Dios y al prójimo.

Esta transformación de identidad implica una lucha espiritual constante. El viejo yo, marcado por el pecado y los deseos, no desaparece instantáneamente. Persiste como una tendencia, un peso que nos arrastra hacia abajo. El nuevo yo, creado según la voluntad de Dios en justicia y santidad, debe crecer gradualmente. Este crecimiento requiere nuestra cooperación activa: renuncia a las obras muertas, aceptación de la gracia y práctica de la virtud. La elección divina no nos exime del esfuerzo, sino que le da sentido y poder.

«Dios nos escogió en Cristo antes de la creación del mundo» (Efesios 1:3-6, 11-12)

La santidad como vocación colectiva

La elección divina nunca concierne a individuos aislados, sino a un pueblo. Pablo usa constantemente el término "nosotros" en nuestro pasaje. Esta dimensión colectiva de la elección contrasta marcadamente con el individualismo contemporáneo. Nos sentimos tentados a pensar en nuestra relación con Dios como un asunto estrictamente personal, un diálogo privado entre el alma y su creador. La perspectiva bíblica es radicalmente diferente.

Dios elige a un pueblo para que sea su dominio especial, su posesión más preciada. Esta expresión evoca el vocabulario de la alianza con Israel. El pueblo elegido de la Antigua Alianza prefiguró a la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios reunido en Cristo. Esta continuidad es evidente. lealtad Divino a lo largo de la historia. Dios no cambia de opinión; cumple lo que ha prometido desde el principio.

La dimensión eclesial de la elección tiene considerables implicaciones prácticas. Significa que no podemos vivir plenamente nuestra vocación cristiana En soledad. Nos necesitamos unos a otros para crecer en santidad. La Iglesia no es un conjunto de individuos salvados, sino un cuerpo orgánico donde cada miembro contribuye al bien común. Los dones y carismas que el Espíritu distribuye sirven al bien común.

Esta interdependencia espiritual requiere una transformación de mentalidades. La sociedad occidental moderna valora la autonomía, la independencia y la autorrealización. Estos valores tienen aspectos positivos, pero se vuelven tóxicos cuando absolutizan al individuo. La auténtica vida cristiana, por el contrario, presupone un reconocimiento gozoso de nuestra mutua dependencia. Llevamos las cargas de los demás, nos alegramos juntos, sufrimos juntos.

La santidad colectiva se manifiesta particularmente en la liturgia. El culto cristiano nunca es una mera yuxtaposición de oraciones individuales. Constituye el acto preeminente del cuerpo eclesial unido a Cristo. Cuando celebramos la Eucaristía, No somos una multitud de individuos aislados, sino un solo cuerpo ofrecido con Cristo al Padre. Esta unión sacramental anticipa la comunión perfecta del Reino.

Ser elegido como pueblo también implica una responsabilidad misionera. Israel fue elegido para ser luz de las naciones, testigo de lealtad Divino ante todos los pueblos. La Iglesia hereda esta vocación. Fuimos elegidos no para disfrutar egoístamente de privilegios espirituales, sino para proclamar a toda la creación las maravillas de Dios. Nuestra santidad debe irradiar y atraer, manifestando la belleza transformadora del Evangelio.

Esta misión se despliega, ante todo, en la calidad de nuestras relaciones fraternales. Jesús afirma que todos reconocerán a sus discípulos por el amor que se tienen unos a otros. Caridad La vida en comunidad cristiana se convierte en el principal testimonio del Evangelio. Las divisiones, los celos y los juicios mutuos constituyen, por lo tanto, un contratestimonio escandaloso. Contradicen con hechos lo que proclamamos con palabras.

La dimensión colectiva de la elección también nos protege del sectarismo y el exclusivismo. No somos elegidos contra otros, sino para otros. La elección en Cristo tiene una dinámica inclusiva; tiende a reunir a toda la humanidad en la unidad. Ciertamente, no todos responden actualmente a este llamado. Pero nadie está excluido en principio. La Iglesia permanece abierta, acogedora, extendiendo sus brazos a todos los que buscan. verdad y vida.

La gracia que precede y acompaña

El texto de Efesios enfatiza poderosamente el papel central de la gracia en la elección divina. Pablo escribe que somos elegidos según amabilidad de Dios, para alabanza de la gloria de su gracia. Este énfasis reiterado subraya que nuestra salvación no proviene de nuestros propios méritos, sino de la pura generosidad divina. Esta verdad fundamental recorre toda la Escritura y constituye el corazón de la fe cristiana.

La gracia se refiere al amor incondicional de Dios por las criaturas que no lo merecen. Precede a toda iniciativa humana y anticipa toda nuestra buena voluntad. Incluso antes de que buscáramos a Dios, él nos buscó. Antes de amarlo, él nos amó. Esta prioridad radical de la gracia destruye cualquier espíritu de cálculo o de derecho en nuestra relación con Dios. No podemos presentarle ninguna factura ni reclamar ningún derecho. Lo recibimos todo de su bondad.

Esta gratuidad no significa arbitrariedad. Dios no distribuye su gracia al azar, como un jugador que tira los dados. Su voluntad de salvar a la humanidad proviene de su propia naturaleza: Dios es amor. No puede actuar de otra manera que amando, pues el amor constituye su esencia. La creación misma brota de este amor desbordante que anhela ser compartido. La gracia de la elección extiende y completa el acto inicial de la creación.

Cristo aparece como el lugar y mediador de esta gracia. Pablo especifica que recibimos la gracia en el Hijo amado. Esta formulación cristológica es crucial. La gracia no nos llega de forma abstracta o impersonal. Se encarna en Jesús; se revela en su existencia concreta, sus palabras, sus acciones, su muerte y su resurrección. Contemplar a Cristo crucificado es medir la insondable profundidad del amor divino.

La gracia produce una verdadera transformación en nuestro ser. No solo nos declara justos y nos deja pecadores. Nos santifica verdaderamente, haciéndonos partícipes de la naturaleza divina. Esta santificación progresa a lo largo de la vida cristiana. Comienza en el bautismo y se fortalece en... los sacramentos, Esto se profundiza mediante la oración y las obras de caridad. El cristiano se convierte gradualmente en lo que ya es por gracia: un hijo de Dios.

Esta cooperación entre la gracia divina y la libertad humana define la vida espiritual. Dios lo hace todo, pero quiere que lo hagamos todo con él. Esta sinergia no solo suma dos poderes del mismo orden, sino que une lo infinito y lo finito, al creador y a la criatura. La gracia no elimina la naturaleza, sino que la restaura y la eleva. Sana nuestras heridas, fortalece nuestras debilidades y dirige nuestros deseos hacia el verdadero bien.

La conciencia de esta gracia engendra’humildad y reconocimiento.’humildad El cristianismo no se trata de despreciarse a uno mismo, sino de reconocer claramente la fuente de todo bien. Poseemos dones, talentos y virtudes. Pero nada de esto nos pertenece por sí mismo. Todo es gracia recibida, todo proviene de... amabilidad Divino. Esta verdad erradica el orgullo de raíz, preservando al mismo tiempo una sana autoestima.

La gratitud surge naturalmente de esta conciencia. El corazón que ha comprendido la magnitud de la gracia recibida no puede evitar rebosar de agradecimiento. La vida cristiana se convierte en... eucaristía permanente, una celebración continua amabilidad Divino. Esta gratitud transforma nuestra perspectiva sobre todo. Los acontecimientos cotidianos, incluso los más cotidianos, se convierten en oportunidades para bendecir a Dios y reconocer su presencia.

Ecos de la gran tradición

La meditación sobre la elección divina está presente a lo largo de la historia de la espiritualidad cristiana. Los Padres de la Iglesia comentaron extensamente este pasaje de Efesios, encontrando en él material para nutrir la fe de los fieles. Agustín de Hipona desarrolló una teología de la gracia que se basa en gran medida en este texto. Enfatiza la absoluta prioridad de la iniciativa divina en la salvación. La humanidad caída, corrompida por el pecado, no puede salvarse a sí misma. Solo la gracia preveniente de Dios le permite desear y alcanzar el bien.

La tradición monástica medieval contempló profundamente el misterio de la elección. Bernardo de Claraval reflexionó sobre el amor especial con el que Dios nos rodea. Animó a los monjes a maravillarse ante esta extraordinaria dignidad: haber sido elegidos por Dios antes de la creación del mundo. Esta contemplación no los distanció del mundo, sino que los hizo más disponibles para servir a sus hermanos. Reconocer la propia elección lleva a reconocer la de cada ser humano.

Espiritualidad carmelita, con Teresa de Ávila Y Juan de la Cruz, Esto profundiza la experiencia mística de la unión con Dios. Esta unión no es una proeza espiritual, sino el cumplimiento de la elección divina. Fuimos creados para Dios, predestinados a unirnos a él en amor. Por lo tanto, el camino místico no está reservado a unos pocos privilegiados, sino que representa el desarrollo natural de la gracia bautismal. Todo cristiano está llamado a esta intimidad transformadora con el Señor.

La Reforma Protestante situó la doctrina de la elección en el centro de la reflexión teológica. Lutero enfatizó la justificación solo por la fe, recordándonos que no podemos añadir nada a la obra de Cristo. Calvino desarrolló la doctrina de la doble predestinación que suscitó intensos debates. Más allá de las controversias, los reformadores reafirmaron una verdad esencial: la salvación procede enteramente por gracia, no por obras humanas.

La tradición católica, particularmente con Ignacio de Loyola, Esta conciencia de la elección se integra en una espiritualidad de acción. Somos elegidos para una misión, enviados al mundo como Cristo fue enviado por el Padre. Esta misión se discierne en la oración, se ilumina con la meditación de las Escrituras y se confirma con la obediencia eclesial. La elección divina nunca es pasiva, sino dinámica y misionera.

La liturgia cristiana celebra este misterio de la elección durante los principales acontecimientos del año litúrgico. La Vigilia Pascual proclama el paso de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. El bautismo nos incorpora a Cristo muerto y resucitado, integrándonos al pueblo de los elegidos. La Eucaristía Nos une al sacrificio de Cristo, conformándonos a él para que vivamos su vida. Estas celebraciones no solo conmemoran acontecimientos pasados, sino que hacen presente la gracia de la elección.

Los grandes santos demuestran concretamente lo que significa vivir según la elección divina. Francisco de Asís renunció a la riqueza y la seguridad para casarse con la Señora Pobreza, Reconociendo que solo Dios basta, Teresa de Lisieux descubre el pequeño camino de la infancia espiritual, entregándose por completo al amor misericordioso. Charles de Foucauld abraza la vida oculta de Nazaret, testigo silencioso de la presencia divina en el corazón del desierto. Cada uno encarna, a su manera, la llamada única que Dios le dirige.

«Dios nos escogió en Cristo antes de la creación del mundo» (Efesios 1:3-6, 11-12)

Un camino de vida interior

Meditar en el misterio de la elección divina requiere un enfoque gradual y concreto. Aquí hay algunos pasos para integrar esta revelación en nuestra vida diaria.

Comencemos con un momento de silencio y reflexión. Busquemos un lugar tranquilo, evitemos las distracciones y adoptemos una postura que fomente la contemplación. Respiremos con calma, permitiendo que las tensiones se disipen. Invoquemos al Espíritu Santo para que abra nuestra mente y nuestro corazón a la Palabra. Esta preparación no es opcional, sino esencial para recibir la gracia.

Leamos el texto de Efesios lentamente, varias veces si es necesario. Dejemos que las palabras resuenen, acojamos las imágenes que surgen. No busquemos inmediatamente la comprensión intelectual, sino saboreemos las frases, deleitémonos con su belleza. Detengámonos en las expresiones que nos conmueven especialmente. Quizás la expresión de ser elegidos antes de la fundación del mundo, o la de la filiación adoptiva, o incluso la de la gracia en el Amado.

Pidamos, pues, al Espíritu que nos ayude a comprender lo que realmente significa ser elegidos por Dios. ¿Cómo transforma esta verdad nuestra visión de nosotros mismos? ¿Qué miedos e inseguridades alivia esta revelación? Acogamos el consuelo que brota de esta certeza de ser amados desde el principio. Dejemos que esta alegría penetre en nuestras zonas de duda y oscuridad.

Seamos conscientes de la resistencia que pueda surgir. Quizás un sentimiento de indignidad, la impresión de no merecer este amor. O, por el contrario, un orgullo sutil que quisiera apropiarse de esta elección. Encomendémoslo todo a Dios con confianza. La elección divina no se basa en nuestros méritos ni en nuestros deméritos, sino en la pura bondad de Dios. Recibámosla con humildad, sin cálculos ni pretensiones.

Contemplemos a Cristo como el lugar de nuestra elección. Contemplémoslo crucificado, midiendo la magnitud de su amor. Contemplémoslo resucitado, victorioso sobre la muerte y el pecado. Entendamos que somos elegidos en él, incorporados a su... El misterio de Pascal. Nuestra vida cristiana consiste en dejarnos conformar por él, en asumir sus sentimientos, en compartir sus opciones.

Pidamos la gracia de vivir conforme a nuestra elección. Si Dios nos ha elegido para ser santos, pidamos la valentía de rechazar el pecado. Si estamos predestinados a ser hijos de Dios, comportémonos como hijos del Padre. Si nuestra vocación es vivir en alabanza de su gloria, orientemos toda nuestra vida hacia este fin. Esta oración de conversión no es un evento aislado, sino que debe nutrir nuestro caminar diario.

Concluyamos con acción de gracias, fuente y cumbre de la oración cristiana. Bendigamos a Dios por las maravillas que obra en nosotros. Alabémoslo por su bondad incondicional, su infinita paciencia, su inagotable misericordia. Confiémosle nuestras intenciones, nuestros planes, nuestras relaciones. Pidámosle que nos haga instrumentos de su paz, testigos de su ternura por el mundo.

La revolución del amor eterno

El misterio de la elección divina revelado en el Carta a los Efesios Transforma radicalmente nuestra comprensión de nosotros mismos, de Dios y del mundo. Descubrimos que nuestra existencia no es fruto de la casualidad, sino que surge de un plan de amor que precede a toda la creación. Esta revelación transforma nuestra identidad, nuestra vocación y nuestra misión.

Reconocer que siempre hemos sido elegidos por Dios establece nuestra dignidad sobre una base inquebrantable. Nada puede separarnos de este amor, ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados. Esta certeza nos libera de los numerosos miedos que paralizan la existencia contemporánea. Podemos afrontar las pruebas con confianza, sabiendo que nos sostiene una gracia más poderosa que cualquier otra.

El llamado a la santidad que emana de nuestra elección no es una carga abrumadora, sino una invitación gozosa. Dios nos ha predestinado a ser conformados a la imagen de su Hijo. Esta transformación se produce gradualmente, mediante la cooperación de la gracia divina y nuestra libertad. Cada día ofrece nuevas oportunidades para crecer en el amor y dejarnos moldear por el Espíritu.

La dimensión colectiva de la elección nos recuerda que no somos individuos aislados, sino miembros de un cuerpo. La Iglesia constituye el pueblo de los elegidos, reunidos de todas las naciones, razas y lenguas. Esta comunión trasciende todas las divisiones humanas y anticipa la perfecta unidad del Reino. Estamos llamados a manifestarla ahora. fraternidad universal.

Vivir según el camino que hemos elegido requiere un compromiso concreto y cotidiano. No se trata simplemente de adherirse intelectualmente a una doctrina, sino de permitir que esta verdad transforme toda nuestra existencia. Nuestras decisiones, nuestras palabras y nuestras acciones deben dar testimonio de esta nueva identidad. Somos hijos adoptivos, herederos de la gloria, templos del Espíritu.

Esta vida, vivida según el camino que hemos elegido, necesariamente irradia al mundo. No fuimos elegidos para nosotros mismos, sino para ser la luz de las naciones, la sal de la tierra. Nuestra santidad debe atraer y convertir, manifestando la belleza del Evangelio. Cada encuentro se convierte en una oportunidad para revelar el amor de Dios, cada gesto en un sacramento de su presencia.

El propósito último de nuestra elección sigue siendo la alabanza de la gloria divina. Somos creados, elegidos y santificados para ser adoradores en espíritu y en verdad. Esta vocación doxológica se realizará plenamente en la vida eterna, donde contemplaremos la belleza de Dios cara a cara. Pero comienza ahora, en la liturgia terrenal que prefigura la liturgia celestial. Que toda nuestra vida sea una sola. eucaristía, una continua acción de gracias por las maravillas realizadas en nosotros.

«Dios nos escogió en Cristo antes de la creación del mundo» (Efesios 1:3-6, 11-12)

Práctico

  • Medita cada mañana en la frase «Dios me eligió antes de la fundación del mundo» para anclar mi dignidad en su amor eterno.
  • Examina diariamente si mis decisiones reflejan mi identidad como hijo adoptivo o si estoy viviendo según mis viejos hábitos.
  • Orar por un miembro de mi comunidad cada día, reconociendo que juntos formamos el pueblo elegido.
  • Agradecer a Dios específicamente por tres gracias recibidas, cultivando la gratitud como actitud fundamental de la existencia cristiana.
  • Identificar un área de mi vida que se resiste a la santidad y pedir la gracia de una transformación gradual.
  • Participar activamente en la liturgia dominical como acto del pueblo elegido reunido para la alabanza de la gloria divina.
  • Dar evidencia concreta de mi elección a través de un acto de caridad hacia una persona necesitada esta semana.

Referencias

Carta de San Pablo a los Efesios, capítulos 1 a 3, para el contexto general de la teología paulina de la elección

Carta a los Romanos, Capítulos 8 y 9, desarrollando la doctrina de la predestinación y la gracia.

Agustín de Hipona, La ciudad de Dios y Sobre la gracia, obras importantes sobre la teología de la elección

Tomás de Aquino, Suma Teológica, Cuestiones sobre la predestinación y la Divina Providencia

Juan Calvino, Institución de la religión cristiana, Libro III, Exposición reformada de la doctrina de la elección

Teresa de Lisieux, Historia de un alma, testimonio espiritual del pequeño camino fundado en el abandono a merced

Hans Urs von Balthasar, El drama divino, una reflexión contemporánea sobre la libertad y la gracia humanas

Catecismo de la Iglesia Católica, párrafos 257-260 y 1426-1429, enseñanza magisterial sobre la predestinación y la conversión

Vía Equipo Bíblico
Vía Equipo Bíblico
El equipo de VIA.bible produce contenido claro y accesible que conecta la Biblia con temas contemporáneos, con rigor teológico y adaptación cultural.

Lea también

Lea también